Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles - Benito Pérez Galdós

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style="font-size:15px;">      – ¿Se ha roto usted alguna pierna?

      – No, caballero… veré si puedo salir.

      – Un esfuerzo… Si tardamos un instante los dos caeremos abajo.

      No puedo describir los prodigios de mecánica que ambos hicimos. Ello es que en casos tan apurados, el cuerpo humano, por maravilloso instinto, imprime a sus miembros una fuerza que no tiene en instantes ordinarios, y realiza una serie de admirables movimientos que después no pueden recordarse ni repetirse. Lo que sé es que como Dios me dio a entender, y no sin algún riesgo mío, saqué a la desconocida de aquel grave compromiso en que se encontraba, y logré al fin verla en tierra. Asido a las piedras la sostuve y me fue forzoso llevarla en brazos al camino.

      – Eh, Tribaldos, cobarde, holgazán – grité a mi asistente que había acudido en mi auxilio, – ayúdame a salir de aquí.

      Tribaldos y otros soldados, que no me habían prestado socorro hasta entonces, me ayudaron a salir; porque es condición de ciertas gentes no arrimarse al peligro que amenaza sino al peligro vencido, lo cual es cómodo y de gran provecho en la vida.

      Una vez arriba, la desconocida dio algunos pasos.

      – Caballero, os debo la vida – dijo recobrando el perdido color y el brillo de sus ojos.

      Era como de veinte y tres años, alta y esbelta. Su airosa figura, su acento dulce, su hermoso rostro, aquel tratamiento de vos que ceremoniosa me daba, sin duda por poseer a medias el castellano, me hicieron honda y duradera impresión.

      VIII

      Apoyose en mí, quiso dar algunos pasos; mas al punto sus piernas desmayadas se negaron a sostenerla. Sin decir nada la tomé en brazos y dije a Tribaldos:

      – Ayúdame; vamos a llevarla a nuestro alojamiento.

      Por fortuna este no estaba lejos, y bien pronto llegamos a él. En la puerta la inglesa movió la cabeza, abrió los ojos y me dijo:

      – No quiero molestaros más, caballero. Podré subir sola. Dadme el brazo.

      En el mismo momento apareció presuroso y sofocado un oficial inglés, llamado sir Tomás Parr, a quien yo había conocido en Cádiz, y enterado brevemente de la lamentable ocurrencia, habló con su compatriota en inglés.

      – ¿Pero habrá aquí una habitación confortable para la señora? – me dijo después.

      – Puede descansar en mi propia habitación – dijo el dómine que había bajado oficiosamente al sentir el ruido.

      – Bien – dijo el inglés. – Esta señorita se detuvo en Ciudad-Rodrigo más de lo necesario y ha querido alcanzarnos. Su temeridad nos ha dado ya muchos disgustos. Subámosla. Haré venir al médico mayor del ejército.

      – No quiero médicos – dijo la desconocida. – No tengo herida grave: una ligera contusión en la frente y otra en el brazo izquierdo.

      Esto lo decía subiendo apoyada en mi brazo. Al llegar arriba dejose caer en un sillón que en la primera estancia había y respiró con desahogo expansivo.

      – A este caballero debo la vida – dijo señalándome. – Parece un milagro.

      – Mucho gusto tengo en ver a usted, mi querido Sr. Araceli – me dijo el inglés. – Desde el año pasado no nos habíamos visto. ¿Se acuerda usted de mí… en Cádiz?

      – Me acuerdo perfectamente.

      – Usted se embarcó con la expedición de Blake. No pudimos vernos porque usted se ocultó después del duelo en que dio la muerte a lord Gray.

      La inglesa me miró con profundo interés y curiosidad.

      – Este caballero… – dijo.

      – Es el mismo de quien os he hablado hace días – contestó Parr.

      – Si el libertino que ha hecho desgraciadas a tantas familias de Inglaterra y España hubiese tropezado siempre con hombres como vos… Según me han dicho, lord Gray se atrevió a mirar a una persona que os amaba… La energía, la severidad y la nobleza de vuestra conducta son superiores a estos tiempos.

      – Para conocer bien aquel suceso – dije yo, no ciertamente orgulloso de mi acción, – sería preciso que yo explicase algunos antecedentes…

      – Puedo aseguraros que antes de conoceros, antes de que me prestaseis el servicio que acabo de recibir, sentía hacia vos una grande admiración.

      Dije entonces todo lo que la modestia y el buen parecer exigían.

      – ¿De modo que esta señora se alojará aquí?, – me dijo Parr. – Donde yo estoy, es imposible. Dormimos siete en una sola habitación.

      – He dicho que le cederé la mía, la cual es digna del mismo sir Arturo – dijo Forfolleda, pues este era el nombre del dómine.

      – Entonces estará bien aquí.

      Sir Tomás Parr habló largamente en inglés con la bella desconocida y después se despidió. No dejaba de causarme sorpresa que sus compatriotas abandonasen a aquella hermosa mujer que sin duda debía de tener esposo o hermanos en el ejército; pero dije para mí: «será que las costumbres inglesas lo ordenan de este modo».

      En tanto la señora de Forfolleda (pues Forfolleda tenía señora) bizmó el brazo de la desconocida, y restañó la sangre de la rozadura que recibiera en la cabeza, con cuya operación dimos por concluidos los cuidados quirúrgicos y pensamos en arreglar a la señora cuarto y cama en que pasar la noche.

      Un momento después el precioso cuerpo de la dama inglesa descansaba sobre un lecho algo más blando que una roca, al cual tuve que conducirla en mis brazos, porque la acometió nuevamente aquel desmayo primero que la imposibilitaba toda acción corporal. Ella me dio las gracias en silencio volviendo hacia mí sus hermosos ojos azules, que dulcemente y con la encantadora vaguedad y extravío que sigue a los desmayos se fijaron, primero en mi persona y después en las paredes de la habitación. Más la miraba yo y más hermosa me parecía a cada momento. No puedo dar idea de la extremada belleza de sus ojos azules. Todas las facciones de su rostro distinguíanse por la más pura corrección y finura. Los cabellos rubios hacían verosímil la imagen de las trenzas de oro tan usada por los poetas, y acompañaban la boca los más lindos y blancos dientes que pueden verse. Su cuerpo atormentado bajo las ballenas de un apretado jubón, del cual pendían faldas de amazona, era delgadísimo, mas no carecía de las redondeces y elegantes contornos y desigualdades que distinguen a una mujer de un palo torneado.

      – Gracias, caballero – me dijo con acento melancólico y usando siempre el vos. – Si no temiera molestaros, os suplicaría que me dieseis algún alimento.

      – ¿Quiere la señora un pedazo de pierna de carnero – dijo Forfolleda, que arreglaba los trastos de la habitación, – unas sopas de ajo, chocolate o quizás un poco de salmorejo con guindilla? También tengo abadejo. Dicen que al Sr. D. Arturo le gusta mucho el abadejo.

      – Gracias – repuso la inglesa con mal humor, – no puedo comer eso. Que me hagan un poco de té.

      Fui a la cocina, donde la señora de Forfolleda me dijo que allí no había té ni cosa que lo pareciese, añadiendo que si ella probara tan sólo un buche de tal

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