Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles - Benito Pérez Galdós страница 9
– Sí señor: veo que se asombra usted y lo comprendo, porque el caso no es para menos. Delante iban algunos hombres a caballo; luego seguía un carro con dos mujeres, y después otro carro con decoraciones y trebejos de teatro, todos quemados y hechos pedazos.
– Hermano, usted se burla de mí – dije levantándome de súbito y volviéndome a sentar, impulsado por ardiente desasosiego.
– Cuando la vi, señor mío, experimenté aquel calofrío, aquella sensación entre placentera y dolorosa que acompaña a mis terribles crisis.
– ¿Y cómo iba?
– Triste, arropada en un manto negro.
– ¿Y la otra mujer?
– Engañosa imaginación también, sin duda, la acompañaba en silencio.
– ¿Y los hombres que iban a caballo?
– Eran cinco, y uno de ellos vestía de juglar con calzón de tres colores y montera de picos. Disputaban, y otro de ellos, que parecía mandar a todos, era una persona de buena apostura y presencia, con barba picuda como la del demonio.
– ¿No sintió usted olor de azufre?
– Nada de eso, señor. Aquellos hombres hablaban con animación y nombraron a unos soldados que les habían quemado sus infernales cachivaches.
– Sospecho, querido hermano Juan – dije con turbación – que ya no es usted solo el endemoniado, sino que yo lo estoy también, pues esos cómicos, y esas mujeres, y esos carros, y esos trastos escénicos son reales y efectivos, y aunque no los vi, sé que estuvieron en Santibáñez de Valvaneda. ¿Sería que alguna de las cómicas se le antojó a usted ser la misma persona de marras, sin que en esto hubiese la más ligera picardía por parte de la majestad infernal?
– Bien he dicho yo – continuó el fraile con candor – que esta aparición de hoy es la más extraordinaria y asombrosa que he tenido en mi vida, pues en ella la demoniaca hechura ha presentado tales síntomas, señales y vislumbres de realidad, que al más licurgo y despreocupado engañaría. Esta es también la primera vez que la imagen querida, además de tomar cuerpo macizo de mujer, ha remedado la humana voz.
– ¿Ha hablado?
– Sí señor; ha hablado – dijo el hospitalario con terror. – Su voz no es la misma que aún resuena en mis oídos, desde que la oí en casa de Requejo, así como su figura en el día de hoy me ha parecido más hermosa, más robusta, más completa y más formada. Tal como la vi en el convento, en el bosque, en la iglesia y en Ciudad-Rodrigo era casi una niña, y hoy…
– Pero si habló, ¿qué dijo?
– Yo me acerqué al carro, la miré, mirome ella también… Sus ojos eran rayos que me quemaban cuerpo y alma. Luego apareció asombrada, muy asombrada… ¡Ay! sus labios se movieron y pronunciaron mi propio nombre. «Sr. Juan de Dios, dijo, ¿se ha hecho usted fraile?…». Me pareció que iba yo a morir en aquel mismo momento. Quise hablar y no pude. Ella hizo ademán de darme una limosna, y de pronto el hombre que parecía mandar a todos, como advirtiera mi presencia junto al carro de las cómicas, detuvo el caballo, y volviéndose me dijo con voz fiera: «Largo de aquí, holgazán pancista». Ella dijo entonces: «Es un pobre mendicante que pide limosna». El hombre alzó el palo para pegarme y ella dijo: «Padre, no le hagas daño».
– ¿Está usted seguro de que dijo eso?
– Sí, seguro estoy; mas el infame, como criatura infernal que era, enemigo natural de las personas consagradas al servicio de Dios, llamome de nuevo holgazán, y recibí al mismo tiempo tal porrazo en la cabeza, que caí sin sentido.
– Sr. Juan de Dios – le dije después de reflexionar un poco sobre lo extraño de aquella aventura – júreme usted que es verdad cuanto ha dicho y que no es su ánimo burlarse de mí.
– ¡Yo burlarme, señor oficial de mi alma! – exclamó el hospitalario, que estuvo a punto de llorar viendo que se ponía en duda su veracidad. – Cierto es lo que he dicho, y tan evidente es que hay demonio en el infierno, como que hay Dios en el cielo, pues infinito es en el mundo el número de casos de obsesión, y todos los días oímos contar nuevas tropelías y estupendas gatadas del mortificador del linaje humano.
– ¿Y no puede usted precisar el sitio en que ocurrió eso del carro de comediantes?
– Pasado Santibáñez de Valvaneda, como a tres leguas. Iban a buen paso camino de Salamanca.
El infeliz hospitalario no podía mentir, y en cuanto a la endemoniada composición de las cosas y personas referidas, yo tenía mis razones para creer que entre los primeros y el último encuentro del fraile había alguna diferencia.
De nuevo le insté para que tomase alguna cosa, y segunda vez se resistió a dar a su cuerpo regalo alguno. Ya nos disponíamos a marchar, cuando le vi palidecer, si es que cabía mayor grado de amarillez en su amojamada carne; le vi aterrado, con los ojos medio salidos del casco, el labio inferior trémulo y toda su persona desasosegada. Miraba a un punto fijo detrás de mí, y como yo rápidamente me volviese y nada hallase que pudiera motivar aquel espanto, le pregunté la causa de sus terrores y si allí entre tantos soldados se atrevía Satanás a hacer de las suyas.
– Ya se ha desvanecido – dijo con voz débil y dejando caer desmayadamente los brazos.
– ¿Pues qué, otra vez ha estado aquí?
– Sí en aquel grupo donde bailan los soldados… ¿Ve usted que hay allí unas mozas de San Esteban?
– Es cierto; pero o yo he olvidado la cara de la señora Inés, o no está entre ellas – repuse sin poder contener la risa. – Si estuviera, bien se le podían decir cuatro frescas por ponerse a bailar con los soldados.
– Pues dude usted de que ahora es de día, señor mío – afirmó no repuesto aún de la emoción – pero no dude usted de que estaba allí. Veo que el demonio recrudece sus tentaciones y aumenta el rigor de sus ataques contra los reductos de mi fortaleza, y esto lo hace porque estoy pecando…
– ¿Pecando ahora, pecando por hablar con un antiguo amigo?
– Sí señor, pues pecar es entregar sin freno el espíritu a los deleites de la conversación con gente seglar. Además he estado aquí descansando más de hora y media, cosa que en tres años no he hecho, y he gustado de la fresca sombra de estos árboles. Alma mía – añadió con exaltado fervor – arriba, no duermas, vigila sin cesar al enemigo que te acecha, no te entregues al corruptor deleite de la amistad, ni desmayes un solo momento, ni pruebes las dulzuras del reposo. Alerta, alerta siempre.
– ¿Se marcha usted ya? – dije, al ver que desataba al buen pollino. – Vamos, no rechazará usted este pedazo de pan para el camino.
Tomolo y poniéndoselo en la boca al pacífico asno, que no estaba sin duda por cenobíticas abstinencias, cogió él para sí un puñado de yerba y la guardó en el seno.
– O es un farsante – dije para mí – o el más puro y candoroso beato que ciñe el cíngulo monacal.
– Buenas tardes, Sr. D. Gabriel – dijo con humilde acento. – Me voy a Béjar para seguir mañana a Candelario, donde tenemos un hospital. ¿Y usted, a dónde marcha?
– ¿Yo? a donde me lleven;