Episodios Nacionales: España sin Rey. Benito Pérez Galdós
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Por aquel callejón prolongado, que es paso para el Salón de sesiones, para las escaleras, escritorio, buffet y otras piezas; colector y partidor, en fin, de todas las actividades de la casa, se fue colando trabajosamente el Bailío. Deslizándose entre los grupos, ganó la puerta del Salón llamado de conferencias, por la cual no podrían entrar juntos dos hombres de buenas carnes. Al penetrar allí, vio don Wifredo un espacio rectangular con cuatro puertas y ninguna ventana, cuatro chimeneas, alfombra rica y mesa central sostenida por cuatro quimeras. Avanzando, pudo apreciar las proporciones, holgura y simetría del local, la altura del techo, la luz amarillenta que por la claraboya de este se filtraba. El decorado y su pátina de oro viejo le hizo un efecto semejante al de los antiguos altares del renacimiento; los santos eran allí unos señores graves pintados en altos medallones. Muchos de estos aún no tenían santo… En el cuadrado salón había también tropel de diputados, tropel de gente, pues entre tantos individuos ceñudos o risueños, serios o locuaces, el buen alavés no distinguía los padres de los hermanos, sobrinos y yernos de la Patria… Con menos estrechez estaban allí que en el pasillo; algunos en movibles grupos paseaban de chimenea a chimenea; otros platicaban con indolencia en los divanes rojos.
Esparcía don Wifredo sus miradas buscando algún rostro conocido, cuando de un pelotón próximo a la mesa central se destacó el don Juan… Saludáronse con fingido afecto. Momentos después, el Bailío era presentado al pollo antequerano, don Francisco Romero Robledo. El encogimiento y la cortesía ceremoniosa del caballero alavés contrastaban con la soltura y gracia del andaluz, así como la talla corta del primero, malamente agrandada por los tacones y la bimba, quedaba deslucida por la hermosa figura del segundo, y por su arrogante juventud, el rostro animado de picardías, la palabra erizada de agudezas. No tardaron en hablar de política, asunto que abordaba con desenfado el de Antequera en todos los terrenos.
«No harán ustedes nada sin Cabrera – indicó Romero, – y Cabrera, según me ha dicho hoy un amigo que acaba de llegar de Londres, no está dispuesto a meterse en historias. Los aires de Inglaterra han amansado al tigre…».
– Con Cabrera o sin Cabrera – afirmó el alavés, que obligado se creyó a mostrar optimismo y resolución, – iremos al cumplimiento de nuestro deber para con Dios y para con la Patria… Usted, señor Romero, será de los que no quieren confesar que don Carlos es el único Rey posible en España.
– Lo que confieso y declaro es que le tengo por el único Rey imposible.
– Permítame que le diga que no es usted sincero…
– No se ofenda, señor mío, si afirmo que viven ustedes en un mundo de ilusiones engañosas… – y añadió con gracejo-: «livianas como el placer».
– Natural es, señor don Francisco, que usted y yo nos mantengamos en nuestras respectivas torres, y en ellas nos tiremos a la cabeza nuestras opiniones inconciliables.
– Yo admiro a ustedes por su fe…
– Somos los grandes convencidos.
– Pronto serán los grandes desengañados.
Sonaron los timbres llamando a sesión. Era un estridor metálico que tintinaba en diferentes partes del edificio, como el canto de un sin fin de chicharras que a la vez agitaran sus vibrantes elictros. Los diputados se dirigían hacia el Salón; algunos quedaban en el pasillo; otros entraban, subían a los escaños, a la Presidencia, o permanecían formando corros bajo las barandillas del hemiciclo. La sesión comenzaba perezosa; el Secretario rezongaba el texto del acta como una letanía. En el Salón de conferencias, observó don Wifredo que la muchedumbre política se rarificaba; vio a Romero Ortiz y Ruiz Zorrilla que pasaron presurosos con escolta de amigos locuaces; vio también a un joven de buen año que, cargado de papeles, llevaba el mismo camino (después supo que era Coronel y Ortiz); poco a poco se fue quedando solo; con aire de hastío, tan pronto miraba el reloj colocado sobre la puerta, como las figuras alegóricas pintadas en la escocia, y en esto vio entrar por la puerta del escritorio a su amigo el diputado carlista Vinader. Era un señor regordete, con larga perilla, anteojos, expresión seria, aire de actividad, como hombre abrumado de ocupaciones.
