Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV - Benito Pérez Galdós

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Vd. el final – dije atendiendo a la tierna escena en que D. Diego casa a los dos amantes, bendiciéndoles con cariño de un padre.

      – ¡Qué desenlace tan desabrido! Al menos lerdo se le ocurre que D. Diego debe casarse con doña Irene.

      – ¡Hombre! ¿D. Diego con doña Irene? Si él es una persona discreta y seria, ¿cómo va a casarse con esa vieja fastidiosa?

      – ¿Qué entiendes tú de eso, chiquillo? – exclamó amostazado el pedante. – Digo que lo natural es que D. Diego se case con doña Irene, D. Carlos con Paquita, y Rita con Simón. Así quedaría regular el fin, y mucho mejor si resultara que la niña era hija natural de D. Diego y D. Carlos hijo espúreo de doña Irene, que le tuvo de algún rey disfrazado, comandante del Cáucaso o bailío condenado a muerte. De este modo tendría mucho interés el final, mayormente si uno salía diciendo; ¡padre mío!, y otro ¡madre mía!, con lo cual después de abrazarse, se casaban para dar al mundo numerosa y masculina sucesión.

      – Vamos, que ya se acaba. Parece que el público está satisfecho – dije yo.

      – Pues apretar ahora, muchachos. Manos a la boca. La comedia es pésima, inaguantable.

      La consigna fue prontamente obedecida. Yo mismo, obligado por la disciplina, me introduje los dedos en la boca y… ¡Sombra de Moratín! ¡Perdón mil veces…! No lo quiero decir: que comprenda el lector mi ignominia y me juzgue.

      Pero nuestra mala estrella quiso que la mayor parte del público estuviese bien dispuesta en favor de la comedia. Los silbidos provocaron una tempestad de aplausos, no sólo entre la gente de los aposentos y lunetas, sino entre los de la cazuela y tertulia.

      El justiciero pueblo que nos rodeaba, y que en su buen instinto artístico comprendía el mérito de la obra, protestó contra nuestra indigna cruzada, y algunos de los más ardientes de la falange se vieron aporreados de improviso. Lo que tengo más presente es la mala aventura que ocurrió al alumno de Apolo en aquella breve batalla por él provocada. Usaba un sombrero tripico, de dimensiones harto mayores que las proporcionadas a su cabeza, y en el momento en que se volvía para contestar a las injurias de cierto individuo, una mano vigorosa, cayendo a plomo sobre aquella prenda hiperbólica, se la hundió hasta que las puntas descansaron sobre los hombros. En esta actitud estuvo el infeliz manoteando un rato, incapaz para sacar a luz su cabeza del tenebroso recinto en que había quedado sepultada.

      Por fin, los amigos le sacamos con gran esfuerzo el sombrero, y él echando espumarajos por la boca, juró tomar venganza tan sangrienta como pronta; pero no pasó de aquí su furor, porque todos los circunstantes se reían de él, y a ninguno se dirigió para vengarse. Le sacamos a la calle, donde se serenó algún tanto, y nos separamos, prometiendo juntarnos otra vez al día siguiente en el mismo sitio.

      Tal fue el estreno de El sí de las niñas. Aunque la primera tarde fuimos derrotados, aún había esperanzas de hundir la obra en la segunda o tercera representación. Se sabía que el ministro Caballero la desaprobaba, jurando castigar a su autor, y esto daba esperanza al partido de los silbantes, que ya veían a Moratín en poder del Santo Oficio, con coroza de sapos, sambenito y soga al cuello. Pero la segunda tarde vinieron de un golpe a tierra las ilusiones de los más ardientes anti-Moratinistas, porque la presencia del Príncipe de la Paz impuso silencio a las chicharras, y nadie osó formular demostraciones de desagrado. Desde entonces, el autor de El sí, a quien se dijo que la conspiración había sido fraguada en el cuarto de mi ama, interrumpió la tibia amistad que con ésta le unía. La González pagó este desvío con un cordial aborrecimiento.

      III

      Contado este suceso, muy anterior a los que son objeto del presente libro, empezaré mi narración, la cual irá al compás de ciertos hechos ocurridos en el Otoño de 1807, año que en la mente de los madrileños quedó marcado con el recuerdo de la famosa conspiración de El Escorial.

