Episodios Nacionales: España sin Rey. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: España sin Rey - Benito Pérez Galdós

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demagógica de esta pobre familia degenerada, lo que observé esta tarde me bastaría para formar juicio. Cuando llegué, la Marquesa leía… Para recibirme y saludarme, dejó el libro en el velador cercano… De soslayo lo miré… ¿Qué libro era, Dios mío? Pues Los miserables de Víctor Hugo… Áteme usted esa mosca… Y dama aristocrática me soy… y ex camarista de la Reina legítima. ¿Qué idea tendrá esta gente de la legitimidad, y de los sagrados derechos, y de la verdadera y única Religión?».

      Después de comer con menguado apetito, salió como de costumbre a gustar las delicias de la fresca noche de Madrid, que es uno de los mejores recreos de esta villa, entonces descoronada. Solía don Wifredo dar unas vueltas, de nueve a diez, embozado en su capita, por la calle del Príncipe y Carrera de San Jerónimo. Su caballerosidad y catolicismo no le estorbaban para distraerse viendo las niñas guapas, y en seguimiento de ellas las acechaba para observarlas a su antojo al pasar ante el resplandor de los escaparates. Aquella noche no faltó a su rutina… Más desconsolado que nunca se retiró a su vivienda después del ojeo, y al acostarse le acometió de nuevo la fiebre del monólogo.

      «Y ahora resulta – se dijo – que el don Juan de Urríes es un pillastre, un hombre sin conciencia, que desconoce las leyes elementales de la delicadeza y del honor… ¡Vive Dios!, no esperaba el muy ladrón que yo le sorprendiese en delito flagrante de infidelidad. ¡Oh, qué pensaría Fernanda si supiera que su prometido se entretiene en abrasar y derretir con amores, que a mí me parecen impuros, a esta dislocada mística rubia, a esta diablesa con ojos y cabello de serafines, blanca, modosa, tan pronto sentimental y llorona, como avispada y picaresca!… ¡Y qué diría de semejante canallada don Santiago Ibero, persona recta y pundonorosa, aunque progresista!… Ahora se me ocurre que yo, como amigo leal de aquella noble familia, debo tomar cartas en el asunto… ¡Sí…! ¿Somos acaso caballeros de relumbrón, o lo somos para sacar el pecho bravamente en defensa de los ultrajados y adelantarnos al castigo de los que olvidan las leyes del honor?… ¡Oh, Fernanda hermosa, la más arrogante, la más honesta y pulcra doncella que Dios ha puesto en el mundo!, ¿quién te había de decir que este Bailío de San Juan habría de ser mantenedor de tu inocencia, burlada por un libertino?… Por el nombre que llevo y el hábito que visto, no pasará el día de mañana sin que yo me plante frente al señor de Urríes y le exija reparación, y le amenace con los furores de mi justicia implacable, si no rinde su necia vanidad de seductor ante la belleza y honestidad de la sin par Fernanda Ibero…». Con estas belicosas ideas se durmió al fin el caballero de Jerusalén, abandonando su noble cabeza sobre la almohada hospederil.

      VI

      Al despertar a la siguiente mañana, lo primero que en sí notó el puntilloso Romarate fue una remisión notoria de la fiebre caballeresca. Saltó del lecho, y mientras se aseaba y acicalaba, reanudó sus cavilaciones, dándoles nuevo giro, por efecto del bálsamo de mansedumbre que el sueño había difundido en su alma. «La noche me ha dado serenidad bastante para ver que no siendo yo padre, ni hermano, ni tío siquiera, de la sin par Fernanda, no me corresponde pedirle cuentas a ese don Juan de los agravios hechos o por hacer a tan primorosa doncella. Si fuese huérfana o estuviese sola en el mundo, bien estaría mi metimiento en este negocio, y el exponer mi vida por la justicia y el honor».

      Poco después, hallándose en medio de la estancia, con sus escasos pelos mojados y tiesos, la cara enrojecida del frotar de la toalla, se decía: «Y has de tener muy en cuenta, Wifredo de mi alma, que si ese bergante de Urríes hace contigo el jaquetón y te arrastra a un duelo de verdad, has de verte apuradillo. Eres poco fuerte en toda clase de armas: en esgrima no pasas de discípulo chambón, y en el tiro de pistola pones la bala en todas partes menos en el blanco… Por una verdadera irrisión social, estos señoritos calaveras son espadachines y tiradores muy temibles. Maldita gracia tiene que Urríes te mande al otro mundo, por el desaire de una niña bonita que no ha sido tu novia ni cosa tal… Bien mirado, resulta absurdo y casi ridículo que sea yo caballero de la insigne y militar Orden de San Juan de Jerusalén, que pueda usar un largo y severo manto con cruz roja de ocho puntas, que me cubra con un birrete, y ciña espadín, y que con todos esos arreos carezca de la más elemental destreza en el manejo de las armas…». En su corto paseo matinal, camino de la peluquería donde se afeitaba, pensó también el Bailío que no debía poner el caso en conocimiento de la familia de Fernanda, pues no era compatible la dignidad de un caballero con la soplonería y el llevar y traer chismajos.

