Episodios Nacionales: España sin Rey. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: España sin Rey - Benito Pérez Galdós

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de su familia y servidumbre, con entero conocimiento, despidiéndose de todos en tierno lenguaje, que parecía descender del cielo, grandiosamente, santamente, entregó su alma al Señor a las once y treinta y cinco minutos de la mañana del 11 de Junio.

      Gimoteando terminó la noble dueña su página histórica, y la señorita angélica rompió a llorar amargamente.

      «Esta niña – indicó la Marquesa, tratando de contener su propia emoción – es tan sensible, que no puedo referir delante de ella los trances dolorosos de nuestra Causa sin que se deshaga en lágrimas, como usted ve. Hija del alma, sosiégate. Han pasado más de treinta años desde aquellos días tristes, y ahora esperamos días risueños».

      Ni con estas palabras afectuosas se le calmó a la sobrinita la congoja, que más parecía mal de corazón… Contagiose la tía, y por no ser menos, también se afectó dolorosamente don Wifredo, que hubo de llevarse a los ojos su pañuelo marcado con la cruz de San Juan de Jerusalén sobre las iniciales.

      V

      «No haga usted caso, señor Bailío – dijo la dama, limpiándose el mojado rostro. Es que somos tan desgraciadas, y con tanta saña se ceba en nosotras el infortunio, que por cualquier cosa, por un triste recuerdo, por una palabra de ternura, nos convertimos en Magdalenas…».

      El noble caballero, dominando la parte de emoción que le había tocado, empleó toda su elocuencia en sosegar a tía y sobrina, logrando al fin que se iniciara lo que en lenguaje clásico se llamaba descordojo, o sea, el alivio de la congoja y el dulce placer que sigue a las fuertes aflicciones. Por fin, a ratos condolido, a ratos consolado, los ojos de Romarate se embelesaban en la admiración de la señorita, cuya belleza no desmerecía con el llorar. Aunque la nariz se le había puesto muy colorada, y la boca se contraía con muequecillas poco estéticas, don Wifredo la consideraba tan bonita como los ángeles que acompañan en su duelo a Nuestra Señora de las Angustias.

      Sosegadas tía y sobrina, entraron los tres en conversación de cosas positivas y tocantes a intereses, y el alavés pudo enterarse de que el bienestar de ambas señoras dependía de una resolución del Consejo de Estado. En Madrid tenía la Marquesa conocimiento con personajes de los que la Revolución había puesto en candelero. Sin ningún escrúpulo solicitaba y obtenía el amparo de tales hombres, pues todo debía posponerlo al rescate de su hacienda. Semejante contubernio con los enemigos del Trono y el Altar no le parecía bien a Romarate; pero se calló por no tener aún confianza para contrariar a las señoras en puntos tan delicados…

      La visita de aquel día fue demasiado larga para ser la primera. Cada vez que don Wifredo pedía venia para retirarse, le instaban a permanecer un poquito más; pero al fin dejáronle salir, sin agotar los variados temas que, unos tras otros, enredándose como cerezas, se suscitaban. Al retirarse caviloso a su estancia, el sanjuanista no veía los caracteres de la dama y damisela con claridad satisfactoria. Pensando más en ello, se dijo: «Pocos días, pocas horas quizás de conocimiento bastarán para disipar la neblina que las envuelve, a no ser que su disimulo sea más fuerte que mi penetración. Estate en guardia, Wifredo, que para ti está guardado este precioso enigma».

      En las visitas siguientes, las obscuridades, lejos de disiparse, aparecieron más espesas a los ojos del caballero. En una larga conversación que tuvo con la sobrina (cuyo nombre familiar era Céfora, elipsis de Nicéfora), revelose en la niña un conocimiento de cosas místicas y aun teológicas, que no por superficial dejaba de ser gracioso. Sin duda, su adolescencia precoz se apacentó en variadas lecturas; seguramente cayeron en sus manos, tras de las novelas sentimentales y enredosas, obras de literatura sagrada o de ejercicios devotos a la moderna, y en aquel feraz campo espigó ideas, hechos y conclusiones referentes a la vida inmortal.

      Y cuando Céfora, después de pasearse un ratito por los Lugares teológicos, se declaraba horrorizada de la terrenal existencia y querenciosa de la paz del claustro, saltaba la Marquesa con estas doloridas manifestaciones: «Han sido inútiles mis esfuerzos para desviarla de esos caminos… Buena es la inclinación hacia la verdad, excelente el estudio de cuanto conduce a Dios; mas para determinarse a encerrar la vida en el rigor y dureza de un monasterio, hace falta mayor reflexión. Verónica es una criatura, y su vocación no ha pasado por las pruebas que han de darle la debida consistencia. ¿No está conforme conmigo el señor Bailío?».

