Episodios Nacionales: España sin Rey. Benito Pérez Galdós
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Muy mal le sentó al caballero de San Juan este modo irrespetuoso y burlesco de designar a los hombres de su partido y al digno diputado tradicionalista que rompía lanzas por Dios y por el Rey… No pudo contenerse: dirigió al descortés sujeto desconocido una mirada furibunda… El otro se dio por enterado, y fue más discreto en lo restante de sus informaciones, que recordaban el retablo de Maese Pedro. Tanto molestaban a don Wifredo la charla y el desenfado de aquella gente, que hizo propósito de marcharse; mas por fortuna los otros le dieron mejor solución, porque una de las señoritas se sintió sofocada del calor y pidió retirada. Verdaderamente, de Cortes y diputados tenían ya bastante, y el resto de la tarde podían emplearlo en dar otra vuelta por el Retiro. Al Bailío le vino Dios a ver cuando salieron las provincianas y el caballero enteco, no sólo porque se libraba de vecinos fastidiosos, sino porque, al quedar vacía la segunda grada, podía descender a ella y estar pegadito a las damas elegantes… Saltó, hizo el paso de un banco a otro con juvenil ligereza, y en su nuevo sitio sentía gozo indecible aspirando el sutil perfume que las aristocráticas prójimas exhalaban.
VIII
Ansioso el hombre de ser notado, tomaba las posturas más propias para caer dentro del campo de visión de sus nobles vecinas cuando volvían la cabeza. Toda exclamación de ellas, ya fuese de alabanza o de burla, la repetía y celebraba, agregándole algún fino comentario. Y tan embargado tuvo su espíritu en este juego de coquetería, que apenas se dio cuenta de que hablaba Sagasta contestando al difuso Vinader. Vagamente fijó sus miradas en el banco azul: vio los ademanes graciosos y elegantes del Ministro de la Gobernación, y oyó sus giros familiares y sus argumentos socarrones. Fue una visión rápida, porque don Práxedes se sentó pronto. La Cámara reía: don Wifredo no sabía por qué.
Inútiles eran las insinuaciones galantes del sanjuanista para enganchar la atención de las señoronas. Sonrisas, miradas, muestras de conformidad y aquiescencia, todo resultaba como pólvora mojada. Él apuntaba; pero el tiro no salía. En esto, presentose un ujier con cartuchos de caramelos que a las damas enviaba el señor Romero Robledo. Pensó el caballero alavés que sus vecinas le convidarían; pero se equivocó en este cálculo risueño. Sin percatarse de ello, también él era un poco provinciano, pues las damas no eran de esas que convidan a un desconocido, como suele acontecer en los coches de un ferrocarril ocupados por gente del montón. Observó que una y otra señora criticaban acerbamente todo lo que oían a los oradores republicanos y progresistas. Sin duda eran moderadas, de las viejas cepas de Narváez o Sartorius. Primero hablaron pestes de Montpensier, por si vendía o no vendía las naranjas de San Telmo. Luego cogieron por su cuenta a don Fernando de Portugal, un Coburgo viudo, casado después morganáticamente con una bailarina. Tembló el Bailío, sospechando que la emprenderían después contra don Carlos; pero con gran sorpresa y deleite oyó decir a la Campo Fresco: «Que no le den vueltas. El único Rey posible es don Carlos». Alguna objeción hizo la otra; pero al punto tuvo réplica categórica y contundente: «O lo aceptan trayéndole con pomada, o España le traerá con sangre. Que escojan».
