Episodios Nacionales: Gerona. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Gerona - Benito Pérez Galdós

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enferma, levantándose de su asiento sin ser sentida, se acercó a nosotros.

      – Hija mía – le dijo Nomdedeu con sorpresa y cariño a pesar de la certeza de no ser oído – tu disposición a andar me prueba que estás mucho mejor. Unos cuantos paseos por las afueras de la ciudad te pondrían como nueva. ¡Ay, Andrés! – añadió dirigiéndose a mí-, daría diez años de mi vida por poder dar diez paseos con mi hija por el camino de Salt. Por espacio de muchos meses ha permanecido en una postración lastimosa, y ahora su naturaleza, sintiéndose renacer, busca el movimiento y quiere sacudir la mortal somnolencia.

      Josefina recorría la habitación con paso ligero, y sus mejillas se tiñeron de levísimo carmín.

      – ¡Oh, qué alegría! – exclamó D. Pablo. – En todo un año no has andado tanto como en estos tres minutos. Mira, Andrés, cómo se le colorea el semblante. La sangre circula, los miembros adquieren soltura y brío, la apagada pupila brilla con nuevo ardor, y una respiración cadenciosa y enérgica sale del oprimido pecho.

      Diciendo esto mi amigo abrazó y besó a su hija con entusiasmo.

      – Aquí tienes, insigne Marijuán – prosiguió con júbilo – el resultado de mi sistema. Todos decían: «El Sr. D. Pablo Nomdedeu, que es tan buen médico, no curará a su hija». Y yo digo: «Sí, majaderos, el Sr. D. Pablo Nomdedeu, que es un mal médico, curará a su hija». Mi hija está mejor, mi hija está buena y con unos cuantos meses de temporada en Castellà…

      La enferma, en efecto, manifestaba alguna animación. Al ver las demostraciones de su padre hizo y repitió enérgicos signos que no entendí. La falta de oído habíale quitado el hábito de expresarse por la palabra, adquiriendo con esto insensiblemente la rápida movilidad facial y manual de los sordo-mudos. Sólo en casos de apuro y cuando no era comprendida, recurría instintivamente a poner en acción la lengua, exprimiendo las ideas con cierta oscuridad y siempre con rapidez y escasa armonía.

      – Quiero vestirme – dijo agitando el guardapiés.

      – ¿Para qué, hija mía?

      – ¿No vamos esta tarde a Castellà? En el patio dos caballos… los he visto.

      Nomdedeu hizo con la cabeza dolorosos signos negativos.

      – Esos caballos – me dijo – son el mío y el del vecino D. Marcos, que van al matadero.

      Josefina corrió a la ventana que daba al patio, volviendo luego a nuestro lado.

      – Quiero salir… calle – exclamó con vehemencia.

      – Hija mía – dijo D. Pablo, asociando los signos a las palabras – ya sabes que ha llovido. Están los pisos llenos de fango. No te sentará bien. Toma mi brazo y demos unos cuantos paseos, de la sala a la cocina y de la cocina a la sala.

      Josefina mostró inmenso fastidio, y miró a la calle con desconsuelo.

      – Aquí tienes un gran compromiso – me dijo el doctor, tirándose de un mechón de cabellos.

      Josefina mirando afuera al través de los vidrios, exclamó:

      – ¡Qué precioso… el cielo!

      – Es verdad – repuso el padre. – Pero… más vale que te sientes en tu silloncito. ¿Por qué no tomas alguna cosa? Mira… uno de estos bollitos.

      Josefina corrió a su asiento y dejose caer en él, apartando con repugnancia las golosinas que le ofrecía su padre. Luego movió la cabeza a un lado y otro cerrando los ojos, y pronunciando estas palabras que caían sobre el corazón del padre como bombas en plaza sitiada.

      – ¡Guerra en Gerona!… ¡Otra vez guerra en Gerona!

      Nomdedeu, sin atreverse a contradecirla habíase sentado junto a ella, y con la cabeza entre las manos lloraba como un chiquillo.