      Sí que lo estuvo don Wifredo; y penetrado de que la señorita procedía con infantil precipitación y aturdimiento en sus anhelos de vida ascética, en tal sentido la sermoneó con palabra cortés y un poquito galante. Pero la niña defendía su criterio con tesón y eruditas razones, y un mover de sus ojos azules, y un accionar de manos y brazos, que al alma del Bailío llevaban más trastorno que convencimiento.

      No acababa de convencerse el caballero de San Juan de la sinceridad de Céfora en aquel orden de ideas, y su confusión subió de punto una tarde oyéndola tratar materias muy distintas. Esquivando la disputa de temas religiosos, habló de re mundanal y suntuaria, de costumbres y devaneos cortesanos con un conocimiento, ¡ay, ay!, y con una picardía, que hicieron a don Wifredo el efecto de un tiro… Pero la gran sorpresa, más bien espanto, del ilustre alavés, fue al anochecer de aquel mismo día, cuando vio entrar de visita, con la desenvoltura y modos familiares de una firme amistad, al caballero andaluz don Juan de Urríes y Ponce de León.

      El estupor dejó mudo a Romarate por algunos segundos. Don Juan tardó más de la cuenta en encontrar la fórmula de saludo. Pero recobrándose, como hombre muy corrido, disimuló lo desagradable de aquel encuentro. Alegre y cordial fue la salutación de las señoras, y en ellas se traslucía que el amigo había estado ausente un par de semanas. Con toda su agudeza no pudo evitar Urríes cierto embarazo en la conversación, y don Wifredo, de puro cortado, trabucaba los conceptos. Pero su confusión no le impidió advertir el extremado gozo de la señorita teóloga ante el gallardo sujeto recién venido.

      Los ojos de Céfora brillaron: en ellos jugueteaba una luz que por convencionalismo seguiremos llamando celestial. Al buen alavés le parecieron más azules, más expresivos, húmedos de candorosa emoción. Corrían las miradas de la niña hacia la faz del caballero, como si quisieran sorprender sus pensamientos antes de que los expresara. Tan aturdido estaba el noble personaje carlista, que a ratos cerraba sus ojos para descansar de una visión que le resultaba odiosa. Sostuvo la conversación, no sin sutilezas de su mente, para evitar una retirada brusca, y al fin, en cuanto halló coyuntura de fácil salida, pidió la venia, y despidiéndose de Urríes y de las señoras con afectadas finezas, se puso en salvo.

      Muy alterado estuvo el caballero de San Juan aquella noche. La ira prendió en su noble alma, y con la ira tomaron en ella mayor vuelo los sentimientos de hidalguía y caballerosidad. Paseándose en corto dentro de la brevedad de su aposento, encasquetado el sombrero de copa y sin quitarse los guantes que llevó a la visita, monologueaba de este modo: «Tan ángel es como mi abuela. ¿Y de aquellas teologías, de aquel llanto por la muerte de doña Francisca, ocurrida treinta años ha, qué debo pensar? O es loca de remate, o una consumada histrionisa… Bien he visto que Urríes le ha sorbido el seso… ¿Y cómo compaginamos amor de hombre y devoción del Santísimo Sacramento? ¡Oh corrompida sociedad; oh fruto venenoso de las doctrinas de la maldita Enciclopedia; oh burla de Dios y risotadas del diablo! ¡A lo que ha llegado esta pobre España, el país de las damas honestas, de los caballeros sin mancilla y de la exaltada fe religiosa! Aquí tenéis vuestra obra, revolucionarios; ved la sentina de vuestra España con honra».

      Quitábase los guantes y con furia los arrojaba en el velador; dejaba sobre la cómoda el sombrero con violento golpe que parecía indicar poca estimación de aquella noble prenda, y aguardando el aviso de doña Leche para la comida (que allí a la francesa se servía, con los garbanzos por la noche), daba más cuerda a sus alborotados pensamientos: «Ya veo claro que si la sobrina es una comedianta, la tía es el prototipo de la trapisonda. ¡Y quieren hacerme creer que son partidarias de los que defendemos a rajatabla el Trono y el Altar! Si así pensaran, ¿cómo

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