Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles - Benito Pérez Galdós

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Dios baje a mis manos. ¡Es terrible sentirse uno con el corazón y el espíritu todo dispuesto a la santidad, y no poder conseguir el perfecto estado! Yo me desespero y lloro en silencio, al ver cuán felices son otros frailes de mi Orden, los cuales disfrutan con la paz más pura, las delicias de visiones santas, que son el más regalado manjar del espíritu. Unos en sus meditaciones ven ante sí la imagen de Cristo crucificado, mirándolos con ojos amorosísimos; otros se deleitan contemplando la celestial figura del Niño Dios; a otros les embelesa la presencia de Santa Catalina de Siena o Santa Rosa de Viterbo, cuya castísima imagen y compuestos ademanes incitan a la oración y a la austeridad; pero yo ¡desgraciado de mí! yo, pecador abominable, que sentí quemadas mis entrañas por el mundano amor, y me alimenté con aquel rocío divino de la pasión, y empapé el alma en mil liviandades inspiradas por la fantasía, me he enfermado para siempre de impureza, me he derretido y moldeado en un desconocido crisol que me dejó para siempre en aquella ruin forma primera. No puedo ser santo, no puedo arrojar de mí esta segunda persona que me acompaña sin cesar. ¡Oh maldita lengua mía! Yo había dicho: «Quiero unirme a ella en la vida, en la sepultura y en la eternidad», y así está sucediendo.

      Fray Juan de Dios bajó la cabeza y permaneció largo rato meditando.

      VI

      – ¿En qué nuevas formas se ha presentado? – le pregunté.

      – Una mañana iba yo por el campo, y abrasado por la sed busqué un arroyo en que apagarla. Al fin bajo unos frondosos álamos que entre peñas negruzcas erguían sus viejos troncos, vi una corriente cristalina que convidaba a beber. Después que bebí senteme en una peña, y en el mismo instante cogiome la singular zozobra que me anunciaba siempre la influencia del ángel del mal. A corta distancia de mí estaba una pastora; ella misma, señor, hermosa como los querubines.

      – ¿Y guardaba algún rebaño de vacas o carneros?

      – No señor, estaba sola, sentada como yo sobre una peña, y con los nevados pies dentro del agua, que movía ruidosamente haciendo saltar frías gotas las cuales salpicando me mojaron el rostro. Había desatado los negros cabellos y se los peinaba. No puedo recordar bien todas las partes de su vestido; pero sí que no era un vestido que la vestía mucho. Mirábame sonriendo. Quise hablar y no pude. Di un paso hacia ella y desapareció.

      – ¿Y después?

      – La volví a ver en distintos puntos. Yo me encontraba dentro de Ciudad-Rodrigo cuando la asaltó el lord en Enero de este mismo año. Hallábame sirviendo en el hospital, cuando comenzó el cerco, y entonces otros buenos padres y yo salimos a asistir a los muchos heridos franceses que caían en la muralla. Yo estaba aterrado, pues nunca había visto mortandad semejante, e invocaba sin cesar a la divina Madre de Nuestro Señor para que por su intercesión se amansase la furia de los anglo-portugueses. El día 18 el arrabal, donde yo estaba, diome idea de cómo es el infierno. Deshacíase en mil pedazos el convento de San Francisco, donde íbamos colocando los heridos… Los franceses burlábanse de mí, y como a los frailes nos tenían mucha ojeriza por creernos autores de la resistencia que se les hace, me maltrataron de palabra y obra… ¡Ay! cuando entraron los aliados en la plaza, yo estaba herido, no por las balas de los sitiadores, sino por los golpes de los sitiados. Los ingleses, españoles y portugueses entraron por la brecha. Al oír aquel laberinto de imprecaciones victoriosas, pronunciadas en tres idiomas distintos, sentí gran espanto. Unos y otros se destrozaban como fieras… yo exánime y moribundo, yacía en tierra en un charco de sangre y fango y rodeado de cuerpos humanos. Abrasábame una sed rabiosa, una sed, querido señor mío, tan ardiente como si mis venas estuviesen llenas de fuego, y la boca, lengua y paladar fuesen en vez de carne viva y húmeda, estopa inerte y seca. ¡Qué tormento! Yo dije para mí: «Gracias a ti, Señor, que te has dignado llevarme a tu seno. Ha llegado la hora de mi muerte». No había acabado de decirlo, mejor dicho, de pensarlo, cuando sentí en mis labios el celeste contacto del agua fresca. Suspiré y mi espíritu sacudió su fúnebre sopor. Abrí los ojos y vi pegada a mis ardientes labios una blanca mano, en cuya palma ahuecada brillaba el cristalino licor tan fresco y puro como el manar de la rústica fuente.

