Episodios Nacionales: Gerona. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Gerona - Benito Pérez Galdós

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dijeron: – Muchacho, ven acá – y tanto miré por el techo y las paredes que alcancé a ver detrás de una reja una mano blanca, y una cara arrugada y petiseca. Ya no tuve miedo, y fui allá. La monjita me dijo: – Ven, no temas, tengo que hablarte. – Yo me acerqué a la reja y le dije: – Señora, perdóneme usía; yo creí que era usted el demonio.

      – Sería una pobre monja enferma que no pudo salir con las demás.

      – Eso mismo. La señora me dijo: – Muchacho, ¿cómo has entrado aquí? Dios te manda para que me hagas un gran servicio. La comunidad se ha marchado. Estoy enferma y baldada. Quisieron llevarme; pero se hizo tarde y aquí me dejaron. Tengo mucho miedo. ¿Se ha quemado ya toda la ciudad? ¿Han entrado los franceses? Ahora quedándome medio dormida soñé que todas las hermanas habían sido degolladas en el matadero, y que los franceses se las estaban comiendo. Muchacho, ¿te atreverás tú a ir ahora mismo al fuerte de Alemanes y dar esta esquela a mi sobrino don Alonso Carrillo, capitán del regimiento de Ultonia? Si lo haces, te daré este plato de guindas que ves aquí, y este medio pan.... – Aunque no me lo diera, lo habría hecho, encantimás… Cogí la esquela, ella me dijo por dónde había de salir, y corrí a los Alemanes. Gasparó chillaba más; pero yo le dije: – Si no callas te metemos dentro de un cañón como si fueras bala, disparamos, y vas a parar rodando a donde están los franceses, que te pondrán a cocer en una cacerola para comerte. – Llegué a Alemanes. ¡Qué fuego! Lo de aquí no es nada. Las balas de cañón andaban por allí como cuando pasa una bandada de pájaros. ¿Crees que yo les tenía miedo? ¡Quia! Gasparó seguía llorando y chillando; pero yo le enseñaba las luces que despedían las bombas, le enseñaba las chispas de los fogonazos, y le decía: – ¡Mira qué bonito! Ahora vamos nosotros a disparar también los cañones. – Un soldado me dio una manotada, echándome para afuera, y caí sobre un montón de muertos; pero me levanté y seguí palante. Entró el gobernador, y cogiendo una gran bandera negra que parece un paño de ánimas, la estuvo moviendo en el aire, y luego les dijo que al que no fuera valiente le mandaría ahorcar. ¿Qué tal? Yo me puse delante y grité: – Está muy bien hecho. – Unos soldados me mandaron salir, y las mujeres que curaban a los heridos se pusieron a insultarme, diciendo que por qué llevaba allí esta criatura… ¡Qué fuego! Caían como moscas; uno ahora, otro en seguida… Los franceses querían entrar, pero no los dejamos.

      – ¿Tú también?

      – Sí; las mujeres y los paisanos echaban piedras por la muralla abajo sobre los marranos que querían subir; yo solté a Gasparó, poniéndolo encima de una caja donde estaba la pólvora y las balas de los cañones, y también empecé a echar piedras. ¡Qué piedras! Una eché que pesaba lo menos siete quintales, y cogió a un francés, partiéndolo por mitad. Aquello tenía que ver. Los franceses eran muchos, y nada más sino que querían subir. Vieras allí al gobernador, Andresillo. D. Mariano y yo nos echamos pa delante… y nos pusimos a donde estaba más apurada la gente. Yo no sé lo que hice, pero yo hice algo, Andrés. El humo no me dejaba ver, ni el ruido me dejaba oír. ¡Qué tiros! En las mismas orejas, Andrés… Está uno sordo. ¡Yo me puse a gritar llamándoles marranos, ladrones y diciendo que Napoleón era un acá y un allá! Puede que no me oyeran con el ruido; pero yo les puse de vuelta y media. Nada, Andrés, para no cansarte, allí estuve mientras no se retiraron. El gobernador me dijo que estaba satisfecho, no, a mí no me habló nada, se lo dijo a los demás.

      – ¿Y la carta?

      – Busqué al Sr. Carrillo. Yo le conocía; lo encontré al fin cuando todo se acabó. Dile el papel, y me dio un recado para la señora monja. Luego acordándome de Gasparó, fui a recogerle donde le había dejado, pero no lo encontré. Todo se me volvía gritar: «¡Gasparó, Gasparó!» pero el niño no parecía. Por fin me lo veo debajo de una cureña, hecho un ovillo, con los puños dentro de la boca, mirando afuera por entre los palos de la rueda y con cada lagrimón… Echémele a cuestas y corrí a las Capuchinas. Pero aquí viene lo bueno, y fue que como yo venía pensando en batallas, y con la cabeza llena de todo aquello que había visto, se me olvidó el recado que me dio el señor Carrillo para la monjita. Ella me reprendió, diciéndome que yo había roto la carta y que la quería engañar, por lo cual no pensaba darme el plato de guindas ni el pan ofrecidos. Se puso a gruñir y me llamó mal criado y bestia. Gasparó echaba sangre del dedo de un pie y la monjita le lió un trapo; pero las guindas… nones. Por fin, amigo Andrés, todo se arregló porque vino el mismo Sr. Carrillo, con lo cual la señora me dio las guindas y el pan y eché a correr fuera del convento.

      – Lleva este chico a tu casa para que le cuide tu hermana – dije reparando que el pobre Gasparó sangraba aún del pie.

      – Después – me contestó. – He guardado algunas guindas para Siseta.

      – Muchachos – gritó Manalet que se había alejado con sus compañeros y volvía a la carrera – por la calle de Ciudadanos va el gobernador con mucha gente, muchas banderas; delante van las señoras cantando, y los frailes bailando, y el obispo riendo, y las monjas llorando. Vamos allá.

      Como se levanta y huye una bandada de pájaros, así corrieron y volaron aquellos muchachos, dejando libre de su infantil algazara la muralla de Santa Lucía. Yo no me moví de allí en todo el día, y las señoras nos repartieron raciones de pan y carne, ambos manjares de detestable sabor y olor; pero como no había otra cosa, fuerza era apechugar con ello, sin mostrar asco, ni repugnancia, ni desgana, para no enojar a D. Mariano.

      Al anochecer, y cuando marchaba de Santa Lucía al Condestable, encontré a D. Pablo Nomdedeu en la calle de la Zapatería, donde había varios heridos arrojados por el suelo.

      – Andrés – me dijo – todavía no he vuelto a mi casa. ¿Pasará algo? Creo que en la calle de Cort-Real no ha caído ninguna bomba. ¡Cuánto herido, Dios mío! La jornada ha sido gloriosa; pero nos ha costado cara. Ahora mismo estuvo aquí el gobernador visitando a esta pobre gente, y les dijo que la guarnición y los paisanos habían dejado atrás en el día de hoy a los más grandes héroes de la antigüedad.

      – ¿Ha curado usted muchos heridos?

      – Muchísimos, y aún quedan bastantes. Mis compañeros y yo nos multiplicamos; pero no es posible hacer más. Yo quisiera tener cien manos para atender a todos. También yo estoy herido. Una bala me tocó el brazo izquierdo; pero no es cosa de cuidado. Me he liado un trapo y no he tenido tiempo para más… ¿Qué habrá sido de mi pobre hija?

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