Encantado de lo que oía, Romarate estuvo a punto de quebrantar la etiqueta, presentándose a sí mismo con sus títulos heráldicos y el dictado de carlista de acción, emisario probable del Rey en las Cortes extranjeras. Pero no había medio de llevar a la ejecución el atrevido pensamiento, porque las señoras, cuando él se insinuaba con ademán de romper el capullo de su timidez, volvían la cara, dejándole cortado y suspenso. Creyó notar que en una de estas cuchicheaban, se reían… El rostro de don Wifredo echaba llamas. «O son – pensó – de las que sólo tienen de damas el nombre y el traje, o también en las personas de alto abolengo se debilita, se pierde la buena crianza. Voy viendo que en este corrompido Madrid para nada existe ya la seriedad. Todo es reír, bromear, sacar chistes a cada paso, y para las cosas más graves le sueltan a usted un chascarrillo indecente».
Por fin las señoras, fatigadas ya de una sesión que les ofrecía poco interés, se levantaron para salir. En aquel momento tan propicio para una cortés aproximación, fue también desgraciado el Bailío, porque cuando alargaba su mano para ofrecer apoyo a la más próxima, vio que un brazo negro avanzó con el mismo objeto. Era brazo y mano de un cura que estaba en la tercera fila y que debía de conocer a las damas, porque algo les dijo a que ellas contestaron con sonriso… La otra recibió apoyo de un oficial de Caballería que acababa de entrar en la tribuna. «Debí acudir más pronto – se dijo don Wifredo pesaroso. Para otra vez he de procurar ser algo atrevido, pues ya veo que este Madrid liberalesco y corrupto es de los desaprensivos, tirando un poco a desvergonzados».
A la tarde siguiente fue don Wifredo más venturoso, porque desde que entró en la tribuna le sonrió la suerte por la linda boca y ojos de una señora que le tocó por vecina. Era jamona, risueña, larga de lengua y opulenta de pechuga, corta de resuello por las apreturas del corsé, el rostro harto retocado de afeites, tan cargadita de buenas joyas como aliviada de cortedad. Su desembarazo era tal, que apenas vio a su lado a Romarate, trabó conversación con él: «Caballero, váyame diciendo… ¿quién es el que habla? ¿Y aquellos de enfrente son los Ministros?… ¡Oh!, sí, ya distingo a Prim: le conozco por los retratos… El que ahora entra es Topete… Dispénseme; pero soy de Cáceres; nunca he visto esto: hoy vengo aquí por vez primera… Estaremos aquí un mes, ni un día más… Pero no faltaremos a ninguna sesión… Esto es precioso… Lo que queremos es oír discursos de esos que levantan ampolla…».
Hablaba en plural, porque acompañada iba de otra jamona, flácida, desvaída y fulastre de vestimenta, con trazas de parienta pobre. Derritiéndose de cortesía, respondió don Wifredo al atropellado interrogar de la señora cacerense, y viendo la fácil llaneza con que esta se insinuaba y su airoso desprecio de toda discreción, entendió que el cielo aquella tarde le deparaba conquista segura, y se dispuso a proseguirla y rematarla del modo más gallardo. No necesitaba ser atrevido, porque la dama le había tomado la delantera en las audacias, y su alma, saliéndosele por ojos y boca, buscaba el alma del caballero. En la finura, este se quebraba de puro sutil.
«Mi deber de informante, señora – le dijo, – me obliga a prevenir a usted que ese a quien ahora se concede la palabra es don José María Orense, Marqués de Albaida. Aquí le tiene usted, debajo de esta tribuna, en el escaño más alto». Atendió la dama gorda, y viendo que el orador era de edad madura, salió con este donoso comentario: «Caballero, usted comprenderá que no viene una de Cáceres a oír a los oradores viejos, sino a los jóvenes». Celebró la gracia el alavés, y ambos escucharon al orador, que explanaba una idea conforme con el dicho de la gordinflona; pedía que al llegar a los veinte años adquiriesen todos los españoles el derecho de sufragio.
«Este buen señor – dijo el Bailío – es hombre agudo, franco, noblote, y de los que expresan su opinión sin rodeos. Por su llaneza me gusta, por su honradez es digno de admiración; pero a mí no hay quien me quite de la cabeza que en