      – ¿Y en qué traza venía entonces la señorita Inés?

      – Venía de monja.

      – ¿Y las monjas daban de beber en el hueco de la mano?

      – Aquélla sí. Pintar a usted cuán hermosa estaba su cara entre las blancas tocas y cuán bien le sentaba la austeridad de la pobre estameña del traje, me sería imposible. Apenas la miré cuando voló de súbito, dejándome más sediento que antes.

      – Una cosa me ocurre, Sr. Juan de Dios – dije condolido en extremo de la extraña enfermedad del desgraciado hospitalario – y es que siendo esa persona un artificio del más malo, del más pícaro y desvergonzado espíritu creado por Dios, y habiendo ocasionado a usted tantos disgustos, congojas, mortales ansias y acalorados paroxismos, parecía natural que la tomase usted en aborrecimiento y que viese en ella más bien una espantable y horrenda fealdad que ese portento de hermosura que con tanto deleite encarece.

      Fray Juan de Dios suspiró tristemente y me dijo:

      – El Malo no presenta jamás a nuestros ojos cosas aborrecibles ni repugnantes, sino antes bien hermosas, odoríferas, o gratas al paladar, al olfato, al oído y al tacto. Bien sabe él lo que se hace. Si ha leído usted la vida de la madre Santa Teresa de Jesús, habrá visto que alguna vez el demonio le pintó delante la imagen de Nuestro Señor Jesucristo para engañarla. Ella misma dice que el Malo es gran pintor y añade que cuando vemos una imagen muy buena, aunque supiésemos la ha pintado un mal hombre, no dejaríamos de estimarla.

      – Eso está muy bien dicho… Se me ocurre otra cosa. Si yo hubiera sido atormentado de esa ruin manera por el espíritu maligno, el cual según voy viendo es un redomado tunante, habría tratado de perseguir la imagen, de tocarla, de hablarle, para ver si efectivamente era vana ilusión o materia corpórea.

      – Yo lo he hecho, querido señor y amigo mio – repuso el hospitalario con acento ya debilitado por el mucho hablar – y nunca he podido poner mis manos sobre ella, habiendo conseguido tan sólo una vez tocar el halda de su vestido. Puedo asegurar a usted que a la vista su figura se me ha representado siempre como una criatura humana con su natural espesor, corpulencia y el brillo y la dulzura de los ojos, el dulce aliento de la boca, y la añadidura del vestido flotando al viento, en fin, todo en tal manera fabricado que es imposible no creerla persona viva y como las demás de nuestra especie.

      – ¿Y siempre se presenta sola?

      – No señor, que algunas veces la he visto en compañía de otras muchachas, como por ejemplo en Sevilla el año pasado. Todas eran obra vana de la infernal industria, pues desaparecieron con ella, como multitud de luces que se apagan de un solo soplo.

      – ¿Y siempre desaparecen así como luz que se apaga?

      – No señor, que a veces corre delante de mí, y la sigo, y o se pierde entre la multitud, o avanza tanto en su camino que no puedo alcanzarla. Un día la vi en una soberbia cabalgadura que corría más que el viento, y ayer la vi en un carro.

      – ¿Que corría también como el viento?

      – No señor, pues apenas corría como un mal carro. La visión de ayer ofrece para mí una particularidad aterradora, y que me prueba cierta recrudescencia y gravedad del mal que padezco.

      – ¿Por qué?

      – Porque ayer me habló.

      – ¿Cómo? – exclamé sonriendo, mas no asombrado del extremo a que llegaban las locuras de mi amigo.

      – ¿Habló

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