Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV - Benito Pérez Galdós страница 11

Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

En cuanto a mí, siempre me han hecho gracia estos tipos de la vanidad humana, que son sin disputa los que más divierten y los que más enseñan.

      Como hombre poco dispuesto a transigir con las novedades peligrosas, y enemigo del jacobinismo, el marqués se esforzaba en conseguir que su persona fuese espejo fiel de sus elevados pensamientos, así es que miraba con desdén los trajes de moda, y tenía gusto en sorprender al público elegante de la corte y villa con vestidos anticuados de aquellos que sólo se veía ya en la veneranda persona de algún buen consejero de Indias. Así es que si usó hasta 1798 la casaca de tontillo y la chupa mandil, en 1807 todavía no se había decidido a adoptar el frac solapado y el chaleco ombliguero, que los poetas satíricos de entonces calificaban de moda anglo-gala.

      Me falta añadir que el marqués, con su anti-jacobinismo y su peluca empolvada, digna de figurar en las Juntas de Coblentza, había sido hombre de costumbres bastante disipadas. En la época de mi relación la edad le había corregido un poco, y todas sus calaveradas no pasaban de una benévola complicidad en todos los caprichos de su sobrina. No vacilaba en acompañarla a sus excursiones y meriendas en la pradera del Canal o en la Florida, con gente de categoría muy inferior a la suya. Tampoco ponía reparos en ser su pareja en las orgías celebradas en casa de la González o la Prado, pues tío y sobrina gustaban mucho de aquella familiaridad con cómicos y otra gente de parecida laya. Excusado es decir que tales excursiones eran secretas y tenían por único objeto el esparcir y alegrar el espíritu abatido por la etiqueta. ¡Pobre gente! Aquellos nobles que buscaban la compañía del pueblo para disfrutar pasajeramente de alguna libertad en las costumbres estaban consumando, sin saberlo, la revolución que tanto temían, pues antes de que vinieran los franceses y los volterianos y los doceañistas, ya ellos estaban echando las bases de la futura igualdad.

      VI

      Lesbia, dando golpecitos con su abanico en el hombro de Isidoro, decía:

      – Estoy muy enfadada con usted Sr. Máiquez, sí señor, muy enfadada.

      – ¿Porque he representado mal esta tarde? – contestó el actor. – Pepilla tiene la culpa.

      – No es eso – continuó la dama, – y me las pagará Vd. todas juntas.

      Al oír esto, Isidoro inclinó la cabeza. Lesbia acercó su rostro, y habló tan bajo, que ni yo ni los demás entendimos una palabra; pero por la sonrisa de Máiquez se adivinaba que la dama le decía cosas muy dulces. Después continuaron hablando en voz baja, y el uno atendía a las palabras del otro con tal interés, daban tanta fuerza y energía al lenguaje de los ojos, se ponían serios o joviales, tristes o alborozados con transición tan ansiosa y brusca, que al más listo se le alcanzaba la injerencia del travieso amor en las relaciones de aquellos dos personajes.

      Para que todo se sepa de una vez, diré que el diplomático no miraba con malos ojos a la González; mas ésta no podía contestar a sus tiernas insinuaciones, porque harto tenía que hacer atendiendo al íntimo diálogo que sostenían Lesbia e Isidoro. A mi ama un color se le iba y otro se le venía, de pura zozobra: a veces parecía encendida en violenta ira; a veces dominada por punzante dolor, pugnaba por distraerles, ingiriendo en su conversación conceptos extraños, y al fin, no pudiendo contenerse, dijo con muy mal humor.

      – ¿No concluirá tan larga confesión? Si siguen ustedes así, entonaremos el yo, pecador.

      – ¿Y a ti qué te importa? – dijo Máiquez con semblante sañudo y con aquel despótico tono que usaba con los desdichados subalternos de su compañía.

      Mi ama se quedó perpleja, y en un buen rato no dijo una palabra.

