Episodios Nacionales: España sin Rey. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: España sin Rey - Benito Pérez Galdós

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ordinaria: «El mundo va caminando ahora cacia la variedad… Todo es de otra manera… ¿No lo entiende? Pues hasta en mi pueblo lo entendemos».

      El buen castellano viejo, con ribetes de manchego por su lógica refranesca y su diáfano estilo, defendía la juventud, y con gracejo hablaba de santones y santoncitos, acusando a los viejos de que en sus manos se desacreditaban los movimientos populares. Le respondió Sagasta, imitándole en el razonar marrullero y en los tópicos aforísticos. Ambos hicieron reír con sus donaires al ilustrado concurso, y la cuestión entre jóvenes y viejos pasó, no a la Historia, sino al Limbo de una Comisión parlamentaria y somnífera. Entrose luego en lo que llaman Orden del día, que era el proyecto de Constitución en su totalidad, y dieron la palabra a un orador joven que se sentaba en el banco de la Comisión, detrás del de los Ministros… A la preguntona de Cáceres no supo contestar el sanjuanista. Había visto al orador en el Salón de conferencias: de él había oído que era uno de los jóvenes que más alto picaban en la predicación política; pero no se acordaba de su nombre. Felizmente, uno de la tribuna, con voz alegre, lo soltó en la grada más alta, y pronto corrió de boca en boca: «Es Moret… ese Moret, Segismundo…». «¡Ah!, sí, Moret y Prendergast».

      Apenas empezó el orador, supo cautivar al auditorio. La dama cacereña, con sus gemelos chiquitos de teatro, hizo de él un examen atento. «¡Qué guapo es! – dijo sin poner frenos a su admiración; y pasando los gemelitos a la pariente pobre, agregó: «Mira, Jesusa, qué hombre más guapo». Luego le tocó el turno a don Wifredo en el uso del óptico instrumento. Ver de cerca al orador y oír los encomios de la señora, era todo uno. «¿Verdad que es guapísimo? ¡Y qué cuerpo tan gallardo, qué actitudes y qué mover de brazos!». No tuvo el Bailío más remedio que asentir a cuanto se le decía, pues la urbanidad y sus designios de conquistador así se lo ordenaban.

      Reconocía el ilustre alavés, en su fuero interno, que Moret hablaba con perfección: dominaba las ideas, y con arte supremo las iba presentando engarzadas; dominaba el lenguaje, que era en su boca un esclavo sumiso y servidor diligente. Pero con todo esto y su airosa figura, el orador le encocoraba, porque defendía el proyecto del Gobierno, y para don Wifredo nadie que patrocinase las ideas septembristas podía ser de su agrado y devoción. Además, los elogios desmedidos de la señora, flores con que a cada párrafo y a cada triquitraque adornaba la persona del caballero parlante, fueron parte a que el de San Juan le tomase ojeriza. ¡Vaya con los hombres guapos! Cuando tuviera más confianza con la cacereña, le diría que otras cualidades, más que la pulidez del rostro y la buena caída de ojos, deben ser estimadas en el hombre.

      La simplicidad de la dama era realmente encantadora: con igual candor colmaba de elogios al joven por su gentileza, y declaraba después que no había entendido ni jota del discurso. Y no era que Moret fuese obscuro; al contrario, su verbo resplandecía de claridad. Pero la extremeña era absolutamente indocta en aquellas materias, y no sabía más sino que el orador hilaba bien sus razones. A pesar de esto, el discurso le parecía largo. ¿Por qué no acababa ya? ¿Por qué no cogía otro la palabra?…

      Viéndola con trazas de aburrimiento, el conquistador creyó llegada la ocasión de encaminarse resueltamente a su negocio, y comenzó a disponer sus artilugios de amor fino, que eran, en verdad, harto anticuados y candorosos. Preguntitas, manifestaciones de gustos y preferencias, un discreto lamentar de la suerte por no encontrar las personas dignas de confianza y afecto… todo fue saliendo quedito y con delicadeza de los labios del caballero de San Juan… Tenía él vivos deseos de ir a Cáceres. Debía de ser un pueblo muy hermoso, de aspecto noble, como residencia de nobles familias… ¡Lástima que la señora ¡ay!, no estuviera más tiempo en Madrid! ¿Por qué no quedarse siquiera hasta San Isidro?… Él había simpatizado atrozmente con la señora, cuyo nombre aún ignoraba… La señora ¡ay!, era de esas personas que con sólo una palabra, un suspiro, dejan traslucir un alma hermosísima… Él era hombre que siempre ponía por encima de todo las dotes del alma… Por nacimiento, por educación y por pertenecer a una de las más venerables Órdenes de Caballería, su línea de conducta frente al bello sexo era la de una consumada delicadeza…