      Aquella noche no visitó a la Marquesa. No quería estorbar, ni tampoco ser impertinente o desairado testigo de la conversación y de los melindres, ojeadas y muequecillas que habrían de cruzarse entre los enamorados. Sabía que por las noches iban tía y sobrina a la parroquia de San Sebastián, donde a la sazón se celebraba solemne novena de los Dolores. A la hora que le pareció más oportuna, requirió don Wifredo el tapujo de su capita, y embozado a la picaresca se situó en la calle de Cañizares al acecho de las damas, por ver si el amigo las acompañaba a la novena. Al cuarto de hora de centinela, distinguió el alavés la figura talluda y airosa de don Juan de Urríes. Junto a él iba Céfora, picoteando; detrás la muchacha, que era una mostrenca de nariz roma y ademanes silvestres, llamada Sagrario. ¡La Marquesa se había quedado en casa… embebecida en Los miserables de Víctor Hugo!… La sorpresa que embargó el alma hidalga de Romarate, trocose prontamente en ira; apretó los dientes, imprecó al cielo con una mirada y al suelo con pataditas, masculló una frase corajuda, y dijo al fin con Jovellanos: ¡Oh vilipendio, oh siglo!…

      De aquel innoble desaguisado tenían la culpa la Enciclopedia, Voltaire, d’Alembert, Diderot, y toda la taifa precursora y actora de la infernal Revolución francesa… De aquella ciénaga desbordada venía la corrupción de las costumbres en esta pobre España. Por obra y gracia de los emigrados, importadores del vicio mental, y de los masones y revolucionarios, puros monos de imitación, habían quedado estos reinos limpios y rasos de sus tradicionales virtudes. Apenas quedaban ya damas verdaderas; apenas teníamos hombres de honor. Urgía restaurar la patria, empezando por sus quebrantados cimientos…

      Las sospechas del alavés llegaron a lo más abominable. Determinó trasladar su punto de acecho desde la calle de Atocha a la de las Huertas, pues ya tenía noticia del fácil juego que ofrecen a los amantes en este Madrid las iglesias de dos puertas. Poco trecho medió entre lo sospechado y lo sucedido: a los cinco minutos de estar en el nuevo atisbadero, vio salir por el patio de San Sebastián a Urríes y Céfora, solitos, presurosos, escurriéndose con disimulo entre la multitud que entraba… Siguieron el galán y la niña calle abajo, arrimándose a las casas, como en requerimiento de la obscuridad; llevaban el paso ligero; ocultaba ella su rostro entre los pliegues de la mantilla, y él se alzaba el cuello del gabán, so color de poner reparo al fresco de la noche. El Bailío les siguió a distancia… les vio torcer a la derecha, metiéndose por una transversal… De la calle del León pasaron a la de San Juan… Adelante siempre los bultos recatados. Detrás, a distancia, el embozado espía…

      Pasaron la niña y su amigo a otra calle que don Wifredo desconocía… Entró por ella y no vio nada. La escurridiza pareja se perdió, filtrándose por alguna pared, o sumiéndose por algún traicionero callejón o puerta disimulada. Quedó perplejo y muy dolido de su chasco el buen Bailío, y se abstuvo de proseguir su persecución indiscreta. No era de caballeros apurar el espionaje. Su mal humor fue expresado con patada violenta… Dio media vuelta brusca, como girando sobre un pivote, y marcó la retirada. Terribles cosas escupía su boca contra la felpa del embozo. «¡A qué ignominias ha llegado esta nación! Crea usted en purezas de niñas angelicales, en virtudes de Marquesas tronadas y codiciosas, en palabras de galanes bien vestidos y dicharacheros!… ¿En dónde estoy?… Siento asco… Vuélvome a casa… ¿Dónde habrá personas decentes con quienes tú puedas hablar, Wifredo de mi alma?… Sin duda, todo Madrid es pestilencia…».

      La retirada del caballero fue triste y no sin peripecias. Perdido en las calles, fue a salir frente al Congreso, cuya fachada le sirvió para orientarse. Y a la tarde siguiente (¡oh incongruencia bárbara de la sociedad matritense y de la nueva neurosis de que atacada estaba toda la nación!), le recibieron las de Subijana con las demostraciones más

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