Episodios Nacionales: España sin Rey. Benito Pérez Galdós
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– Abreu, Martínez: bien me acuerdo. El personaje que más abultaba por su hinchada jerarquía era el Obispo de León, señor Abarca. También llevábamos al padre La Calle, confesor del Rey, y al Padre Ríos, ayo de los Príncipes, y otros Padres, que no se mareaban y comían como buitres.
– No se olvidará usted del Gentilhombre señor Conde de Villavicencio, pariente mío.
– No me olvido de ese, ni de mi tío materno el Marqués de Obando. Llevábamos también al secretario Plazaola, al Brigadier Soldevilla, a los médicos Llord y Villanueva, y al caballero francés Saint-Silvain.
– Veo que tiene usted una memoria felicísima – afirmó Romarate, sosegado ya de su recelo. Me ha dicho usted que era camarista de Su Majestad la Reina.
– Sí, señor. Mi esposo, caballerizo de Su Majestad, quedó en Portugal, encargado de traer con sigilo pliegos del Rey a Madrid y a las Provincias Vascongadas… Nuestro viaje fue pesadísimo por causa de las calmas. Doña Francisca, impaciente por llegar a Inglaterra, imprecaba con ardor a los vientos dormidos y al tiempo perezoso… Por fin ¡válgame Dios!, llegamos a Portsmouth, en cuyas aguas nos tuvieron fondeados dos días sin dejarnos desembarcar. ¡Qué ansiedad, qué amarguras las de aquellas horas! A bordo vinieron varias autoridades que, con preguntas irrespetuosas, indiscretas, aumentaban la desazón de la Familia Real. Al cabo llegó un inglesote con el escopetazo de que el Gobierno británico no reconocía los derechos de nuestro señor don Carlos al trono de España, y que no podía tributarle honores regios, ni tampoco honores de Príncipe, como no renunciase previamente a lo que aquel bárbaro llamaba derechos ilusorios a la Corona. No podía, pues, el Gabinete inglés concederle mejor trato que el correspondiente a un simple particular.
– De entonces acá, señora mía – dijo sesudamente el caballero de San Juan, – ha cambiado mucho la opinión de la Inglaterra respecto a estos particulares, y no han tenido poca parte en esta mudanza los escándalos del reinado de esa pobre doña Isabel… Y no la llamo Reina, porque no lo ha sido más que de hecho… El hecho contra el derecho claro y patente no tiene valor alguno. Esa Isabel, mal llamada Segunda, es para mí como una sombra que ha pasado por el Trono sin romperlo ni mancharlo… Siga usted, señora.
– El agravio de aquellos malditos ingleses nos encendió la sangre. Como no nos entendían, les insultábamos en nuestra lengua. Yo no podía contenerme: les dije todas las desvergüenzas que podía decir una señora, y algunas más… Saltamos en tierra… El Rey se mantenía en su paciencia taciturna: miraba al suelo y movía los labios como si rezara entre dientes. Doña Francisca, mujer poco sufrida, de sentimientos hondos, fácilmente inflamables, no disimuló la quemadura en el rostro que el bofetón inglés le había causado, y con fiera dignidad de Reina ofendida protestaba del ultraje en formas iracundas. No había consuelo para ella. La negación, burla más bien, de sus derechos, les ponía en un grado de excitación cercano a la demencia… La familia no quiso residir en Portsmouth. En una quinta de las cercanías de Gosport se instalaron los Reyes con su inmediata servidumbre. De las camaristas, yo fui la única que permaneció junto a la Reina doña Francisca, y puedo asegurar que ni una sola vez puso la Señora sus pies en la calle: tan grandes eran su tristeza y abatimiento.
