Episodios Nacionales: Gerona. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Gerona - Benito Pérez Galdós страница 9
Había que ver el empuje de aquellas columnas de cerdos, señores. No parecían sino lobos hambrientos, cuyo objeto no era vencernos, sino comernos. Se arrojaban ciegos sobre la brecha, y allí de nosotros para taparla. Dos veces entraron por ella dispuestos a echarnos de la cortina; pero Dios quiso que nosotros les echásemos a ellos. ¿Por qué? ¿De qué modo? Esto es lo que no sabré contestar a ustedes si me lo preguntan. Sólo sé que a nosotros no se nos importaba nada morir, y con esto tal vez está dicho todo. D. Mariano se presentó allí, y no crean ustedes que nos arengó hablándonos de la gloria y de la causa nacional, del rey y de la religión. Nada de eso. Púsose en primera línea, descargando sablazos contra los que intentaban subir, y al mismo tiempo nos decía: «Las tropas que están detrás tienen orden de hacer fuego contra las que están delante, si estas retroceden un solo paso». Su semblante ceñudo nos causaba más terror que todo el ejército enemigo. Como algún jefe le dijera que no se acercase tanto al peligro, respondió: «Ocúpese usted de cumplir su deber, y no se cuide tanto de mí. Yo estaré donde convenga».
Marchose después a otro punto, donde creía hacer falta, y sin él nos aturdimos de nuevo. Aquel hombre traía consigo una luz milagrosa, que nos permitía ver mejor el sitio y medir nuestros movimientos y los de los franceses, para que estos no pudieran echársenos encima. Los soldados enemigos morían como moscas al pie de la brecha; pero de los nuestros caían también por docenas. Recuerdo que un compañero mío muy amado fue herido en el pecho y cayó junto a mí en uno de los momentos de mayor apuro, de más vivo fuego, de verdadera angustia y cuando un ligero esfuerzo de más o de menos por una parte u otra habría decidido si la muralla quedaba por Francia o por España. El desgraciado muchacho quiso levantarse, pero inútilmente. Dos monjas se acercaron, despreciando el fuego, y lo apartaron de allí.
Pero la pérdida más sensible fue la del jefe don Rodulfo Marshall. Tengo la gloria de haberle recogido en mis brazos en el mismo boquete de la brecha, y no se me olvidará lo que dijo poco después, tendido en la calle en el momento de expirar: «Muero contento por causa tan justa y por nación tan brava».
Cuando esto pasó, ya los franceses indicaban haber desistido de entrar en la ciudad por aquella parte. Y hacían bien, porque estábamos cada vez más decididos a no dejarles entrar. Si a tiros no lográbamos contenerlos, los acuchillábamos sin compasión; y como esto no bastara, aún teníamos a la mano las mismas piedras de la muralla para arrojarlas sobre sus cabezas. Esta era un arma que manejaban las mujeres con mucho denuedo, y desde los contornos llovían guijarros de medio quintal sobre los sitiadores. Cuando la función en la muralla de Santa Lucía terminaba, no nos veíamos unos a otros, porque el polvo y el humo formaban densa atmósfera en toda la ciudad y sus alrededores, y el ruido que producían las doscientas piezas de los franceses vomitando fuego por diversos puntos, a ningún ruido de máquinas de la tierra ni de tempestades del cielo era comparable. La muralla estaba llena de muertos que pisábamos inhumanamente al ir de un lado para otro, y entre ellos algunas mujeres heroicas expiraban confundidas con los soldados y patriotas. La señora Sumta estaba ronca de tanto gritar, y D. Pablo Nomdedeu, que había arrojado muchas piedras, tenía los dedos magullados; pero no por esto dejaba de cuidar a los heridos, ayudándole muchas señoras, algunas monjas y dos o tres frailes, que no valían para cargar un arma.
De pronto veo venir un chico que se me acerca haciendo cabriolas, saludándome desde lejos a gritos y esgrimiendo un palo en cuya punta flotaba el último jirón de su barretina. Era Manalet.
– ¿Dónde has estado? – le pregunté. – Corre a tu casa, entérate de si tu hermana ha tenido novedad, y dile que yo estoy sano y bueno.
– Yo no voy ahora a casa. Me vuelvo a San Cristóbal.
– ¿Y qué tienes tú que hacer allí, en medio del fuego?
