Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós
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– ¡Bah! – exclamó Villela con su impaciencia habitual y mirándome de hito en hito; – ¿lo dice usted por Pipaón, que nos está oyendo? Amiguito, usted es joven aún y puede esperar. En mis tiempos no se entraba en el Consejo antes de los sesenta años. En los que vivo no he visto un mozo más favorecido por la fortuna que usted… Cuando mucho se sube, más peligrosa puede ser la caída. Usted se ha encaramado con excesiva prontitud, y me temo que si no se detiene un tantico, vamos a ver pronto el batacazo… Un polvito, señor marqués; un polvito, Sr. Lozano; amigo Pipaón, un polvito.
Describió un lento semicírculo con su caja de rapé, en la cual iban entrando sucesivamente los dedos de los amigos.
– Sr. D. Ignacio – repuse yo, aspirando con placer el oloroso polvo, – admito los consejos de una persona tan autorizada como usted… pero debo hacer una indicación. Jamás pretendí la plaza de Consejero; pero como se me ha ofrecido repetidas veces y se ha hecho pública mi pronta entrada en la insigne corporación, sostengo el cuasi derecho que me da la real promesa.
– ¡Oh!… usted puede sostener lo que quiera – repuso Villela, volviendo risueño el rostro y elevando la mano, cuyos dedos sostenían aún el polvo. – Cada uno es dueño de tener las ilusiones que quiera. Por eso no hemos de reñir.
– Con perdón del Sr. Villela – dije yo, inclinándome y poniendo un freno a mi cólera, – seguiré esperando, que Su Majestad no me ha de dejar en ridículo.
– Tantas veces han puesto en ridículo a Su Majestad personas que yo conozco… – indicó el Consejero de la Sala de Justicia, llevándose a la nariz los dedos y aspirando el tabaco con cierto adormecimiento voluptuoso en sus ojos ratoniles.
– ¡No lo dirá usted por mí! – repuse colérico.
Villela se puso muy encendido.
– Por todos – murmuró.
– Señores, señores, basta de tonterías – dijo el ministro, conociendo que la cuestión se agriaba un poco. – Basta de pullas. Se procurará contentar a todos. Esto se acabó.
– Por mi parte, concluido – dijo Villela estirando el cuerpo, arqueando las cejas, sacudiendo los dedos y tirando de la punta del monumental pañuelo; para sacarlo del bolsillo.
– Por mi parte, ni empezado siquiera – indiqué yo.
– Háblese de otra cosa – dijo el marqués de M***.
– Hablarán ustedes, porque yo me voy al Consejo – dijo Villela, después de sonarse con estrépito.
– ¿Tan pronto?
– Pero no sin hacer al señor ministro una recomendación. A eso he venido.
Diciendo esto Villela sacó un papelito.
– Veamos qué es ello.
– Lo primero que pido al Sr. Lozano de Torres, confiado en que lo hará – añadió Villela, – es una obra de justicia, es que ponga término a una iniquidad horrenda, a un atropello impropio de los tiempos que corren.
– ¿Qué?
– En las cárceles de la Inquisición de Logroño – continuó Villela, – está una pobre mujer anciana, llamada Fermina Monsalud, a la cual se ha dado tormento para arrancarle declaraciones en la causa que se sigue a un hijo suyo que vive en Francia. Es mujer piadosísima y a nadie se le ha ocurrido tacharla de herejía. ¿Por qué ha de pagar esa inocente las faltas de otro? Si no pueden atar a la rueda al verdadero criminal ¿por qué se ensañan en la que no ha cometido otra falta que haberle parido?
– ¿Cómo se llama esa señora? – preguntó Lozano, haciendo memoria. – Ese apellido…
– Fermina Monsalud – repuso Villela, guardando el papelito.
– Monsalud… – repitió D. Buenaventura, apoyando la barba en la mano y haciendo también memoria.
Tuve intenciones de hablar; pero después de un rápido juicio, resolví no decir una palabra y observar tan sólo.
– Esto es una iniquidad, una brutalidad sin nombre – exclamó Villela, golpeando el brazo de la silla. – Hablé anoche de ello a Su Majestad y Su Majestad se escandalizó…
El ministro y el Marqués meditaban.
– Pero eso es cosa del Supremo Consejo – observó Lozano de Torres.
– Yo no quiero cuentas con el Supremo Consejo – repuso Villela. – Bien sabemos todos que este no hace sino lo que le manda el Ministro de Gracia y Justicia. Haga usted que pongan en libertad a esa pobre mujer, y cumplirá con la ley de Dios.
– Y con la de los masones – murmuré.
– ¿Alguno de los presentes tiene que decir algo en contra de lo que he manifestado? – preguntó Villela con soberbia.
Nuevamente sentí deseos de hablar; pero el recuerdo de la epístola, acompañado de cierto miedo, me cortó la voz y callé.
D. Buenaventura no dijo tampoco nada, y seguía meditando.
– Déjeme usted nota – indicó Torres. – Yo veré…
El Consejero escribió la nota y la entregó al ministro. Al retirarse, habló así:
– Tengo gran empeño en ello, Sr. Lozano, pero grandísimo empeño. Si consigo arrancar a esa mártir de las garras de los verdugos de Logroño, me conceptuaré dichoso.
Cuando D. Ignacio Martínez de Villela se fue, alzó de súbito la meditabunda frente el Sr. D. Buenaventura, y dando un porrazo con el bastón, exclamó:
– ¡Vive Dios, Sr. Lozano de Torres, que ya no me queda duda!
D. Juan Esteban reía como un zorro, y graciosamente se atusaba con la mano derecha el remolino de cabellos rubios que Dios, cual digno coronamiento de una obra perfecta, había puesto sobre su frente.
– ¡Fermina Monsalud! – repitió, leyendo el papel que había dejado Villela.
– Madre de Salvador Monsalud – dijo el Marqués; – madre del hombre que anda trayendo y llevando mensajes de los masones; de ese que ha logrado hasta ahora burlar, con su ingenio peregrino, las pesquisas de la justicia.
– El mismo – añadió Lozano. – Ese pobre Sr. Villela… Vamos, parece increíble.
– Vox populi, vox cœli – repuso el marqués. – Hace tiempo se viene diciendo que muchos elevados personajes de la corte están en connivencia con la masonería; hace tiempo se viene diciendo que el Sr. Villela… Lo que digo: vox populi, vox cœli.
– Cuando el río suena, agua lleva – afirmó Lozano, que, por no saber latín, expresaba la misma idea en refrán español. – Para mí hace tiempo que no es un secreto el francmasonismo de Villela; pero Su Majestad, a quien D. Ignacio ha sabido embaucar con tanto arte, no consiente que se le hable de esto, y sostiene que todo lo que se dice de las sociedades secretas es pura fábula.
– También yo tengo datos para asegurar el francmasonismo del señor Consejero que