Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV - Benito Pérez Galdós

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fragantes vasos el sol bebe…

      tu voz temblaba como la de quien sale por primera vez a las tablas… me diste la mano y la tenías ardiendo, como si estuvieras con calentura… te equivocabas a cada momento, y parecías no hacer maldito caso de que yo estaba en la escena.

      – ¡Oh, no… pero te diré! El mismo miedo de hacerlo mal. Temía que te enfadaras, y como nos reprendes con tanta violencia cuando nos equivocamos…

      – Pues es preciso que te enmiendes, si quieres seguir en mi compañía. ¿Estás enferma?

      – No.

      – ¿Estás enamorada?

      – ¡Oh, no, tampoco! – contestó la actriz con turbación.

      – Apuesto a que por atender demasiado a alguna persona de las lunetas, no acertabas con los versos de la comedia.

      – No, Isidoro; te equivocas – dijo mi ama afectando buen humor.

      – Lo raro es que en las escenas que siguieron, sobre todo en la de D. Mendo, hiciste perfectamente tu papel; pero luego en el tercer acto cuando te tocó otra vez declamar conmigo, vuelta a las andadas.

      – ¿Dije mal el parlamento del bosque?

      – No: al contrario; recitaste con buena entonación los versos

      ¿Dónde voy sin aliento,

      cansada, sin amparo, sin intento,

      entre aquesta espesura?

      Llorad, ojos, llorad mi desventura.

      En la escena con la reina también estuviste muy feliz, lo mismo que en el diálogo con D. Mendo. Con qué elocuente tono exclamaste «¡tengo esposo!», y después aquello de

      Sí harán,

      porque bien o mal nacido,

      el más indigno marido

      excede al mejor galán;

      pero desde que salí yo y me viste…

      – Es lo que digo. El temor de hacerlo mal y disgustarte…

      – Pues me has disgustado de veras. Cuando decías: «Esposo mío, García», te hubiera dado un pescozón en medio de la escena y delante del público. Marmota, ¿no te he dicho mil veces cómo deben pronunciarse esas palabras? ¿No has comprendido todavía la situación? Blanca teme que su marido sospecha una falta. El contento que experimenta al verle, y el temor de que García dude de su inocencia, deben mezclarse en aquella frase. Tú, en vez de expresar estos sentimientos, te dirigiste a mí como una modistilla enamorada, que se encuentra de manos a boca con su querido hortera. Luego cuando me suplicabas que te matara, lo hiciste sin lo que llamamos nosotros decoro trágico. Parecía que realmente deseabas recibir la muerte de mi mano, y hasta te pusiste de hinojos ante mí, cuando te tengo dicho terminantemente que no hagas tal cosa, sino en los pasajes en que te lo ordene. En las décimas

      García, guárdete el cielo,

      te equivocaste más de veinte veces, y cuando yo dije:

      ¡ay, querida esposa mía,

      qué dos contrarios extremos!

      te arrojaste en mis brazos, cuando aún no era llegada la ocasión, y yo, preocupado por el agravio recibido, no podía entregarme a halagos amorosos. Echaste a perder el final, Pepilla, desluciste la comedia y me desluciste a mí.

      – Yo no puedo deslucirte nunca.

      – Pues ya ves cómo no fui aplaudido esta tarde como las anteriores; y de esto tienes tú la culpa, sí, tú misma, por tus torpezas y tus tonterías. No haces caso de mis lecciones, no te esfuerzas por complacerme, y por último, me pondrás en el caso de quitarte el partido en mi compañía, poniéndote de parte de por medio o racionera, si no me obligas con tus descuidos a echarte del teatro.

      – ¡Ay Isidoro! – dijo mi ama. – Yo procuro siempre hacerlo lo mejor posible para que no te enfades ni me riñas; pero tanto miedo tengo a que me reprendas que en la escena tiemblo desde que te veo aparecer. ¿Querrás creer una cosa? Pues cuando estamos representando juntos, hasta temo hacerlo demasiado bien porque si me aplauden mucho, me parece que tomo para mí una parte del triunfo que a ti sólo corresponde, y creo que has de enfadarte si no te aplauden a ti solo. Este temor, unido al que me causas cuando me amenazas por señas o me corriges con enojo me hace temblar y balbucir, y a veces no sé lo que me digo. Pero descuida que ya me enmendaré: no tendrás que echarme de tu teatro.

      No oí lo que siguió a estas palabras, porque salí con un velón que exhalaba mal olor; al volver noté que la conversación había variado. Isidoro permanecía en el sillón con indolencia y mostrando un gran aburrimiento.

      – ¿Pero no vienen tus convidados? – preguntó.

      – Es temprano. Veo que te fastidias en mi compañía – contestó mi ama.

      – No; pero la reunión hasta ahora no tiene nada de divertida.

      Isidoro sacó un cigarro y fumó. Debo advertir que el ilustre actor no gastaba tabaco por las narices, como todos los grandes hombres de su tiempo, Talleyrand, Metternich, Rossini, Moratín y el mismo Napoleón, que si no miente la historia por abreviar la operación de sacar y destapar la tabaquera, llevaba derramado el aromático polvo en el bolsillo del chaleco, forrado interiormente de hules; y mientras disponía los escuadrones de Jena, o durante las conferencias de Tilsitt, no cesaba de meter en el susodicho bolsillo los dedos pulgar e índice para llevarlos a la nariz cada minuto. Por esta singular costumbre dicen que el chaleco amarillo y las solapas que cubrían el primer corazón del siglo, eran una de las cosas más sucias que se han señoreado de la Europa entera.

      Farinelli también se atarugaba las narices entre un aria y un oratorio, y de ciertos papeles viejos que hemos visto, se desprende que el mejor regalo que podía hacer una dama enamorada, o un noble entusiasta, a cualquier músico, pintor o virtuoso italiano, era un par de arrobas de tabaco.

      El abate Pico de la Mirandola, Rafael Mengs, [58] el tenor Montagnana, la soprano Pariggi, el violinista Alaí y otras notabilidades del teatro del Buen Retiro, consumieron lo mejor que venía de América en los regios galeones.

      Perdóneseme la digresión, y conste que Isidoro no usaba tabaco en polvo.

      V

      Las diez serían cuando solemnemente entraron las dos damas de que antes hice mención. ¡Lesbia, Amaranta! ¿Quién podrá olvidaros si alguna vez os vio? Excusado es decir que iban de incógnito, y en coche, no en litera donde fácil hubiera sido conocerlas al indiscreto vulgo. Las pobrecillas gustaban mucho de aquellas reuniones de confianza, donde hallaban desahogo sus almas comprimidas por la etiqueta.

      Ha de saberse que en las reuniones clásicas de familia o de palacio, en las reuniones donde reinaba con despótico imperio la ley castiza, no ocurría cosa alguna que no fuese encaminada a producir entre los asistentes un decoroso aburrimiento. No se hablaba, ni mucho menos se reía. Las damas ocupaban el estrado, los caballeros el resto de la sala, y las conversaciones eran tan sosas como los refrescos. Si alguien tocaba el clave o la guitarra, la tertulia se animaba un poco; pero pronto volvía a reinar el más soporífero decoro. Se bailaba un minueto; entonces los amantes podían saborear las platónicas e ideales delicias que resultaban de tocarse las yemas de los dedos, y después de muchas cortesías hechas con música, volvía a reinar el decoro, que era una deidad parecida al silencio.

      Nada tiene de particular que algunas damas

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