Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca - Benito Pérez Galdós

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tan singular modo de comunicarse conmigo? ¿Era él realmente o algún chusco desocupado? Y quien quiera que fuese, ¿de qué medios se había valido para dirigirme tan atroz apercibimiento?

      Mi casa no era casa de duendes, aunque muy antigua y grande, propia por lo tanto para que se pasearan por ella los invisibles habitantes de la sombra, si el miedo les permitía la entrada. Felizmente yo no creía en brujerías, ni en chuscadas de duendes, ni en fabulosas correrías de almas en penas. Ni por un instante pensé en tales puerilidades. Pero al mismo tiempo yo tenía la seguridad, gracias a un reconocimiento prolijo que a poco de mi mudanza hice, de que mi casa, con ser de dos puertas, no tenía comunicaciones novelescas, ni sótanos, ni compuertas, ni armarios maravillosos, ni escotillones, ni ninguna tramoya de esas que en el teatro y en los libros dan materia para un sorprendente enredo. No teniendo, pues, mi casa secreto alguno, era evidente que alguno de los criados había sido mensajero del extraño mensaje.

      Eran tres: el primero, que tenía por nombre Farrancho, servíame de mandadero, ayuda de cámara y también de amanuense en casos de mucha urgencia, y era hombre de honradísimos antecedentes, por su cacumen casi incapaz de Sacramento, pues discurría como una acémila, por su carácter moral apreciabilísimo al parecer. Jamás le cogí en mentira, ni en hurto, ni en falta alguna.

      La segunda persona de mi servidumbre era una mujer, una venerable matrona bastante vieja y fea para no incurrir en deslices amorosos, bastante joven y aseada para servir bien y guisar mejor; Marta por lo diligente y entendida en cosas domésticas, Magdalena por lo piadosa. Había servido a monjas durante veinte años, con lo cual dicho se está que era la prudencia misma, la santidad personificada, la honradez en efigie. Jamás se ocupó de chismes domésticos, y parecía carecer del uso de la palabra, como no fuera para emplear ciertas fórmulas piadosas, pues nunca entraba en mi cuarto sin decir lúgubremente el estribillo cartujo de morir tenemos. Su obediencia era ciega, su solicitud extremada, su cariño firme y mudo como el de los buenos esclavos, su arte culinario de plata, su silencio de oro. Hasta su nombre era admirable de concisión y santidad. Se llamaba Doña Fe.

      Había además en la casa otra hembra; pero no me servía a mí (aunque bien lo quisiera yo), sino a Jenara, de quien era doncella. Paquita, guapa moza, estaba desde poco antes en casa, y no me eran conocidas las prendas de su carácter. Parecía excelente muchacha. Mis sospechas recaían principalmente en ella, después en Farrancho. Doña Fe estaba libre de toda suposición desfavorable, porque además de tener un carácter formalísimo, incapaz de toda farsa o enredo, hallábase a la sazón en cama, molestada de horribles dolores en la cara y oídos.

      Después que mentalmente repasé las cualidades de aquel doméstico triunvirato, recayó mi atención en el asunto principal, en la extraña hoja que tan a deshora había venido a turbar la tranquilidad de un hombre de bien, servidor diligente de su Rey y de su patria. Lo más singular del singularísimo documento era que el autor de él, ya fuese en realidad Monsalud u otro cualquier pelanduscas de su propio estambre, al mismo tiempo que solicitaba mi auxilio, me ofrecía su protección, como parecía indicarlo el no te pesará. Pero a renglón seguido me amenazaba de un modo insolente. El te acordarás de mí me ponía en gran cuidado… ¿Sería aquello una farsa ridícula? El que ofrece protección o castigo es porque tiene poder; y si Monsalud tenía poder, ¿por qué solicitaba mi auxilio?… ¿Debía yo despreciar el escrito o fijar en él toda mi atención?

      Pensando en esto, venían a mi memoria recuerdos del ardiente carácter de mi antiguo amigo; surgía ante los ojos de mi imaginación su figura, representándomela desmelenada, horrible, teñida de la palidez siniestra del jacobinismo; volviendo a contemplar el escrito en cuyos caracteres se conocía la mano de Salvador, y dueño de mi espíritu, el miedo me sumergía de nuevo en vacilaciones sin fin.

      Las palabras del escrito indicaban una resolución firme. Lo que a mis lectores podrá parecer oscuro y enigmático, para mí no lo era entonces, por ser común y aun popular el tiznar con viles apodos la persona de hombres esclarecidos y respetabilísimos, que consagraban su vida al servicio del Reino. Así el Zorro, era D. Juan Esteban Lozano de Torres, ministro de Gracia y Justicia; el Tigre, mi amigo y protector D. Buenaventura, recientemente convertido en marqués de M***, y el Elefante, D. Ignacio Martínez Villela, consejero de Castilla y hombre muy metido en Palacio, aunque por entonces corrían voces de que era masón.

      Después de mucho meditar, no repuesto del mortal susto, juzgué que para requerir a los criados convenía esperar al siguiente día. Acosteme; pero el sueño huía de mis ojos. No se apartaban de mi mente las anécdotas que acerca de los masones y su audacia había oído contar últimamente sin darles importancia; recordé lo que por entonces se decía de connivencias misteriosas, de sobornos de criados, con otras artimañas atrevidas que establecían una verdadera mina dentro y debajo de la sociedad.

      Yo procuraba determinar algo; pero ninguna resolución definitiva lograba echar su raíz en mi vacilante y perturbada voluntad. Mi entendimiento excitado por la vigilia, iba de aquí para allí, entre las revueltas olas de un mar de ideas, empujado, ya de un lado, ya de otro, sin poder llegar a ninguna orilla, ni sumergirse en el silencioso y quieto fondo, que era el dormir y lo que yo más deseaba.

      Pero la luz del día ¡bendita sea mil veces!, disipó aquel delirio caliginoso en que mi pensamiento con angustia se revolvía como un loco en su jaula. Se me presentó el hecho en proporciones muy pequeñas, y libre ya del miedo, si no del recelo, tomé dos resoluciones: no hacer caso del escrito, e interrogar a mis criados para despedir de mi honrado hogar al delincuente.

      Cuando conté el caso a Doña Fe llenose de miedo, trajo al punto de la iglesia un cantarillo de agua bendita, y roció toda la casa, recitando exorcismos. La piadosa mujer, hecha un mar de lágrimas al ver el peligro que mi persona había corrido, me dijo haber visto a Farrancho en la calle el día anterior, secreteándose con individuos de aspecto tan revolucionario como heterodoxo, y aunque el tunante protestó y lloró, y me mojó las manos con la baba de sus hipócritas besos, le despedí. Su culpabilidad era evidente. Jenara me respondió de la inocencia de su doncella, y antes hubiera dudado yo de mí propio que de la venerable matrona a quien tan bien sentaba el nombre de Fe. Baraona quiso levantarse a deshora del lecho para dar dos palos al infame y desleal muchacho; pero le contuvimos, y durante un rato Jenara y yo hablamos vagamente del asunto.

      – Yo tampoco he dormido nada en toda la noche – me dijo.

      Le pregunté si también había recibido papelito; pero no se dignó contestarme.

      V

      El incidente que he referido dejó de preocuparme al siguiente día, y poco a poco fue olvidado por completo. Salgamos ahora de mi casa y veamos cómo andaban las cosas públicas en aquellos días, que eran los últimos de Octubre de 1819, a los once meses de la sangrienta conspiración de Vidal en Valencia y a los cuatro de los sucesos del Palmar.

      Grandes mudanzas habían ocurrido en la corte desde 1815 a 1819. En tan breve tiempo Fernando se había casado dos veces, la primera, con Isabel de Braganza (cuyas bodas concertó en el Brasil Fray Cirilo de Alameda y Brea, enviado secreto de Su Majestad Católica), la segunda, con María Amalia de Sajonia, hermosa y desabrida, humilde y bondadosísima, devota y también algo poetisa. Mientras reinó Isabel, la influencia política de los criados mermó mucho en Palacio, y este fue lo que debía ser, una vivienda de Reyes; pero desde Diciembre del 18, en que Dios se llevó de la tierra a la insigne Princesa, las culebras de la camarilla empezaron a recobrar su imperio. Sin embargo, ni Alagón ni Chamorro fueron tan poderosos. Ramírez de Arellano y un tal Villar Frontín, antiguo escribano del resguardo, eran los que se comían el Reino crudo.

      Nueva gente se encontraba en las oficinas, en los Consejos, en Palacio, y los ministros variaban a menudo; que no es la inconstancia don peculiar de los poderes constitucionales. En seis años vi bajar y subir tantos, que casi se pierde la cuenta de ellos. Ceballos se hundió en Octubre de 1816. D. Tomás Moyano había desaparecido también del

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