Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV - Benito Pérez Galdós

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príncipes, no te digo que no. Pero has de saber que si tú, que eres un pobrecillo hijo de pescadores y no tienes más ciencia que leer mal y escribir peor, llegas a ser hombre ilustre y poderoso, no porque saques talento y sabiduría, sino porque a una señora caprichosa o a un vejete rico se le ocurra protegerte, como a otros muchos de quienes cuentan maravillas; has de saber, digo, que tan fácilmente como subas volverás a caer, y hasta los sapos se reirán de ti.

      – Eso será lo que Dios quiera – respondí. – Caeremos o no: pues aunque ignorantes, no nos faltará nuestra gramática parda.

      – ¡Qué necio eres! Mira a mí me han dicho… no, nadie me lo ha dicho: pero lo sé… que en el mundo al fin y al cabo, pasa siempre lo que debe pasar.

      – Reinita – dije, – en eso te equivocas, porque nosotros deberíamos ser ricos, y no lo somos.

      – Todos creerán lo mismo, hijito, y es preciso que alguno esté equivocado. Pues bien: todas las cosas del mundo concluyen siempre como deben concluir. No sé si me explico.

      – Sí te entiendo.

      – A mí me han dicho… no, no me lo han dicho: lo sé desde hace mil años… yo sé que en el mundo todo lo que pasa es según la ley… porque, chiquillo, las cosas no pasan porque a ellas les da la gana, sino porque así está dispuesto. Las aves vuelan y los gusanos se arrastran, y las piedras se están quietas, y el sol alumbra, y las flores huelen, y los ríos corren hacia abajo y el humo hacia arriba, porque así es su regla… ¿me entiendes?

      – Lo que es eso todos lo sabemos – respondí menospreciando la ciencia de Inesilla.

      – Bien, muchacho – continuó la profesora: ¿crees tú que una tortuga puede volar, aunque esté meneando toda la vida sus torpes patas?

      – No, seguramente.

      – Pues tú pensando en ser hombre ilustre y poderoso, sin ser noble, ni rico, ni sabio, eres como una tortuga que se empeñara en subir volando al pico más alto de Guadarrama.

      – Pero, reina y emperatriz – dije yo, – si no pienso subir solo, sino que pienso encontrar, como otros que yo me sé, una personita que me suba en un periquete. Hazme el favor de decirme cuál era la sabiduría y riqueza del otro, cuando le hicieron duque y generalísimo.

      – Pero, señor duquillo – contestó ella jovialmente, – si esa personita le sube a Vd. será como si un águila o buitre cogiera por su concha a la tortuga para llevársela por los aires. Sí, te levantará: pero cuando estés arriba, el pájaro que no va a estarse toda la vida con tanto peso en las patas, te dirá: «Ahora, niño mío, mantente solo». Tú moverás las patucas, pero como no tienes alas, pataplús, caerás en el suelo haciéndote mil pedazos.

      – ¡Qué tonta eres! – dije con petulancia. – Eso pasa en las cosas que se ven y se tocan; pero, chica, lo que se piensa y lo que se siente es otro mundo aparte. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

      – Estás lucido, sí – repuso Inés. – Todo debe ser así mismamente. Cuando tú quieres a una persona o cuando la aborreces, no es porque se te antoje. ¡Ay!, chico: el corazón tiene también… pues… su ley, y todo lo que pensamos con nuestra cabecita, va según lo que debe ser y está mandado.

      – ¿Pero di, chiquilla, de dónde sabes tú todo eso? – le pregunté.

      – ¿Pero esto es saber? – respondió con naturalidad. – Pues esto lo sabes tú y todos. De veras te digo que se me ocurrió cuando estabas hablando, y que jamás había pensado en tales cosas.

      – ¡Picarona! Cuando menos, tienes escondido un rimero de libros, con los cuales te vas a hacer doctora por Salamanca.

      – No, hijito; no he leído más libros, fuera de los de devoción, que D. Quijote de la Mancha. ¿Ves? A ti te va a pasar algo de lo de aquel buen señor: sólo que aquél tenía alas para volar, ¡pobrecillo!, lo que le faltaba era aire en que moverlas.