– La barretina tiene tres balazos – me dijo con el mayor orgullo, mostrándome el gorro hecho trizas. – Cuando se quedó así la tenía puesta en la cabeza. No creas que estaba en el palo, Andrés. Después la he puesto aquí para que la gente la viera toda llena de agujeros.
– ¿Y tus hermanos?
– Badoret ha estado en Alemanes, y ahora me dijo que él solo había matado no sé cuántos miles de franceses, tirándoles piedras. Yo estaba en San Cristóbal: un soldado me dijo que se le habían acabado las balas, y que le llevara huesos de guinda, y le llevé más de veinte, Andrés.
– ¿Y Gasparó?
– Gasparó anda siempre con mi hermano Badoret. También estuvo en Alemanes, y aunque Siseta le quiso dejar encerrado en casa, él se escapó por la puerta de atrás. Ahora hemos estado juntos, buscando algo que comer en aquel montón de desperdicios que hay en la calle del Lobo; pero no encontramos nada. ¿Tienes algo, Andrés?
– Algo, ¿qué es eso? ¿Pues acaso queda algo que comer en Gerona? Aquí no se come más que humo de pólvora. ¿Has visto al gobernador?
– Ahora iba por ahí arriba. Parece como que va al Calvario. Nosotros bajábamos con otros chicos, y cuando le vimos, pusímonos en fila, gritando: «Viva Su Majestad el gobernador D. Mariano». ¡Pues querrás creer que no nos dijo tanto así! Ni siquiera nos miró.
– ¡Hombre, qué falta de cortesía! ¡No saludar a gente tan respetable!
– Después Badoret se metió en las Capuchinas, porque estaba abierta la puerta. Andrés, ¿sabes que allí hay un soldado muerto que tiene un tronco de col en la mano? Si me das licencia se lo quitaré.
– No se toca a los muertos, Manalet. Veremos si ahora que hemos destrozado a los franceses, nos dan alguna cosa.
Infinidad de mujeres ocupábanse allí en retirar a los heridos, y también repartían a los sanos algunas raciones de pan negro y muy poco vino. Nosotros veíamos a los franceses, retirándose por el llano adelante, y no podíamos reprimir un sentimiento de ardiente orgullo al ver el resultado tan colosal con tan pequeños medios. Parecía realmente un milagro que tan pocos hombres contra tantos y tan aguerridos nos defendiéramos detrás de murallas cuyas piedras se arrancaban con las manos. Nosotros nos caíamos de hambre, ellos no carecían de nada; nosotros apenas podíamos manejar la artillería, ellos disparaban contra la plaza doscientas bocas de fuego. Pero ¡ay!, no tenían ellos un D. Mariano Álvarez que les ordenara morir con mandato ineludible, y cuya sola vista infundiera en el ánimo de la tropa un sentimiento singular que no sé cómo exprese, pues en él había además del valor y la abnegación, lo que puede llamarse miedo a la cobardía, recelo de aparecer cobarde a los ojos de aquel extraordinario carácter. Nosotros decíamos que el yunque y el martillo con que Dios forjó el corazón de D. Mariano no había servido después para hacer pieza alguna.
Manalet se separó de mí, y al poco rato le vi aparecer con otros muchos chicos, todos descalzos, sucios, harapientos y tiznados, entre los cuales venía su hermano Badoret, trayendo a cuestas a Gasparó, cuyos brazos y piernas colgaban sobre los hombros y por la cintura de aquel. Todos venían muy contentos, y especialmente Badoret que repartía algunas guindas a sus compañeros.
– Toma, Andrés – me dijo el chico dándome una guinda. – Ya tienes para todo el día. Toma esta otra y repártela entre tus compañeros, que tendrán un hambre… ¿Sabes cómo las he ganado? Pues te contaré. Iba yo con Gasparó a cuestas por la calle del Lobo, y vi abierta la puerta del convento de Capuchinas, que siempre está cerrada. Gasparó me pedía pan con chillidos y más chillidos, y yo le pegaba de coscorrones para que callara, diciéndole que si no callaba, se lo contaría al señor gobernador. Pero cuando vi abierta la puerta del convento, dije: «aquí ha de haber algo», y me colé dentro. Metime en el patio, entré después en la iglesia, pasé al coro; luego a un corredor largo donde había muchos cuartos chicos, y no vi a nadie. Registré todo, por si caía cualquier cosa;