«Querido Romarate – le dijo en el tono expeditivo que en él era habitual, – supongo que irá usted a la tribuna. Suba, suba… no se entretenga, que voy a hablar en seguida… ¡Qué Gobierno! ¡Bonita está la Libertad! En mi distrito han emprendido una persecución horrorosa. Creen que podrán someternos desterrando curas y prendiendo veteranos de la otra guerra… Ya le contaré lindas cosas».
– Celebro esta ocasión de oír a usted… Pero tenga la bondad de indicarme el camino, que aún no conozco las subidas y bajadas de este establecimiento… como dijo el diputado y obrero catalán.
Cogiéndole del brazo, le llevó al pasillo y a una de las escaleras, no sin que en aquel breve tránsito hablaran de la Causa. «¿Qué hay, amigo Vinader? ¿Tenemos alguna novedad?». «Poca cosa, y esa no muy buena. El empréstito no cuaja. Los banqueros Cramer y Breda no dan lumbre sino en condiciones horribles». «¿Y el Conde de Chambord?». «Nada entre dos platos. El Duque de Módena no suelta una peseta… En fin, ya hablaremos. Suba, suba».
Indicándole la ruta que había de seguir, partió como una flecha hacia el Salón. Momentos después, el Bailío entraba en una tribuna junto a la diplomática, y tomaba sitio en la grada tercera; la primera y segunda estaban ocupadas por señoras elegantes… Un mediano rato empleó en contemplar el ancho y vistoso local, la Presidencia, las ringleras de diputados… Luego recogió sus miradas para examinar la sociedad de ambos sexos que inmediatamente le rodeaba. Abarcado todo el conjunto, lo distante y lo próximo, fijose en Vinader, que había empezado su perorata, gesticulando debajo del reloj, un poco hacia la izquierda. El sanjuanista no veía de su amigo más que la calva lustrosa, y la larga perilla que marcaba con nervioso sube y baja el ritmo de la indignación del orador. De lo que este dijo no pudo enterarse. En los escaños y en las tribunas, un murmurar hondo, como zumbido de abejorros, ponía sordina a los discursos. Diputados y público se distraían, se impacientaban…
Con ojos y oídos aplicó Romarate toda su atención a dos damas que picoteaban en la tribuna, separadas de él tan sólo por una grada. Eran la Villares de Tajo y la Campo Fresco, ambas privadas ya de toda frescura en la tez, pero conservándola en el ingenio y la palabra. No eran jóvenes, pero aún tenían ese atractivo emanado de la distinción y de la buena ropa, especie de hermosura convencional que hace las veces de la verdadera, y aun de la misma juventud. Era don Wifredo muy devoto del mujerío, aunque en las más de las ocasiones lo disimulaba, por obediencia al buen parecer y al rigor dogmático de la moral que su significación política le imponía; y entre todos los tipos femeninos, gustábale singularmente el de aquellas damas, ajadas ya, pero siempre seductoras por el prestigio heráldico y social.
Algo daría el personaje alavés por tener coyuntura de entablar conversación con las aristócratas picoteras; pero entre ellas y él había una grada donde varias señoras y señoritas provincianas y un caballero enteco hacían comentarios sobre la gallardía de los maceros, o trataban de interpretar el simbolismo histórico de las frías pinturas del techo.
El señor enclenque, con vanagloria de cicerone parlamentario, iba designando a las provincianas los diputados de más viso: