Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca - Benito Pérez Galdós

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como yo tenía tantos amigos, como conservaba excelentes relaciones con los hombres más eminentes, no sólo esperaba defenderme de los que me querían empujar hacia abajo, sino también recobrar el terreno perdido. Alagón, Ugarte, D. Buenaventura, Imas, Villela, San Fernando, Lozano de Torres, me tenían en gran aprecio y me halagaban con fastuosas promesas.

      Yo no descansaba. Comprendiendo, como groseramente dice el refrán, que el que no llora no mama, vivía sobre un pie, de visita en visita, de conferencia en conferencia, de lamento en lamento, pidiendo a todos, ya en desnudas ya en artificiosas razones; exponiendo mis méritos, como se exponían entonces; desacreditando a todo el que estuviese en olor de candidato; trabajando a lo topo y a lo castor, en la oscuridad y a la luz del día; armando muchos enredillos y ganando voluntades y levantando polvaredas de intriga y humaredas de adulación; en fin, practicando todo lo que un hombre listo practicaba entonces y practica hoy en circunstancias análogas, que estas viejas mañas son de hoy como ayer, y primero faltarán garbanzos que Pipaones en España. Oí decir un día que la vacante se proveería al siguiente. Corrí a ver al Sr. Lozano en su despacho del ministerio, y cuando me vio puso cara agridulce, como de quien sonríe para disimular disgusto. Temblando aguardé mi sentencia.

      Lozano de Torres era pequeño y cari-fruncido, con un airoso moñito de pelo rubio sobre la frente, graciosamente arremolinado. Iba ya para viejo; sus movimientos eran tardos, sus pasos meditados, y al andar, colocaba en el suelo con una especie de estudio el blando pie, calzado con zapato de paño. Poníase ordinariamente muy serio, queriendo de este modo tomar la máscara de los hombres de saber; pero con los amigos de confianza, y cuando no se trataban asuntos graves del ramo, era francote y risueño, mostrando a las claras su alma sencilla y su rústico entendimiento. Tan declaradamente manifestaba su índole al hablar, que sólo le faltaba decir: «¡Dios mío, cuán bobo soy!».

      Hízome sentar a su lado; ofreciome un polvo, que rehusé; diome después un cigarrillo, y tras un par de toses, habló de esta manera:

      – Querido Pipaón, anoche me habló largamente de usted Su Majestad. Conviene en la precisión de dar a usted un puesto correspondiente a sus dilatados… a sus dilatados servicios.

      – En efecto – repuse; – la última vez que tuve el honor de entrar en la cámara real Su Majestad me dijo que la plaza vacante del Consejo Real sería para mí.

      El ministro cerró fuertemente un ojo, torciendo con extraño mohín la boca.

      – ¿La vacante del Consejo?… – balbuceó. – Sí… en efecto; yo mismo prometí a usted… Si de mí solo dependiese; pero…

      – ¿Pero qué… pero qué? – dije remedando la perplejidad de Lozano. – ¿Es esto formal? ¿Se puede decir hoy una cosa y mañana otra? Si se me cree indigno de formar parte de una corporación en la cual han entrado peluqueros, boticarios y mozos de caballerizas, díganlo de una vez… ¿Por ventura la he pretendido yo?

      – No, ya sé que es usted modesto.

      – Yo no he pedido la plaza… han venido a ofrecérmela, empezando por el Rey; me han estado pinchando mucho tiempo; me han sacado de mis casillas… Si yo no quiero ser consejero, si no quiero figurar… Por todo el oro del mundo no sacrificaría mi dignidad en cambio de una posición.

      – Vaya, Sr. de Pipaón, no se amosque por tan poca cosa – dijo el buen Torres. – ¿Por qué no espera usted ocasión más favorable? Siendo usted quien es, no tardará en ser consejero. Pronto habrá más vacantes. Aguarde usted unos meses… Su Majestad la Reina Doña Amalia estará embarazada bien pronto. Cuando venga lo que ha de venir, se repartirán muchas mercedes, sobre todo si es Príncipe…

      – Señor Ministro – repuse, sin poder contener mi sofocación; – se han burlado ustedes de mí. Esto no se hace con un hombre que ha prestado tantos y tan difíciles servicios al Reino, al Rey, a los amigos, a usted mismo.

      – Es verdad, por eso dije que anoche acordamos darle a usted una recompensa magnífica – afirmó su excelencia melifluamente.

      – ¿Cuál?

      – Puede usted escoger. La Superintendencia de la Moneda en Méjico, la…

      – ¿Indias, Sr. Lozano? – exclamé con el mayor desdén. – Ya sabe usted que no me gusta viajar por mar. Puesto que se me trata de ese modo, renunciaré a servir en la Administración. Para ir a América y labrarme en cinco años una fortuna, no necesito que el Gobierno me dé un destino con visos de destierro.

      – Entonces, amiguito… Debo advertirle que Su Majestad fue quien manifestó deseos de que marchase usted a América.

      – Es raro – respondí. – La última vez que nos vimos, Su Majestad no me dio un canastillo de cerezas como a Campo Sagrado, ni un mazo de cigarros como a Villamil. Yo no pretendí la plaza de consejero; yo no la quería; yo no di paso alguno para que se me diera; pero me la ofrecieron: se ha dicho que yo iba a entrar en el Consejo; he recibido ya las felicitaciones y aun algunos regalos anticipados como previa acción de gracias por beneficios que no he hecho todavía… por consiguiente, si ahora salimos con que no hay nada, mi situación no puede ser más grotesca. Mi dignidad, mi honor, indúcenme a no admitir otro destino que el de Consejero.

      – Pues hijo – repuso Lozano, dando un suspiro. – Lo que es eso… La vacante está ya provista.

      Y me alargó un papel que tomó de la próxima mesa.

      VI

      – ¡Me lo figuraba! – exclamé con indignación, devolviendo la minuta después de leerla. – El nuevo consejero es el sobrino del marqués de M***. ¡Bonito nombramiento!

      La ira apenas me permitía articular las palabras. Pegajosa saliva entorpecía mi lengua, y con los crispados dedos arañaba los brazos del sillón en que me sentaba.

      – ¡El sobrino del marqués de M***! – repetí. – ¡Me lo temía!…

      – Mañana aparecerá en la Gaceta.

      – Y mañana sabrá España, ¿qué digo?, sabrá la Europa entera, sí señor, la Europa entera, cuáles son las prendas, cuáles los antecedentes que se necesitan aquí para escalar los puestos del Consejo. En primer lugar, ser jugador, borracho, calavera, no pagar las deudas contraídas, deber más de tres mil reales en Canosa; y en segundo lugar, no saber más que un poco de latín, echársela de traductor de Horacio, decir mil pedanterías a propósito de leyes antiguas, defender malamente algún pleito de tenuta, criticar en todo, fantasear en la Sala de Alcaldes, hablar mal de los funcionarios honrados y respetables como usted, y también tener de brevas a higos algún tratadillo con los masones de Granada y de Madrid.

      D. Juan Esteban alzó los hombros.

      – ¡Qué personajes, Santo Dios! – proseguí sin que con tanto hablar se desfogara mi cólera. – Tal sobrino para tal tío…

      – Silencio – dijo vivamente Lozano. – El marqués de M*** está aquí.

      En efecto, sin previo anuncio, porque a causa de su intimidad con el ministro no lo necesitaba, apareció en el despacho el marqués de M***, el cual no era otro que aquel famoso personaje a quien puse el nombre de D. Buenaventura, tapando con esta especie de benevolencia el suyo propio, para que la posteridad no le mortificase. Fue mi protector, mi amigo, mi Providencia en los primeros años de mi carrera. Por esta razón infundíame siempre mucho respeto, y aunque últimamente solía mostrar cierta envidia de mi rápido encumbramiento y me molestaba cuanto podía, yo, hombre agradecido, le ponía generosamente a él como a sus sobrinos, fuera

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