Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós
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Precisamente voy a contar ahora cómo mi ama tenía relaciones de íntima amistad con dos señoras de la corte, cuyos títulos nobiliarios, de los más ilustres y sonoros que desde remoto tiempo han exornado nuestra historia, me propongo callar por temor a que pudieran enojarse las familias que todavía los llevan. Estos títulos, que recuerdo muy bien, no serán escritos en este papel; y para designar a las dos hermosas mujeres emplearé nombres convencionales.
Recuerdo haber visto por aquel tiempo en la fábrica de Santa Bárbara un hermoso tapiz en que estaban representadas dos lindas pastoras. Habiendo preguntado quiénes eran aquellas simpáticas chicas, me dijeron: «Estas son las dos hijas de Artemidoro: Lesbia y Amaranta». He aquí dos nombres que vienen de molde para mi objeto, amado lector. Haz cuenta que siempre que diga Lesbia, quiero significar a la duquesa de X, y cuando ponga Amaranta, a la condesa de X. Con este sistema quedan a salvo todos los títulos nobiliarios de aquellas dos diosas de mi tiempo.
En cuanto a su hermosura, todo lo que mi descolorida pluma pueda expresar será poco para describirlas, porque eran encantadoras, especialmente la condesa de… digo, Amaranta. Ambas tenían gusto muy refinado por las artes, protegían a los pintores, aplaudían y obsequiaban a los cómicos, ponían bajo su patrocinio las primeras representaciones de la obra de algún poeta desvalido, coleccionaban tapices, vasos y cajas de tabaco, introducían y propagaban las más vistosas modas de la despótica París, se hacían llevar en litera a la Florida, merendaban con Goya en el Canal, y recordaban con tristeza la trágica muerte de Pepe Hillo, acontecida en 1803.
Nada tiene de extraño, pues, que su misma vida, la tumultuosa ansiedad de novedades y fuertes impresiones que las dominaba, fuesen parte a lanzarlas en un dédalo de aventuras, tales como las que voy a contar. Las pobrecillas no sabían otra cosa, y puesto que habían perdido cuanto la rancia educación española pudo haberlas dado, sin adquirir nada que llenase este vacío, no debemos culparlas acerbamente. Alguno quizás las culpe, y con razón aunque por otras cosas; pero ¡ay!, eran… lindísimas.
Una tarde mi ama salió de muy mal humor del teatro. Isidoro la había reprendido no sé por qué, y aquí debo advertir que el sublime actor trataba a sus subalternos como si fueran chiquillos de escuela. Al llegar Pepita a su casa me dijo:
– Prepara todo, que vendrán a cenar las señoras Lesbia y Amaranta.
El preparar todo, consistía en azotar un poco los muebles de la sala para limpiar el polvo, o mejor dicho, para que el polvo variara de sitio; en echar aceite en los velones; en comprar la prima para la guitarra si le faltaba; en llamar a D. Higinio para que afinase el clave; limpiar las cornucopias; ir por nueva remesa de pomada a la Marechala, etc., etcétera. En cuanto a la cena, venía hecha de una repostería. Di cumplimiento a estos encargos, y pedí nuevas órdenes; pero mi ama estaba de muy mal humor, y sin hacer caso de lo que le decía, me preguntó:
– ¿No te dijo si venía esta noche?
– ¿Quién? – pregunté.
– Isidoro.
– No, señora, no me ha dicho nada.
– Como hablaba contigo al concluir la representación…
– Fue para decirme, que si volvía a enredar entre bastidores, mientras él representaba, me mandaría desollar vivo.
– ¡Qué genio! Le convidé para venir y no me contestó.
Después de esto no dijo más, y con ademán triste y sombrío se encerró en su cuarto con la criada para cambiar de vestido. Seguí preparando todo, y al poco rato apareció mi ama.
– ¿Qué hora es? – preguntó.
– Las nueve acaban de dar en el reloj de la Trinidad.
– Me parece que siento ruido en el portal – dijo con mucha ansiedad.
La señora se equivoca.
– ¿De modo, que él no te dijo terminantemente si venía o no venía?
– ¿Quién, Isidoro? No señora; nada me dijo.
– Como tiene ese genio tan… ya ves que incomodado estaba esta tarde. Sin embargo, yo creo que vendrá. Le convidé ayer, y aunque no me dijo una palabra… él es así.
Al decir esto, mostraba en su semblante una inquietud, una agitación, una zozobra, que eran señales de las más vivas emociones de su alma. ¿A qué tanto interés por la asistencia de Isidoro, persona a quien diariamente veía en el teatro?
Después examinó la sala, por ver si faltaba algo, y se sentó aguardando la llegada de sus convidados. Al fin sentimos abrir la puerta de la calle, y pasos de hombre sonaron en la escalera.
– Es él – dijo mi ama, levantándose de un salto y andando con cierto atolondramiento por la habitación.
Yo corrí a abrir, y un instante después el gran actor entró en la sala.
Isidoro era un hombre de treinta y ocho años, de alta estatura, actitud indolente, semblante pálido, y con tal expresión en éste y en la mirada, que observado una vez, su imagen no se borraba nunca de la memoria. Aquella noche traía un traje verde oscuro, con pantalón de ante y botas polonesas, prendas todas de irreprensible elegancia que usaba con más propiedad que ninguno. Su vestir era un modo de ser propio y personal; él constituía por sí una especie de moda, y no se podía decir que se sometiera; cual dócil lechuguino, al uso común. En otros infringir las reglas habría sido ridículo; pero en él infringirlas era lo mismo que modificarlas o crearlas de nuevo.
Ya os lo daré a conocer más adelante como actor. Por ahora podréis conocer algunos rasgos de su carácter como hombre. Al entrar se arrojó sobre un sillón sin saludar a mi ama más que con una de esas fórmulas familiares e indiferentes que se emplean entre personas acostumbradas a verse con frecuencia. Por un buen ato permaneció sin decir nada, tarareando un aria con la vista fija en las paredes y el techo, y sin dejar de golpearse la bota con el bastón.
Salí de la sala a traer no sé qué cosa, y al volver oí a Isidoro que decía:
– ¡Qué mal has representado esta tarde, Pepilla!
Observé que mi ama, turbada como una chicuela ante el fiero maestro de escuela, no supo contestar más que con trémulas frases a aquella brusca reprensión.
– Sí – continuó Isidoro; – de algún tiempo a esta parte estás desconocida. Esta tarde todos los amigos se han quejado de ti y te han llamado fría, torpe… Te equivocabas a cada instante, y parecías tan distraída que era preciso que yo te llamara la atención para que salieras de tu embobamiento.
Efectivamente, según oí entre bastidores aquella tarde, mi ama había estado muy infeliz en su papel de Blanca, en García del Castañar. Todos los amigos estaban admirados, considerando la perfección con que la actriz había desempeñado en otras ocasiones papel tan difícil.
– Pues no sé – respondió mi ama con voz conmovida. – Yo creo que he representado esta tarde lo mismo que las demás.
– En algunas escenas sí; pero en las que dijiste conmigo, estuviste deplorable. Parece que habías olvidado el papel, o que trabajabas de mala gana. En la escena de nuestra salida recitaste tu soneto como una cómica