Episodios Nacionales: La revolución de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La revolución de Julio - Benito Pérez Galdós

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nubes, los periódicos amordazados se vengan del Gobierno y de la Casa Real, callándose todo lo que habían de decir del parto de Su Majestad. El 5 nació una Princesita, y el mismo 5 se volvió al Cielo, dicen que para no ver las cosas tremebundas que aquí ocurrirán pronto. Sé que en Palacio ha sentado muy mal el torvo silencio de la Prensa: esperaban oír los ampulosos ditirambos que en loor de la Institución se prodigan a cada triquitraque. Pero esta vez falló la costumbre: los periodistas se han callado como cartujos; no han escrito una palabra de regio vástago, ni de nada de eso… Lo que ellos dicen: «o estas trompetas suenan para todo, o no suenan para nada». Por ahí duele.

      Proponiéndome yo que no pasase el día sin iniciar por lo menos mis diligencias en busca de la dislocada Virginia, abandoné a mis amigos y me fui al Gobierno Civil, que desempeñaba otra vez el buen Zaragoza; mas tampoco pude verle. ¡Desgracia como ella! Fue uno de esos días aciagos en que no hay puerta ni mampara que no se cierre adustamente sobre nuestras narices. Traté de ver a Chico en el Gobierno Civil; luego estuve dos veces en su casa, y todo inútil. Evidentemente, el Cielo protegía con manifiesta parcialidad a los amantes prófugos. Ya me retiraba, reconociéndome con muy mala mano para la cacería de criminales de amor, cuando me deparó el Cielo a don José María Mora, director de El Heraldo, hombre muy amable y de extraordinaria corpulencia. Recordando al punto la gran amistad de aquel cetáceo con los Rementerías, le paré en medio de la calle; hablamos… Poco más que yo sabía del suceso; pero algo me dijo que era la primera luz que debía esclarecernos el camino de la verdad. Sus palabras, entre resoplidos, fueron: «Pero ¿ha visto usted qué trasto de niña? ¡Qué borrón para las dos familias! Y ello no tiene remedio. ¡Si aquí hubiera divorcio, como dice don Mariano José…! Pero quia: no hay lañadura para este puchero roto. Estamos muy atrasados… Pormenores no sé, mi amigo. Naturalmente, no he querido preguntar… Me ha dicho el secretario de La Previsión que Ernesto se ha ido a Canillejas… Parece que tiene obra en la casa. Quiere aumentar la altura de todas las puertas y entradas del edificio, ja, ja… Y del gavilán que se ha llevado a la paloma, nada sé… Oí que es pintor».

      Nada más pude sacarle, porque el buen señor, que temía exponer al frío su gordura sudorosa en tarde tan fría, dio por terminado el plantón, y se despidió, apretándome mis dos manos con una sola suya… «¿Con que pintor? – pensaba yo, encaminándome a la casa de Socobio para recoger a mi costilla. – Algo he descubierto; no dirá esa que he perdido el día». Visitas fastidiosas que iban sin duda a guluzmear, metiendo el hocico en el dolor de los padres de Virginia, me impidieron comunicar a Ignacia mi precioso descubrimiento. Llegó a la puerta nuestro coche, nos avisaron, partimos, y al bajar la escalera desembuché lo poco que sabía. En el trayecto de la calle de las Infantas a nuestra casa, Ignacia no hizo más que burlarse de mí con desenfado y gracejo. «Yo creí que esta tarde nos traerías a los dos fugitivos, cada uno por una oreja. ¿Y Sartorius, Zaragoza y Chico no te han dado más que esa luz: que el galán es pintor? ¿Y lo sabes por el gordo Mora?… ¡Pintor! Pues eso yo también lo supe, a poco de salir tú para el Ministerio. Me lo dijo Ceferina, una de las criadas de la prófuga».

      En casa, tratando del mismo asunto, mi mujer, con poca seriedad a mi parecer, me dijo: «Averigua tú ahora qué es lo que pinta ese bandido, y quizás por el género de pintura saquemos el nombre.

      – No creo que sea difícil sacar el nombre por el género, y el género por referencias que yo pediré a Federico Madrazo, a Carlos Rivera, o a Jenaro Villaamil…

      – Pues no tardes, que ello corre prisa.

