Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca - Benito Pérez Galdós

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la imaginación me lo puso delante… ¡y con cuánta verdad! Vi su cara, sentí el ruido que hacía su capa rozando en las paredes…

      Yo me quedé frío.

      – Pero no… no se asuste usted… yo no creo en fantasmas. ¡Cosas de mis ojos, que suelen ver lo que no existe!… Ya me ha pasado lo mismo otras veces… Ello es que la propia exaltación mía me dio fuerzas para sobreponerme al miedo, a la congoja, y furiosa me revolví contra mi atormentador. El placer de castigarle, de hacerle sentir el peso de una mano justiciera dirigida por mí, dio mayor fuerza a mi voluntad. ¡Era preciso buscarle, burlar su astucia, sorprenderle, cogerle, destrozarle!

      – Veamos lo que hizo usted.

      – Desde luego, sabiendo que ese hombre estaba en Madrid parecía natural creer que vivía en alguna parte.

      – Eso no tiene la menor duda.

      – Yo pensé de otra manera; yo pensé que viviría en muchas partes.

      – Ya… es decir, que cambiaría todos los días de domicilio para desorientar a sus perseguidores.

      – Justamente. Pero esta idea tenía poco valor, mientras no se averiguase una por lo menos de las guaridas del miserable. Empecé sin resultado mis pesquisas, cuando de repente vino en mi ayuda la casualidad, proporcionándome un nuevo encuentro con él cierta noche que volvíamos a casa Paquita y yo un poco tarde.

      – ¿Y le habló a usted?

      – ¡Qué disparate! No me conoció: yo sí le conocí perfectamente, a pesar de que iba embozado hasta los ojos.

      – ¿Y dónde fue ese encuentro?

      – En la calle Mayor. Eran las nueve. Él iba en dirección a la plaza de la Villa. Paquita y yo veníamos de casa del Sr. Grima, corregidor que fue de Vitoria.

      – Y usted y Paquita, llenas de terror, avivaron el paso para huir de él.

      – Al contrario, volvimos atrás… y le seguimos.

      – ¿Le siguieron?

      – Sí, señor. Nos arrebujamos muy bien en nuestros mantones y le seguimos a cierta distancia. Como él anda tan aprisa, llegamos sin aliento a la calle de Santiago.

      – Donde se escurrió por algún portal, y aquí paz y después gloria.

      – Entró, sí, en una casa; pero yo no me desconcerté por eso, y con toda serenidad examiné el edificio detenidamente. Era un palacio enorme, pesado y triste, con grandes balcones y un escudo formidable sobre el del centro. Parecía la vivienda de un Grande de España, y Monsalud, al entrar en ella, iba a visitar a alguien; de ningún modo a quedarse allí.

      – Muy bien pensado; pero las casas de los grandes, sobre todo si los que las habitan no son muy grandes, suelen tener bohardillas que se alquilan a gente pobre, y a las cuales se sube por la escalera de servicio.

      – También pensé yo esto – dijo Jenara demostrándome su prodigioso método de raciocinio; – y para salir de duda me decidí a preguntar al portero.

      – Lo que no dejaba de ser aventurado y sospechoso.

      – No me importaba: yo entré resueltamente y dije al portero: «¿Vive en las bohardillas de esta casa una pobre viuda enferma, llamada Doña Petra, que ha puesto un anuncio en el Diario, pidiendo una limosna a las almas caritativas?». El portero me informó de lo que yo quería saber, diciendo: «En esta casa no hay bohardillas alquiladas, ni aun vivideras, ni aquí vive nadie más que mi amo el Sr. Conde…». Ya estaba segura de que Monsalud no vivía allí y de que más tarde o más temprano saldría. Paquita y yo nos llenamos de paciencia, y aguardamos.

      – ¡Qué valor, qué constancia sublime!… En una noche fría… dos mujeres solas en la calle.

      – Nadie se metió con nosotras. Antes de las once Monsalud salió.

      – ¿Y le siguieron ustedes?

      – Le seguimos. Él miraba atrás algunas veces; pero viendo transeúntes indiferentes o mujeres, seguía tan tranquilo.

      – ¿Y fue larga la segunda caminata?

      – No muy larga. Entró en el café de Levante, pero no por la puerta del local público, sino por otra lóbrega y estrecha que hay al costado y por la cual creo se sube a la tertulia.

      – Así es en efecto. Supongo que no entrarían ustedes en el café ni aguardarían tampoco la salida del aventurero, porque tales garitos no se vacían hasta la madrugada.

      – Entrar no; pero aguardar sí – me contestó con una serenidad que me dejó pasmado. – En aquella acera, que es de gran tránsito a causa de las puertas de los cafés cercanos, hay muchas mujeres y chicos que piden limosna, castañeras, ciegos que venden villancicos, y también muchos rateros y gente sospechosa, con la cual alternan en amor y compaña los alguaciles. Paquita limpió el lodo junto a la puerta por donde él había entrado y por donde esperábamos que saliera, y…

      – ¡Jesús, María y José! – exclamé interrumpiéndola: – ¿fue usted capaz?

      – Sí señor; nos sentamos allí – repuso con la mayor naturalidad del mundo. – Con los mantos sobre la cabeza, no nos diferenciábamos gran cosa de la sociedad allí reunida… Yo no me acobardaba ante ningún obstáculo. Resuelta a marchar derecha a mi objeto, llena y encendida toda el alma con la llama de un aborrecimiento que era mi sostén y mi martirio, no reparaba en dificultades. Sólo así se vence, Sr. Pipaón.

      – ¿Y hasta cuándo duró la guardia?

      – Hasta las cuatro de la mañana. Fue aquella noche que estuve fuera de casa. ¿Se acuerda usted? Entré por la mañana diciendo que había estado acompañando a una amiga parturienta.

      – Me acuerdo, sí.

      – Hasta las cuatro, sí. Nos levantamos de allí medio heladas – continuó riendo. – Él salió con otros tres; marchó hacia la calle Mayor. A la entrada de la de Boteros, uno de ellos se separó, y Monsalud con los dos restantes entró en la plaza. Les seguimos a bastante distancia; pasaron a la calle de Toledo y pasamos también nosotras. Detuviéronse en la esquina de la calle Imperial, y entonces resolvimos adelantarnos y pasar junto a ellos para que no sospecharan que les seguíamos. Cuando pasamos oí claramente la voz de Salvador, que decía a sus compañeros: «Estoy muy fatigado, y me voy a acostar…». Siguiéndole, pues, hasta el fin, era seguro que sabríamos dónde vivía.

      – ¡Qué admirable paciencia! El más astuto y diligente alguacil no haría otro tanto.

      – Esto no puede hacerlo la justicia que es mercenaria y venal; lo hace una mujer.

      – ¿Y dónde vivía?

      – En la calle de Segovia. Detúvose en una puerta, y después de dar varios golpes, bajaron a abrirle y entró.

      – Dando fin con esto a las investigaciones de usted, pues no creo…

      – No entramos… ¡qué disparate! Pero examiné cuidadosamente la casa. En los balcones del piso segundo de ella había los papeles que suelen ponerse en las casas de pupilos. En la parte exterior del portal vi una muestra que anunciaba lo siguiente: Pepita Rojo, bordadora en

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