      No quiero escribir una palabra más, sin daros a conocer a una persona que desde aquellos días ocupó lugar privilegiado en mi corazón, siendo a la vez como se verá por este relato, lección viva de mi existencia, pues la enseñanza que de su conocimiento me provino contribuyó de un modo poderoso a formar mi carácter.

      Todas las ropas de teatro y de calle que usaba mi ama, eran confeccionadas por una costurera de la calle de Cañizares, excelente y honradísima mujer, joven aún, aunque desmejorada por el trabajo, discreta y afable, en tales términos que por entre la corteza de su malestar presente parecían distinguirse nacimiento y condición muy superiores. Esto no era más que apariencia, pero a la citada persona le pasaba lo contrario de lo que a otros pasa, y es que son nobles (7) sin parecerlo. Doña Juana, que éste era el nombre de aquella santa mujer, tenía una hija llamada Inés, de quince años de edad, la cual le ayudaba en sus tareas, con más solicitud de la que podía esperarse de su delicado organismo y edad temprana.

      Enaltecía a esta muchacha, además de las gracias de su persona, un buen sentido, cual no he visto jamás en criaturas de su mismo sexo ni aun del nuestro, amaestrado ya por los años. Inés tenía el don especialísimo de poner todas las cosas en su verdadero lugar, viéndolas con luz singular y muy clara, concedida a su privilegiado entendimiento, sin duda para suplir con ella la inferioridad que le negó la fortuna. No he visto en mi larga vida otra muchacha que a aquella se asemejase, y estoy seguro de que a muchos parecerá este tipo invención mía, pues no comprenderán que haya existido, entre las infinitas hijas de Eva, una tan diferente de las demás. Pero créanlo bajo mi palabra honrada.

      Si ustedes hubieran conocido a Inés, y notado la imperturbable serenidad de su semblante, imagen del espíritu más tranquilo, más equilibrado, más claro, más dueño de sí mismo que ha animado el corporal barro, no pondrían en duda lo que digo. Todo en ella era sencillez, hasta su hermosura, no a propósito para despertar mundano entusiasmo amoroso, sino semejante a una de esas figuras simbólicas, que no están materialmente representadas en ninguna parte; pero que vemos con los ojos del alma, cuando las ideas agitándose en nuestra mente, pugnan por vestirse de formas visibles en la oscura región del cerebro. [35]

      Su lenguaje era también la misma sencillez; jamás decía cosa alguna que no me sorprendiese como la más clara y expresiva verdad. Sus razones trayéndome al sentido equitativo y templado de todas las cosas, daban a mi entendimiento un descanso, un aplomo, de que carecía obrando por sí mismo. Puedo decir comparando mi espíritu con el de Inés, y escudriñando la radical diferencia entre uno y otro, que el de ella tenía un centro y el mío no. El mío divagaba llevado y traído por impresiones diversas, por sentimientos contradictorios y repentinos: mis facultades eran como meteoros errantes que tan pronto brillan como se oscurecen, tan pronto marchan como chocan, según la influencia recibida de superiores cuerpos; mientras las suyas eran un completo y armónico sistema planetario, atraído, puesto en movimiento y calentado por el gran sol de su pura conciencia.

      Alguien se burlará de estas indicaciones psicológicas, que yo quisiera fuesen tan exactas como las concibe mi oscura inteligencia: alguien encontrará digna de risa la presentación de semejante heroína, y harán mil aspavientos al ver que he querido hacer una irrisoria Beatrice con los materiales de una modistilla; pero estas burlas no me importan, y sigo.

      Desde que conocí a Inés, la amé del modo más extraño que pueden ustedes imaginar: una viva inclinación arrastraba mi corazón hacia ella: pero esta inclinación era como el culto que tributamos a una superioridad indiscutible, como la fe que nos ocupa sublimando lo más noble de nuestro ser; pero dejando libre una parte de él para las pasiones del mundo. Así es, que sin dejar de ser Inés para mí la primera de todas las mujeres, yo creía poder amar a otras con amor apropiado a las circunstancias de cada momento de la vida. Yo he observado que los que se consagran a un ideal, casi nunca lo hacen por entero, dejan una parte de sí mismos para el mundo, a que están unidos, aunque sólo sea por el suelo que pisan.

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