Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles - Benito Pérez Galdós

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me he puesto el corbatín del revés… dame acá esa casaca, bruto… pues no me iba sin ella.

      – El general le espera a usía. De abajo se sienten las patadas y voces que da en su alojamiento.

      Al bajar a la plaza, ya los incómodos viajeros habían desaparecido. D. Carlos España me salió al encuentro diciéndome:

      – Acabo de recibir un despacho del lord, mandándome marchar hacia Santi Spíritus… Arriba todo el mundo; tocar llamada.

      Y así concluyó un incidente que no debiera ser contado, si no se relacionara con otros curiosísimos que se verán a continuación.

      IV

      Dejando el camino real a la derecha, nos dirigimos por una senda áspera y tortuosa para atravesar la sierra. Vino la aurora y el día sin que en todo él ocurriese ningún suceso digno de ser marcado con piedra blanca, negra ni amarilla, mas en el siguiente tuve un encuentro que desde luego señalo como de los más felices de mi vida.

      Marchábamos perezosamente al medio día sin cuidado ni precauciones, por la seguridad de que no encontraríamos franceses en tan agrestes parajes. Iban cantando los soldados, y los oficiales disertando en amena conversación sobre la campaña emprendida, dejábamos a los caballos seguir en su natural y pacífica andadura, sin espolearles ni reprimirles. El día era hermoso, y a más de hermoso algo caliente, por lo cual caía la llama del sol sobre nuestras espaldas, calentándolas más de lo necesario.

      Yo iba de vanguardia. Al llegar a la vista de San Esteban de la Sierra, pueblo pequeño, rodeado de frondosa verdura y grata sombra de árboles, a cuyo amparo habíamos resuelto sestear, sentí algazara en los primeros grupos de soldados, que marchaban delante, rotas las filas y haciendo de las suyas con los aldeanos que se parecían en el camino.

      – No es nada, mi comandante – me contestó Tribaldos, a quien pregunté la causa de tan escandalosa gritería. – Son Panduro y Rocacha que han topado con un fraile agustino, y más que agustino pedigüeño, y más que pedigüeño tunante, el cual no se apartó del camino cuando la tropa pasaba.

      – ¿Y qué le han hecho?

      – Nada más que jugar a la pelota – respondió riendo. – Su paternidad llora y calla.

      – Veo que Rocacha monta un asno y corre en él hacia el lugar.

      – Es el asno de su paternidad, pues su paternidad trae un asno consigo cargado de nabos podridos.

      – Que dejen en paz a ese pobre hombre, ¡por vida de!… – exclamé con ira – y que siga su camino.

      Adelanteme y distinguí entre soldados, que de mil modos le mortificaban, a un bendito cogulla, vestido con el hábito agustino, y azorado y lloroso.

      – ¡Señor – decía mirando piadosamente al cielo y con las manos cruzadas – que esto sea en descargo de mis culpas!

      Su hábito descolorido y lleno de agujeros cuadraba muy bien a la miserable catadura de un flaquísimo y amarillo rostro, donde el polvo con lágrimas o sudores amasado formaba costras parduscas. Lejos de revelar aquella miserable persona la holgura y saciedad de los conventos urbanos, los mejores criaderos de gente que se han conocido, parecía anacoreta de los desiertos o mendigo de los caminos. Cuando se vio menos hostigado, volvió a todos lados los ojos buscando su desgraciado compañero de infortunio, y como le viese volver a escape y jadeando, oprimidos los ijares por el poderoso Rocacha, se apresuró a acudir a su encuentro.

      En tanto yo miraba al buen fraile, y cuando le vi volver, tirando ya del cordel de su asno reconquistado, no pude reprimir una exclamación de sorpresa. Aquella cara, que al pronto despertó vagos recuerdos en mi mente, reveló al fin su enemiga, y a pesar de la edad transcurrida y de lo injuriada que estaba por años y penas, la reconocí como perteneciente a una persona con quien tuve amistad en otro tiempo.

      – Sr. Juan de Dios – exclamé deteniendo mi caballo a punto que el fraile pasaba junto a mí. – ¿Es usted o no el que veo dentro de esos hábitos y detrás de esa capa de polvo?

      El agustino me miró sobresaltado, y luego que por buen rato me contemplara, díjome así con melifluo acento:

      – ¿De dónde me conoce el señor general? Juan de Dios soy, en efecto. Doy las gracias a su eminencia por haber mandado que me devolvieran el burro.

      – ¿Eminencia me llama usted…? – repuse. – Todavía no me han hecho cardenal.

      – En mi turbación no sé lo que me digo. Si su alteza me da licencia, me retiraré.

      – Antes pruebe a ver si me conoce. ¿Mi cara ha variado tanto desde aquel tiempo en que estábamos juntos en casa de D. Mauro Requejo?

      Este nombre hizo estremecer al buen agustino, que fijó en mí sus ojos calenturientos, y más bien espantado que sorprendido dijo:

      – ¿Será posible que el que tengo delante sea Gabriel? ¡Jesús mío! Señor general, ¿es usted Gabriel, el que en Abril de 1808…? Lo recuerdo bien… Deme usted a besar sus pies… ¿Conque es Gabriel en persona?

      – El mismo soy. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos encontrado! Usted hecho un frailito…

      – Para servir a Dios y salvar mi alma. Hace tiempo que abracé esta vida tan trabajosa para el cuerpo como saludable para el alma. ¿Y tú, Gabriel?… ¿Y usted Sr. D. Gabriel, se dedicó a la milicia? También es honrosa vida la de las armas, y Dios premia a los buenos soldados, algunos de los cuales santos han sido.

      – A eso voy, padre, y usted parece que ya lo ha conseguido, porque su pobreza no miente y su cara de mortificación me dice que ayuna los siete reviernes.

      – Yo soy un humildísimo siervo de Dios – dijo bajando los ojos – y hago lo poco que está en mi miserable poder. Ahora, señor general, experimento mucho gozo en ver a usted… y en reconocer al generoso mancebo que fue mi amigo, y con esto y su venia, me retiro, pues este ejército va sierra adentro, y yo busco el camino real.

      – No permito que nos separemos tan pronto, amigo mío, usted está fatigado y además no tiene cara de haber cumplido aquel precepto que manda empiece la caridad por uno mismo. En ese pueblo descansará el regimiento. Vamos a comer lo que haya, y usted me acompañará para que hablemos un poco, refrescando viejas memorias.

      – Si el señor general me lo manda, obedeceré, porque mi destino es obedecer – dijo marchando junto a mí en dirección al pueblo.

      – Veo que el asno tiene mejor pelaje que su dueño y no se mortifica tanto con ayunos y vigilias. Le llevará a usted como una pluma, porque parece una pieza de buena andadura.

      – Yo no monto en él – me respondió sin alzar los ojos del suelo. – Voy siempre a pie.

      – Eso es demasiado.

      – Llevo conmigo este bondadoso animal para que me ayude a cargar las limosnas y los enfermos que recojo en los pueblos para llevarlos al hospital.

      – ¿Al hospital?

      – Sí, señor. Yo pertenezco a la Orden Hospitalaria que fundó en Granada nuestro santo padre y patrono mío el gran San Juan de Dios, hace doscientos y setenta años poco más o menos. Seguimos en nuestros estatutos la regla del gran San Agustín, y tenemos hospitales en varios pueblos de España. Recogemos los mendigos de los caminos, visitamos las casas de

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