Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós
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– Pero si hacemos algo, mi Sr. D. Buenaventura – dije, – que sea para desenmascarar a un magistrado tan corrompido como el señor Villela.
– Vamos – repuso riendo, – a ti lo que te escuece es la vacante de consejero que Villela se quiere apropiar, caliente aún el cuerpo del Sr. Requena. Por mi parte te juro que aborrezco a Villela. Siempre he visto en él un hombre tan astuto como peligroso, que está sirviendo a la revolución.
– Ya se lo dirán de misas. Soy…
– Cójame a ese Monsalud, Sr. D. Buenaventura – dijo el ministro. – Vamos, ¿a que no se atreve?
– ¿Que si me atrevo? Pipaón: vete por casa mañana. Hablaremos.
– Pues hasta mañana, señor marqués.
– No hay más que hablar.
VIII
Veamos lo que pasaba en mi casa. Detenido en ella el Sr. D. Miguel de Baraona por ciertos achaquillos en las piernas que no le permitían zarandearse en paseos y cafés, mataba el aburrimiento escribiendo cartas o perorando, si por mi desgracia lograba echarme el guante. Jenara hacía vida muy distinta. Menos ocupada que antes en sus labores de mano, salía a la calle con alguna frecuencia, pasando largas horas fuera. Todo revelaba en la hermosa Jenara que traía entre manos un asunto importante, asunto de verdadera acción que requería tanta actividad como cavilaciones. No tuve que hacer grandes esfuerzos para descubrirlo, porque ella misma me lo reveló todo una noche junto al brasero, después que Baraona se recogió en su cuarto.
– ¿Ha averiguado el Gobierno – me preguntó – el paradero de Salvador Monsalud? ¿Sabe que está conspirando?
– El Gobierno, señora – le respondí, – lo sabe todo y no sabe nada; mejor dicho, sabiendo que se conspira a más y mejor, es completamente incapaz de descubrir y más aún de castigar las conspiraciones.
– ¡Qué Gobierno! – exclamó Jenara. – Bien dice mi abuelo que estos que hoy mandan son como los muñecos que se ponen en el campo cuando se acaba de sembrar: espantan a los pájaros, pero no a los hombres. Diga usted que sabe tanto – añadió con jovialidad, – ¿por qué no se habían de encargar a las mujeres ciertas cosas del Gobierno?
– Porque no. Ahí están Catalina de Rusia, Isabel de Inglaterra y otras, que gobernaron a sus pueblos…
– No, no es eso lo que digo. Gobiernen a los pueblos los hombres; lo que, según mi entender, podía confiarse a las mujeres, es un trabajo menudo y que no requiere ciencia de libros; por ejemplo, el descubrimiento de las conspiraciones.
– En Francia dicen que hay muchas mujeres empleadas en la policía secreta.
– Las mujeres – dijo Jenara con gravedad y gracia, – son más leales que los hombres, sirven con más ardor y más honradez a una causa cualquiera, son menos accesibles a la corrupción, poseen instinto más fino y mayor agudeza de ingenio, mayor penetración. Ustedes piensan; nosotras adivinamos.
– Es verdad; ustedes adivinan – dije con mucha sorna. – Vamos a ver: ¿ha adivinado usted el paradero de Salvador Monsalud?
– Sí señor – repuso mirándome con fijeza, y sonriendo vanidosa y triunfalmente. – Sí señor; lo he adivinado, lo he descubierto, lo sé.
– ¿Pero es broma, es sospecha o presunción?… – pregunté lleno de asombro.
– Es certidumbre, Sr. D. Juan.
– ¡Es usted un tesoro, es usted una diosa, Jenara! – exclamé con entusiasmo. – Pero dígame usted: esas salidas diarias, esa multitud de recados, esa ocupación constante durante más de una semana, ¿se han consagrado al servicio de la patria y del Rey? Me parece inverosímil.
– Si he de hablar con verdad, no he atendido gran cosa al servicio de la patria y del Rey… He tenido fijo el pensamiento en mi esposo, acuchillado y moribundo.
– Verdad es que la persona a quien queremos castigar ha sido por mucho tiempo la pesadilla y el espantajo de su familia de usted.
– Yo no sé hacer nada a medias – dijo Jenara con solemne voz. – Me impulsaba a dar estos pasos un sentimiento que inflama mi corazón, un sentimiento criminal que ofende a Dios, lo sé; un sentimiento…
– ¡Jenara!
– Sí, Sr. de Pipaón, el odio; hablo del odio que se ha fijado en mí desde hace algunos años como un puñal que me atraviesa el corazón. Incapaz de tranquilidad, escandalizada de la debilidad de los hombres, que han dejado sin castigo a tan grave criminal, me he lanzado resueltamente y con todo el ardor de mi carácter a un trabajo impropio de mi sexo y condición. He desfallecido muchas veces, he sufrido grandes sonrojos; pero al fin la fuerza de mi propia pasión me ha dado energía, y con la energía una luz extraordinaria. ¡Qué no conseguirá la voluntad de una mujer, su penetrante instinto, su admirable sagacidad!…
– Esas prendas, señora, han revuelto el mundo muchas veces, han provocado guerras y revoluciones – dije contemplándola fijamente, por ver si descubría cuáles eran las verdaderas ideas y los sentimientos efectivos de Jenara en aquella ocasión.
No era fácil averiguar esto, y en vano clavaba mis ojos en la marmórea beldad que ante mí tenía. Por experiencia sabía yo que respecto al conocimiento del alma de Jenara, era preciso atenerse a lo que decían sus labios, dejando al tiempo o al acaso la misión de describir el color y los astros de aquel cielo siempre cubierto de nubes. Al mismo tiempo no podía hacer grandes observaciones fisiognómicas, porque mis ojos, lo mismo que mi atención, se distraían con el recreo y embobamiento que tan grande hermosura les producían. ¡Lástima grande que bajo aquella serenidad majestuosa, aunque algo artificial como los papeles del teatro, se escondiese, cual serpiente en nido de rosas, el odio tan ponderado verbalmente por ella!
– Si es cierto – dije, – que merced a las averiguaciones que ha hecho usted, como principal agraviada, se logra descubrir y capturar a ese hombre, el Estado y el Rey están de enhorabuena. Precisamente nuestro amigo el Sr. Lozano bebe los vientos por ponerle la mano encima. ¿Pues y D. Buenaventura?… Poco contento se va a poner cuando yo le diga… Como que nuestro paisano es el alma y la clave de las conspiraciones. Parece mentira que una señora haya conseguido lo que intentaron hasta ahora en vano tantos y tan buenos espías…
– ¡Espías! Los de la Inquisición, lo mismo que los del Gobierno, están vendidos a los masones – afirmó Jenara con desprecio.
– Cuénteme usted todo; cuénteme esos prodigios.
Ella sonrió, y por breve rato puso los ojos en el brasero, sin dejar la sonrisa que parecía esculpida en su rostro.
– Si le contara a usted todo lo que he hecho – dijo al fin, – se asombraría de algunas cosas y de otras se reiría, formando mala idea de mí.
– Vamos a ver.
– Es preciso hacerse cargo de la impresión que produjo en mí la vista de ese hombre en la iglesia del Rosario, para comprender las locuras que he hecho. Yo estaba aterrada; parecía que me apretaban el corazón con tenazas de hierro; yo no podía dormir; la terrible imagen iba tras de mí a todas horas, infundiéndome miedo y una congoja extraña.
– Lo conocí.
– Yo