      – ¿Y no te dijo Ceferina si es pintor notable?

      – Notabilísimo.

      – Pues los chicos que en Madrid descuellan en la pintura se pueden contar. Verás qué pronto doy con ese pillo.

      – ¿A ti qué te parece?, ¿será pintor de historia, pintor de paisaje, de asuntos religiosos, o de Mitología?

      – Me parece a mí – dije viendo asomos de chacota en la sonrisa de mi mujer- que es pintor de historia, y que la pinta al fresco.

      – Sí, sí – exclamó ella, rompiendo a reír, – y voy a satisfacer tu curiosidad diciéndote el género… Es pintor… ¡de puertas!

      – ¡De puertas! ¡Mujer, tú te chanceas!

      – No… Pero no vayas a creer que pinta sólo puertas. Pinta también ventanas… En fin, Pepe: hablando seriamente: sabemos el oficio, el nombre no. Oye otro dato muy importante: es un chico guapísimo.

      – ¿Joven?

      – No representa más de los veinte años. Decía la Ceferina… y puso los ojos en blanco diciéndolo… que nunca creyó que pudiera existir un mozo tan guapo. Por la descripción que hace del tal, debe de ser un perfecto modelo de la hermosura de hombre.

      – Bueno: ¿y cómo entró en la casa? ¿Le llamaron para que diera una mano de pintura al armario de la cocina?…

      – No: fue llamado para componer una cerradura, porque su verdadero oficio es mecánico.

      – No compondría una cerradura sola.

      – Fueron dos, tres o más. Eran cerraduras que no querían dejarse abrir. Parece que lo arregló tan a gusto de Ernestito, que éste le dio el encargo de nuevas composturas. En la casa había molinillos de café y aparatos de asador con mecanismo, que no funcionaban. Pues él lo dejó todo que no había más que pedir, muy a satisfacción de Ernestito y de la señora. Luego le dijeron que buscase un pintor; querían dar una mano de blanco a la galería grande. A esto replicó que no había por qué llamar pintor, pues él era amañado para todo, y también pintaba.

      – Eso es verdad. Bien probada está su maña para todo. Bueno; y en eso empleó algunos días…

      – Más de cuatro, y más de seis. Observó Ceferina que la señora iba a verle pintar, y con él pasaba ratos largos de parloteo. Cuando las criadas llegaban allí, se callaban como muertos, o sólo hablaba la señora para decir: ‘Maestro, tiene usted que dar otra mano’. En los últimos días, la señora le llevó a las habitaciones interiores para que le barnizara un entredós. No llegó a barnizarlo, y todo se quedó en la preparación, raspando y afinando el mueble con lija…

      – ¿Y no sabe más Ceferina?

      – No sabe más. La fuga fue el lunes por la noche. Salió sola, con un lío de ropa, y dijo a Manuela, la criada vieja, que no volvería más. La hermana de la portera la vio por la calle del Baño andando presurosa con el pintor, cerrajero y alijador… Atravesaron la calle del Prado, y se perdieron de vista en la de León…

      – Pues hay una pista segura. Cuando se necesitó en la casa un oficial mecánico para componer las cerraduras, ¿a quién se dio el encargo de buscarlo?

      – A un albañil que fue al arreglo de las chimeneas. Este albañil se ha ido a la Mancha. No hay rastro de él.

      – El caso es raro, extrañísimo por las circunstancias de tiempo y lugar; pero no nos asombremos de él como de un fenómeno estupendo, no visto jamás bajo el sol.

      – Vamos, Pepe: eres capaz de disculpar la frescura y la indecencia de esa mujer? Yo concedo a las flaquezas humanas todo lo que se quiera; comprendo las pasiones repentinas, la ceguera de un momento, de un día; ¡pero fugarse así… condenarse a la deshonra para toda la vida, a la miseria…! No creas: yo tengo en cuenta todo, y, entre otras circunstancias, lo guapísimo que es el muchacho. Pues figurándomelo como un perfecto Adonis, todavía no entiendo la pasión de Virginia: ¡Vaya, que enamoricarse de un bigardo semejante, que quizás no sepa leer ni escribir… apestando a aceite de linaza y todo manchado de pintura…

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