Pausa larga y patética. Suspiró el caballero de San Juan, y su mirada melancólica, al vagar por la estancia como ave que busca su nido, se cruzó con la mirada igualmente desconsolada y errabunda de la señorita angélica, que figuraba en el mundanal catálogo como sobrina de la Marquesa de Subijana. Chocaron las miradas un momento; la señorita recogiose de nuevo en sí, apretando contra el cuerpo sus alas, sin decidirse a volar; rasgó el silencio una tosecilla del caballero, y al poco rato lo cortó la voz bien entonada de la señora, que así reanudaba el hilo de sus graves historias:
«Triste era la existencia de las reales personas en la soledad de Gosport. Corrieron los días con la única distracción de proyectos de viaje y planes belicosos. En diarios consejos de magnates se trataba de los arbitrios para costear la campaña en el Norte de la Península, donde ya estaba encendida la guerra; tratábase asimismo de si la presencia del Rey era o no necesaria para inflamar los ánimos de la gente carlista. Un día de gran discusión en el consejo, se levantó fuerte altercado sobre esto, y el Obispo Abarca y el francés Saint-Silvain opinaron porque el Rey se reservara, cuidando de no exponer su persona al riesgo de los combates. Presentose de improviso la Reina en medio de la junta o concilio, y con acento de dignidad y enojo soltó un severo discurso terminado con esta frase: Quien aspira a ceñirse una corona por la fuerza, no ha de mirar peligros, no ha de mirar más que a la posibilidad o certeza de lograr el triunfo.
»No fue menester más para que todos se decidieran por la presencia inevitable de Carlos V en Navarra y Guipúzcoa… Poco después, el travieso Silvain se procuraba unos pasaportes falsos expedidos a favor de Alfonso Sáez y Tomás Saubot, comerciantes en la isla de la Trinidad, y al amparo de estos papeles, partió don Carlos de Londres, atravesó el Reino de Francia, y el 1.º de Julio del 34 fue recibido en Elizondo por Zumalacárregui. Un faccioso más dijo el badulaque de Martínez de la Rosa al saber la noticia… El faccioso era el Rey, un leño más, un bosque de leña arrojado en el incendio de la guerra.
– Incendio – afirmó prontamente el Bailío – que no quedó extinguido en Vergara, sino mal tapado entre cenizas.
«Llego a lo más sensible, a la mayor amargura y desolación de la historia que me tocó presenciar, y fue la muerte de mi amada señora y Reina doña María Francisca de Braganza. La proscripción, la estrechez de la vivienda, la negrura del cielo inglés, los desaires de aquel Gobierno hereje más inclemente que cielo, suelo y clima, la incertidumbre y ¿por qué no decirlo?, la pobreza, pues Su Majestad llegó a carecer de lo más preciso, destruyeron su salud. La grande heroína quedó desarmada para la tremenda lucha que sostenía… La veíamos desmerecer por meses, por semanas. Su lozanía degeneró en extrema flaqueza. Todo en ella moría lentamente; sólo vivían en sus ojos la tristeza y la majestad. Su hermana doña Teresa y yo, únicas personas que la asistíamos con nuestro cariño y nuestros cuidados, vivíamos en constante alarma. La arrogancia, la tirantez de voluntad que sostenían, como armazón de hierro, aquella desmayada naturaleza, vinieron a tierra con dos golpes de adversidad que recibió en Mayo de aquel año funesto. El uno fue las malas nuevas que recibió del Pirineo, confirmadas por una carta de don Carlos en que le decía que, sorprendido por las avanzadas cristinas, estuvo a dos dedos de caer prisionero. Se salvó de milagro gracias a un pastor llamado Esain que en hombros le sacó por entre peñas y precipicios horribles, ocultándole en una choza».
– Fue la ocasión más crítica – dijo don Wifredo – en que se vio Su Majestad durante aquella guerra, y una de las que más claramente manifestaron la acción tutelar de la Providencia.
– Permítame usted, señor Bailío – dijo con cierto escepticismo de buen tono la Marquesa historiadora, – que dude de las bondades de la Providencia en aquellos días tristísimos. Esa señora tutelar no se dignó evitar a doña Francisca el horrible notición de la escapatoria de Carlos V, llevado a la pela por un pastor, como si fuera una oveja descarriada. Y para mayor desdicha, sobrevino nuevo altercado con las autoridades inglesas por negarle estas a la Señora los honores que a su realeza correspondían… Ardiendo en indignación, doña Francisca no se mordió la lengua. «Mis pretensiones y derechos – les dijo – nacieron conmigo; tienen un origen tan remoto y respetable como mi propia existencia. Toda detentación de estos derechos será un atropello inicuo». No se dieron por convencidos los ingleses… La infeliz Reina, sintiendo que se hundía todo su tesón, cayó moralmente desplomada, y su espíritu no alentó ya más que para prepararse a un morir cristiano… ¡Ay, señor!, no podré contar a usted la muerte de mi amada Señora sin que mis ojos se llenen de lágrimas y el corazón se me despedace. Arrebatada Su Majestad de una fiebre violentísima, estuvo algunos días entre vida y muerte. La ciencia hizo esfuerzos