      – Tienen que contarse muchas cosas – dijo Amaranta con malicia. – Lo mismo sucedió el otro día en casa. Pero estas cosas pasan, señor Máiquez. El placer es breve y fugaz. Conviene aprovechar las dulzuras de la vida hasta que el horrible hastío las amargue.

      Lesbia miró a su amiga… Mejor dicho, ambas se miraron de un modo que no indicaba la existencia de una apacible concordia entre una y otra.

      El secreto entre Isidoro y la dama continuaba cada vez más íntimo, más ardoroso, más impaciente. Parecía que el tiempo se les abreviaba entre palabra y palabra, no permitiéndoles decirlo todo. Amaranta se aburría, el Marqués dirigía con ojos y boca inútiles flechas al enajenado corazón de mi ama, y ésta cada vez más inquieta, mostrando en su semblante ya la interna rabia de los celos, ya la dolorosa conformidad del martirio, no procuraba entablar conversación, ni parecía cuidarse de sus convidados. Pero al fin el marqués, comprendiendo que aquélla era ocasión propicia para hablar, aunque fuera ante mujeres, de su tema favorito que eran los asuntos públicos, rompió el grave silencio y dijo:

      – La verdad es que estamos aquí divirtiéndonos, y a estas horas tal vez se preparan cosas que mañana nos dejarán a todos asombrados y lelos.

      Hallándose mi ama, como he dicho, absorta entre el despecho y la resignación, se dejó dominar del primero, que la inducía a trabar otro diálogo íntimo con el diplomático, y dijo con viveza:

      – ¿Pues qué pasa?

      – Ahí es nada… Parece mentira que estén ustedes con tanta calma – contestó el marqués retardando el dar las noticias.

      – Dejemos esas cuestiones que no son de este lugar – dijo la sobrina con hastío.

      – ¡Oh, oh, oh! – exclamó con grandes aspavientos el diplomático. – ¡Por qué no han de serlo! Yo sé que Pepa desea vivamente saber lo que pasa, y saberlo de mis autorizados labios: ¿no?

      – Sí, muchísimo; quiero que Vd. me cuente todo – dijo mi ama. – Esas cosas me encantan. Estoy de un humor… divertidísimo: hablemos, hablemos, señor marqués.

      – Pepa, Vd. me electriza – dijo el marqués clavando en ella con amor sus turbios y amortiguados ojos. – Tanto es así, que yo, a pesar de haberme distinguido siempre, durante mi carrera diplomática, por mi gran reserva, seré con usted franco, revelándole hasta los más profundos secretos de que depende la suerte de las naciones.

      – ¡Oh!, me encantan los diplomáticos – dijo mi ama con cierta agitación febril. – Hábleme usted, cuénteme todo lo que sepa. Quiero estar hablando con Vd., toda la noche. Es Vd., señor marqués, la persona de conversación más dulce, más amena, más divertida que he tratado en mi vida.

      – Nada te dirá, Pepa, sino lo que todo el mundo sabe – indicó Amaranta, – y es que a estas horas las tropas de Napoleón deben de estar entrando en España.

      – ¡Oh, qué cosa más linda! – dijo mi ama. – Hable Vd., señor marqués.

      – Sobrina, ¿acabarás de apurarme la paciencia? – exclamó el marqués, dando importancia extraordinaria al asunto. – No se trata de que entren o no entren esas tropas, se trata de que van a Portugal a apoderarse de aquel reino para repartirlo…

      – ¿Para repartirlo? – dijo la González con su calenturienta jovialidad. – Bien; me alegro. Que se lo repartan.

      – Lindísima Pepa, esas cosas no pueden decidirse tan de ligero – dijo el marqués gravemente. – ¡Oh, Vd. aprenderá conmigo a tener juicio!

      – Es cierto – añadió Amaranta – que se ha acordado dividir a Portugal en tres pedazos: el del Norte se dará a los reyes de Etruria; el centro quedará para Francia y la provincia de Algarbes y Alentejo, servirá para hacer un pequeño reino, cuya corona se pondrá el señor Godoy en su cabeza.

      – ¡Patrañas,

Скачать книгу