      Y al cabo de estos requilorios del manido formulario del año 43, hizo la extremeña nuevos derroches de simplicidad. «Mi esposo – dijo – es también muy caballero… ha sido militar… Pronto le verá usted… Abajo está conferenciando con los diputados de Cáceres, señor Conde de Torre Orgaz y don Vicente Hernández… Quedó en subir a recogerme… Hilarión ha sido militar, como digo… Sirvió con Espartero, que le quería como a un hijo… Es hombre de muy mal genio y de pocos amigos… pero en el fondo, un ángel… Como usted, es delicado con las señoras, verbigracia, conmigo, pues para él no hay más bello sexo que yo… Y si para mí es de rosas, para todos es ortiga, y no tiene más ley ni más roque que el puntillo de honor».

      Como gotas de hielo cayeron estas cláusulas bobas sobre el arrebatado corazón del sanjuanista. Y aún tuvo que oír mayores candideces de la dama extremeña. Era natural de Coria, hija única de padres muy ricos, que no aprobaban la boda con Hilarión. Este la depositó contra viento y marea. Era un hombre terrible. Toda Coria se alborotó… Hilarión tuvo seis desafíos… Iba al campo del honor como quien va a beberse un vaso de agua…

      No hubo de esperar Romarate largo tiempo para conocer al truculento esposo de la dama frescachona… Aún no había terminado Segismundo su bella oración; aún se regocijaban los oyentes de abajo y arriba con la admirable ilación discursiva, cuando don Wifredo vio aparecer en la primera grada de la tribuna la procesora estampa de un caballero. Era él; era el Hilarión, el Perseo de la fábula cauriense. Su esposa, su Andrómeda, desde la grada inferior, le dio a conocer por las miradas que entre uno y otra se cruzaron. El Bailío clavó en él los ojos, y obligado fue a retirarlos al punto, pues los del sujeto no admitían persistencia de extraña mirada.

      Lo culminante del rostro terrible de don Hilarión era un bigote tan grande, que con él podrían hacerse hasta una docena, de regulares proporciones para hombres bien barbados o bigotudos. Más que bigotes eran dos cortinas que arrancaban del labio superior, y con pelo de la cara hábilmente dispuesto se prolongaban hasta los hombros. El color negro, retinto, abetunado, hacía más terroríficas las magníficas excrecencias capilares, obra de los años y de un cultivo esmeradísimo. El hombre las alisaba y repartía a un lado y otro con suaves pases de su mano, como diciendo: «Aquí hay un león que tiene por melenas estos signos de virilidad, y con ellos cita y emplaza a cuantos varones andan por el mundo armados de ordinarios bigotes».

      Concluían la figura del respetable don Hilarión dos ojos fulgurantes, que eran pregoneros de la marcialidad y guapeza del negro aparato bigotil, y más arriba lucía la bóveda de una lustrosa calva. En la nítida y bien planchada pechera ostentaba el hombre un grueso brillante, cuyos destellos eran el adorno retórico de aquella firmísima provocación caballeresca o matonil. Don Wifredo, dentro de su sayo, tembló y soltó la risa.

      Puso punto final Moret en su gallarda peroración, recibiendo aplausos y felicitaciones de los circunstantes, y en aquella coyuntura o paréntesis levantose la extremeña para subir hacia su marido, que con bigotudos signos (que en él las miradas eran también mostachos espeluznantes) la llamaba. Por distracción sin duda, que a otra cosa no puede achacarse la falta, la señora no se despidió del galán su amable vecino; no tuvo para él un movimiento de cabeza ni una sonrisa de las que a los guapos oradores prodigaba. Al subir de grada en grada, su corpulencia y anchuras lozanas fueron gran molestia para los asistentes a la tribuna. Todo lo recogió el fantasmón de los bigotes, dueño indiscutible de aquellos ricos tocinos extremeños. El último detalle fue que si la dama gorda no hizo al salir ningún aprecio del desconsolado caballero de Jerusalén, en cambio la otra señora o mujer, la que don Wifredo calificó de parienta pobre, le agració con una sonrisa y una mirada… del año 43. Y el Bailío de Nueve Villas, aunque la tal no era bella ni joven, lo agradeció cumplidamente, porque el mirar delicado y el lánguido sonreír respondían a sus arcaicas artes de amor, encastilladas en la tradición y refractarias al progreso.

      IX

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