      Inesilla no dijo más. Yo callé también, porque a pesar de mi petulancia, no pude menos de comprender, que las palabras de mi amiga encerraban profundo sentido. ¡Y la que así hablaba era una modistilla! Ridete cives.

      – Lo que yo sé – dije al fin, sintiendo en mí un vivo arrebato de afecto – es que te quiero, que te amo, que te adoro, que me subyugas y dominas como a un papanatas, que eres una divinidad, y que juro no hacer cosa alguna sin consultarte. Adiós, reinita: mañana te diré lo que se me ocurra esta noche. Quién sabe, quién sabe, si llegaremos a ser… ¿Por qué no? Es preciso estar dispuesto, porque la escalera de los honores es penosa, y si uno se rompe la crisma, como dices…

      – Siempre quedará la del cielo – me dijo inclinando otra vez la cabeza sobre la costura.

      – Tienes cosas que me hacen estremecer. Adiós, Inesilla, luz y pensamiento mío.

      Dicho esto, me despedí de ella y salí. Al abandonar la casa la sentí cantar, y su armoniosa voz se mezclaba en extraña disonancia con los ecos de la flauta que tañía en lo interior de la morada el buen D. Celestino. Siempre que salía de allí, mi espíritu experimentaba un reposo, una estabilidad, no sé cómo expresarlo, una frescura, que luego destruía el trato con personas de diversa condición. De esto hablaré en seguida; mas ante todo me cumple manifestar que Inesilla tenía razón al burlarse de mis locos proyectos. Es el caso que como a todas horas oía hablar de personajes nulos, a quienes el cortesano elevó a honrosas alturas sin mérito alguno, se me antojó que la Providencia me reservaba, como en compensación de mi orfandad y pobreza, [46] una de aquellas repentinas y escandalosas mudanzas que por entonces ocurrían en nuestra España; y de tal modo se encajó en mi cerebro semejante idea, que llegó a ser artículo de fe. Me hallaba por más señas en la edad en que somos tontos. No todos poseen el don de saber las cosas desde hace mil años, como Inesilla.

      Ahora verán Vds. la serie de circunstancias que llevaron mi necia credulidad al último extremo. Para esto tengo que dar a conocer a otras personas, a quienes espero recibirá el lector con gusto. Hablemos, pues, de teatros.

      IV

      El del Príncipe estaba ya reconstruido en 1807 por Villanueva, y la compañía de Máiquez trabajaba en él, alternando con la de ópera, dirigida por el célebre Manuel García; mi ama y la de Prado eran las dos damas principales de la compañía de Máiquez. Los galanes secundarios valían poco, porque el gran Isidoro, en quien el orgullo era igual al talento, no consentía que nadie despuntara en la escena, donde tenía el pedestal de su inmensa gloria y no se tomó el trabajo de instruir a los demás en los secretos de su arte, temiendo que pudieran llegar a aventajarle. Así es que alrededor del célebre histrión todo era mediano. La Prado, mujer de Máiquez, y mi ama alternaban en los papeles de primera dama, desempeñando aquélla el de Clitemnestra, en el Orestes, el de Estrella en Sancho Ortiz de las Roelas y otros. La segunda se distinguía en el de doña Blanca, de García del Castañar, y en el de Edelmira (Desdémona), del Otello.

      La compañía de ópera era muy buena. Además de Manuel García, que era un gran maestro, cantaban su mujer Manuela Morales, un italiano llamado Cristiani, y la Briones. De esta mujer, que era concubina de Manuel García, nació el año siguiente el portento de las virtuosas, la reina de las cantantes de ópera, Mariquita Felicidad García, conocida en su tiempo por la Malibrán.

      Figúrense ustedes, señores míos, si estaría yo divertido con representación o música por tarde y noche, asistiendo gratis, aunque por dentro y en sitios donde se pierde parte de la ilusión, a las funciones más bonitas y más aplaudidas que se celebraban en Madrid; rozándome con guapísimas actrices, y familiarizado

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