Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles - Benito Pérez Galdós

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style="font-size:15px;">      – ¡Ah, señora! – exclamé con énfasis. – Un hombre que ama no sabe lo que dice. Veo que es un desatino.

      – Un desatino relativo – repuso. – Pero ahora comprendo que os estáis burlando de mí. Os habéis enamorado de una cómica y queréis hacerla pasar por gran señora.

      – Cuando entremos en Salamanca podré convencer a usted de que no me burlo.

      – No dudo que haya cómicos en el país, ni menos cómicas guapas – dijo riendo. – Hace dos días pasó por delante de mí una compañía que me recordó el carro de las Cortes de la Muerte. Iban allí siete u ocho histriones, y, en efecto dijeron que iban a Salamanca.

      – Llevaban dos o tres carros. En uno de ellos iban dos mujeres, una de ellas hermosísima. Venían de Plasencia.

      – Me parece que sí.

      – Y en otro carro llevaban lienzos pintados.

      – Los habéis visto; pero no sabéis lo que yo sé. Cuando pasaron por delante de mí, sorprendiéndome por su extraño aspecto que me recordaba una de las más graciosas aventuras del Libro, un vecino de Puerto de Baños me dijo: «Esos no son cómicos sino pícaros masones que se disfrazan así para pasar por entre los españoles, que les descuartizarían si les conocieran».

      – No me dice usted nada que yo no sepa – contesté. – Señora, ¿ha oído usted decir a lord Wellington cuándo lanzará nuestros regimientos sobre Salamanca?

      – Impaciente estáis… Quiero saber otra cosa. ¿Amáis a vuestra Dulcinea de una manera ideal y sublime, embelleciéndola con vuestro pensamiento aún más de lo que ella es en sí, atribuyéndole cuantas perfecciones pueden idearse y consagrándole todos los dulces transportes de un corazón siempre inflamado?

      – Así, así mismo, señora – dije con entusiasmo que no era enteramente falso, y deseando ver a dónde iba a parar aquella misteriosa mujer, cuyo carácter comenzaba a penetrar. – Parece que lee usted en mi alma como en un libro.

      Después que oyó esto, permaneció largo rato en silencio, y luego reanudó el diálogo con una brusca variación de ideas, que era la tercera en aquel extraño coloquio.

      – Caballero, ¿tenéis madre? – me dijo.

      – No señora.

      – ¿Ni hermanas?

      – Tampoco. Ni madre, ni padre, ni hermanos, ni pariente alguno.

      – Veo que está muy malparado el linaje de Hércules. De modo que estáis solo en el mundo – añadió con acento compasivo. – ¡Desgraciado caballero! ¿Y esa gran señora, cómica, o mujer masónica, os ama?

      – Creo que sí.

      – ¿Habéis hecho por ella sacrificios, arrostrado peligros y vencido obstáculos?

      – Muchísimos; pero son nada en comparación con lo que aún me resta por hacer.

      – ¿Qué?

      – Una acción peligrosa, una locura; el último grado del atrevimiento. Espero morir o lograr mi objeto.

      – ¿Tenéis miedo a los peligros que os aguardan?

      – Jamás lo he conocido – respondí con una fatuidad, cuyo recuerdo me ha hecho reír muchas veces.

      – Estad tranquilo, pues los aliados entrarán en Salamanca, y entonces fácilmente…

      – Cuando entren los aliados, mi enemigo y su víctima habrán huido corriendo hacia Francia. Él no es tonto… Es preciso ir a Salamanca antes…

      – ¡Antes de tomarla! – exclamó con asombro.

      – ¿Por qué no?

      – Caballero – dijo súbitamente deteniendo el paso. – Veo que os estáis burlando de mí.

      – ¡Yo, señora! – contesté algo turbado.

      – Sí; me ponéis ante los ojos una aventura caballeresca, que es pura invención y fábula; os pintáis a vos mismo como un carácter superior, como un alma de esas que se engrandecen con los peligros, y habéis adornado la ficción con hermosas figuras de Dulcinea y encantadores, que no existen sino en vuestra imaginación.

      – Señora mía, usted…

      – Tened la bondad de acompañarme a mi alojamiento. El olor de esos pinares me marea.

      – Como usted guste.

      Confieso ¿por qué no confesarlo? que me quedé algo corrido.

      La elegante inglesa no me dijo una palabra más en todo el camino, y cuando subimos a casa de Forfolleda y la conduje a su cuarto, que ya empezaba a figurárseme regio camarín tapizado de rasos y organdíes, metiose en su tugurio como un hada en su cueva, y dándome desabridamente las buenas noches, corrió los cerrojos de oro… o de hierro, y me quedé solo.

      X

      Acomodándome en mi lecho, hablé conmigo de esta manera:

      – ¿La tal inglesa será una de esas mujeres de equívoca honradez que suelen seguir a los ejércitos? Las hay de diferentes especies; pero en realidad, jamás vi en pos de los soldados de la patria ninguna tan hermosa ni de porte tan noble y aristocrático. He oído que tras el ejército francés van pájaros de diverso plumaje. ¡Bah!… ¿pues no dicen que Massena ha tenido tan mala suerte en Portugal por la corrupción de sus oficiales y soldados, y aun por sus propios descuidos con ciertas amazonas muy emperifolladas que andaban en los campamentos tan a sus anchas como en París?…

      Después dando otra dirección a mis ideas, dije a punto que empezaba a embargarme el dulce entorpecimiento que precede al sueño:

      – Tal vez me equivoque. Después de haber conocido a lord Gray, no debo poner en duda que las extravagancias y rarezas de la gente inglesa carecen de límite conocido. Tal vez mi compañera de alojamiento sea tan cabal que la misma virginidad parezca a su lado una moza de partido, y yo estoy injuriándola. Mañana preguntaré a los oficiales ingleses que conozco… Como no sea una de esas naturalezas impresionables y acaloradas que nacen al acaso en el Norte, y que buscan como las golondrinas los climas templados, bajan llenas de ansiedad al Mediodía, pidiendo luz, sol, pasiones, poesía, alimento del corazón y de la fantasía, que no siempre encuentran o encuentran a medias; y van con febril deseo tras de la originalidad, tras las costumbres raras y adoran los caracteres apasionados aunque sean casi salvajes, la vida aventurera, la galantería caballeresca, las ruinas, las leyendas, la música popular y hasta las groserías de la plebe siempre que sean graciosas.

      Diciendo o pensando así y enlazando con éstos otros pensamientos que más hondamente me preocupaban, caí en profundísimo sueño reparador. Levanteme muy temprano a la mañana siguiente, y sin acordarme para nada de la hermosa inglesa, cual si la noche limpiara todas las telas de araña fabricadas y tendidas el día anterior dentro de mi cerebro, salí de mi alojamiento.

      – Marchamos hacia San Muñoz – me dijo Figueroa, oficial portugués amigo mío que servía con el general Picton.

      – ¿Y el lord?

      – Va a partir

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