Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles - Benito Pérez Galdós

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donde a la grata sombra de algunos corpulentos y frescos árboles nos prepararon nuestros asistentes una frugal comida.

      – Ate usted su burro en el tronco de un árbol – dije a mi antiguo amigo – y acomódese sobre este césped junto a mí, para que demos al cuerpo alguna cosa, que todo no ha de ser para el alma.

      – Haré compañía al Sr. D. Gabriel – dijo Juan de Dios humildemente luego que ató la cabalgadura. – Yo no como.

      – ¿Qué no come? ¿Por ventura manda Dios que no se coma? ¿Y cómo ha de estar dispuesto a servir al prójimo un cuerpo vacío? Vamos, Sr. Juan de Dios, deje a un lado esa cortedad.

      – Yo no como viandas aderezadas en cocina, ni nada caliente y compuesto que tenga olor a gastronomía.

      – ¿Llama gastronomía a este carnero fiambre y seco y a este pan más duro que la roca?

      – Yo no puedo probar eso – repuso sonriendo. – Me alimento tan sólo con yerbas del campo y raíces silvestres.

      – Hombre, lo admiro; pero francamente… Al menos beberá usted un trago. Es de Rueda.

      – No bebo más que agua.

      – ¡Hombre… agua y yerbecitas del campo! Lindo comistrajo es ese. En fin, si de tal modo se salva uno…

      – Ya hace tiempo que hice voto firmísimo de vivir de esa manera, y hasta hoy, D. Gabriel mío, aunque no limpio de pecados, tengo la satisfacción de no haber cometido el de faltar a mi voto una sola vez.

      – Pues no insisto, amigo. No se vaya usted a condenar por culpa mía. La verdad es que tengo un hambre… Pobre Sr. Juan de Dios…

      – ¡Quién había de decir que nos encontraríamos después de tantos años…! ¿No es verdad?

      – Sí señor.

      – Yo creí que usted había pasado a mejor vida. Como desapareció…

      – Entré en la Orden en Enero del año 9. Acabé mis primeros ejercicios en Marzo y recibí las primeras órdenes el año último. Todavía no soy fraile profeso.

      – ¡Cuántas cosas han pasado desde que no nos vemos!

      – ¡Sí señor, cuántas!

      – Usted, retirado del mundo, vive de un modo beatífico sin penas ni alegrías, contento de su estado…

      Juan de Dios exhaló un suspiro profundísimo y después bajó los ojos. Observándole bien, advertí las señales que en su extenuado rostro patentizaban no ser jactancia de beato aquello de las campestres yerbecitas y agua de los arroyos cristalinos. Bordeaba sus ojos un cerco violáceo muy intenso que hacía más vivo el brillo de sus pupilas, y marcándosele los huesos de la cara bajo la estirada y amarillenta piel. Su expresión era la de las almas exaltadas por una piedad que igualmente hace sus efectos en el espíritu y en el sistema nervioso. Misticismo y enfermedad al mismo tiempo es una devoción singular que ha llevado hermosísimas figuras al cielo de las grandezas humanas. Si en un principio creí ver en Juan de Dios un poco de artificio e hipocresía, muy luego convencime de lo contrario, y aquel santo varón arrojado por las tempestades mundanas a la vida contemplativa y austera, estaba inflamado por un fervor tan ardiente y verdadero. Se le veía quemarse, se observaba la combustión de aquel cuerpo, que poco a poco se convertía en ceniza, calcinado por la llama de la espiritual calentura; se veía que aquel hombre apenas tocaba a la tierra, apenas al mundo de los vivos, y que la miserable arcilla que aún mantenía el noble espíritu con endeble atadura, se iba descomponiendo y desmenuzando grano a grano.

      – Es admirable, amigo mío – le dije – que haya llegado a tan lisonjero estado de santidad un hombre que no se vio libre ciertamente de las pasiones mundanas.

      La fisonomía de fray Juan de Dios contrájose con ligero temblor. Pero serenándose al punto su rostro, me dijo:

      – ¿No sabe usted qué ha sido de aquellos benditos señores de Requejo? Sentiría que les hubiese pasado alguna desgracia.

      – No he vuelto a saber de ellos. Estarán cada vez más ricos, porque los pícaros hacen fortuna.

      El fraile no hizo gesto alguno de asentimiento.

      – Pero Dios les habrá castigado al fin – continué – por los martirios que hicieron padecer a aquella infeliz muchacha…

      Al decir esto advertí que en las venas de aquel miserable cuerpo humano, que la tumba pedía para sí, quedaba todavía un resto de sangre. Bajo la piel de la cara se traslucieron por un instante las hinchadas venas azules, y un ligero tinte amoratado encendió la austera frente. No me hubiera sorprendido más ver una imagen de madera sonrojándose al contacto del beso de las devotas.

      – Dios sabrá lo que tiene que hacer con los señores de Requejo por esa conducta – me contestó.

      – Creo que no le será indiferente a usted saber el fin que ha tenido aquella desgraciada joven.

      – ¿Indiferente? no – repuso poniéndose como un cadáver.

      – ¡Oh! Las personas destinadas a padecer… – dije observando atentamente la impresión que en el santo producían mis palabras. – Aquella pobre joven tan buena, tan bonita, tan modesta…

      – ¿Qué?

      – Ha muerto.

      Yo creí que Juan de Dios se conmovería al oír esto; pero con gran sorpresa vi su rostro resplandeciente de serenidad y beatitud. Mi asombro llegó a su colmo cuando en tono de convicción profundísima, dijo:

      – Ya lo sabía. Murió en el convento de Córdoba, donde la encerró su familia en Junio de 1808.

      – ¿Y cómo sabe usted eso? – pregunté respetando el engaño del pobre agustino.

      – Nosotros tenemos visiones singulares. Dios permite que por un estado especial de nuestro espíritu, sepamos algunos hechos ocurridos en país lejano, sin que nadie nos los cuente. Inés murió. Yo la he visto repetidas veces en mis éxtasis, y es indudable que sólo se nos presenta la imagen de las personas que han tenido la suerte de abandonar para siempre este ruin y miserable mundo.

      – Así debe de ser.

      – Así es, aunque los torpes ojos del cuerpo crean otra cosa. ¡Ay! Los del alma son los que no se engañan nunca, porque hay siempre en ellos un rayo de eterna luz. La corporal vista es un órgano de quien dispone a su antojo el demonio para atormentarnos. Lo que vemos en ella es muchas veces ilusorio y fantástico. Yo, Sr. D. Gabriel, padezco tormentos muy horrorosos por las continuas pruebas a que sujeta mi espíritu el Señor de cielo y tierra, y por los pérfidos amaños del ángel de las tinieblas, que anhelando perderme, juega con mis débiles sentidos y se burla de esta desgraciada criatura.

      – Querido amigo, cuénteme usted lo que pasa. Yo también sirvo a veces de juguete y mofa a ese señor demonio, y puedo dar a usted algún buen consejo sobre el modo de vencerle y burlarse de él en vez de ser burlado.

      V

      – Puesto que usted ha nombrado a una persona que tanta parte ha tenido en que yo abandonase el perverso siglo, y puesto que usted conoció entonces mis secretos, nada debo ocultarle. Cuando Dios me crió dispuso que padeciese, y he padecido como ningún otro mortal sobre

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