      VI

      A los dos días de acontecido esto, se rindió Monjuich. ¿Qué podían hacer aquellos cuatrocientos hombres que habían sido novecientos y que caminaban a no ser ninguno? El 12 de Agosto la guarnición del castillo se componía de unos trescientos o cuatrocientos hombres, sin piernas los unos, sin brazos los otros. Monjuich era un montón de muertos, y lo más raro del caso es que Álvarez se empeñaba en que aún podía defenderse. Quería que todos fuesen como él, es decir, un hombre para atacar y una estatua para sufrir; mas no podía ser así, porque de la pasta de D. Mariano Dios había hecho a D. Mariano, y después dijo: «basta, ya no haremos más».

      Se rindió el castillo, después de clavar los pocos cañones que quedaron útiles, y por la tarde de aquel día vimos desfilar a la que había sido guarnición, marchando la mayor parte al hospital. Todos quisimos ver a Luciano Aució, el tambor que después de haber perdido una pierna entera y verdadera, siguió mucho tiempo señalando con redobles la salida de las bombas; pero Luciano Aució había muerto sacudiendo el parche mientras tuvo los brazos pegados al cuerpo. Daba lástima ver a aquella gente, y yo le dije a Siseta que había ido con los tres chicos a la plaza de San Pedro: – Como estos medios hombres estaré yo dentro de poco, Siseta, porque ya que acabaron con Monjuich, ahora la van a emprender con la torre Gironella, cuyas murallas no se han caído ya… por punto.

      Los franceses no esperaron al día siguiente para combatir la ciudad, que se les venía a la mano, una vez que tenían la gran fortaleza, y desde la misma noche empezaron a levantar baterías por todos lados. Tanta prisa se dieron que en pocos días alcanzamos a ver muchísimas bocas de fuego por arriba, por abajo, por la montaña y por el llano, contra la muralla de San Cristóbal y puerta de Francia. El gobernador, que harto conocía la flaqueza de aquellas murallas de mazapán, dispuso que se ejecutaran obras como las de Zaragoza, cortaduras por todos lados, parapetos, zanjas y espaldones de tierra en los puntos más débiles.

      Las mujeres y los ancianos trabajaron en esto, y yo me llevé a la plaza de San Pedro a mis tres chiquillos, que metían mucho ruido sin hacer nada. Por la noche regresaron a su casa, completamente perdidos de suciedad y con los vestidos hechos jirones.

      – Aquí te traigo estos tres caballeros – dije a Siseta – para que los repases.

      Ella se enojó, viéndoles tan derrotados, y quiso pegarles; pero yo la contuve diciendo:

      – Si han ido al trabajo, fue porque así lo ordenó el gobernador D. Mariano Álvarez de Castro. Son los tres muy buenos patriotas, y si no es por ellos, creo que no se hubiera acabado hoy la cortadura que cierra el paso de la calle de la Barca. ¿Ves? Esa arroba de fango que tiene Gasparó en la cabeza, es porque quiso meter también sus manos en harina, y subiendo al parapeto, rodó después hasta el fondo de la zanja, de donde le sacaron con una azada.

      Siseta al oír esto, empezó a solfearle en cierta parte, encareciéndole con enérgicas palabras la conveniencia de que no tomase parte en las obras de fortificación.

      – ¿Ves este verdugón que tiene Manalet en el carrillo y en la sien derecha? – proseguí librando a Gasparó de las justicias de su hermana. – Pues fue porque se acercó demasiado al gobernador cuando este iba con el intendente y toda la plana mayor a examinar las obras. Estas criaturitas, no contentas con verle de cerca, se metían en el corrillo, enredándose entre las piernas de D. Mariano en términos que no le dejaban andar. Un ayudante las espantaba; pero volvían como las moscas de San Narciso, hasta que al fin, cansados del juego, los oficiales empezaron a repartir bofetones, y uno de ellos le cayó en la cara a tu hermano Manalet.

      – ¡Ay,

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