Episodios Nacionales: Gerona. Benito Pérez Galdós
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– Siseta – dije – ¿no hay nada que comer? Mira que estos tres capitanes generales me quieren tragar con los ojos. Y verdaderamente, cómo han de servir a la patria, si no se les pone algún peso en el cuerpo.
– No hay nada – dijo la muchacha suspirando tristemente. – Se ha concluido lo que tú trajiste la semana pasada, y hace dos días que la señora Sumta no me da la más mínima hora, porque parece que arriba faltan también las provisiones. ¿Nos traes algo esta noche?
Por única respuesta, fijé la vista en el suelo, y durante largo rato guardamos todos profundo silencio, sin atrevernos a mirarnos. Yo no llevaba nada.
– Siseta – dije al fin. – La verdad, hoy no he traído cosa alguna. Sabes que no nos dan más que media ración, y yo había tomado adelantadas dos o tres diciendo que eran para un enfermo. Esta mañana me dio un compañero un pedazo de pan y… ¿para qué negártelo?… tenía tanta hambre que me lo comí.
Felizmente para todos, bajó la señora Sumta trayendo algunos mendrugos de pan y otros restos de comida.
VII
Así pasaban muchos días, y a los males ocasionados por el sitio, se unió el rigor de la calorosa estación para hacernos más penosa la vida. Ocupados todos en la defensa, nadie se cuidaba de los inmundos albañales que se formaban en las calles, ni de los escombros, entre cuyas piedras yacían olvidados cadáveres de hombres y animales; ni por lo general, la creciente escasez de víveres preocupaba los ánimos más que en el momento presente. Todos los días se esperaba el anhelado socorro y el socorro no venía. Llegaban, sí, algunos hombres, que de noche y con grandes dificultades se escurrían dentro de la plaza; pero ningún convoy de vituallas apareció en todo el mes de agosto. ¡Qué mes, Santo Dios! Nuestra vida giraba sobre un eje cuyos dos polos eran batirse y no comer. En las murallas era preciso estar constantemente haciendo fuego, porque siendo escasa la guarnición, no había lugar a relevos, además de que el gobernador, como enemigo del descanso, no nos dejaba descabezar un mal sueño. Allí no dormían sino los muertos.
Este continuado trabajo hizo que durante aquel mes aciago estuviese hasta ocho días sin ver a mis queridos niños y a Siseta, los cuales me juzgaron muerto. Cuando al fin los vi, casi les fue difícil reconocerme en el primer instante; tal era mi extenuación y decaimiento a causa de las grandes vigilias, del hambre y el continuo bregar.
– Siseta – le dije abrazándola – todavía estoy vivo aunque no lo parezca. Cuando recuerdo el enorme número de compañeros míos que han caído para no volverse a levantar, me parece que mi pobre cuerpo está también entre los suyos, y que esto que va conmigo es una fantasma que dará miedo a la gente. ¿Cómo va por aquí de alimentos?
– Con el dinero que me quedaba de lo que tú me diste hemos comprado alguna carne de caballo. De arriba nos envían algo, porque la señorita enferma no quiere comer de estos platos que ahora se usan. El Sr. Nomdedeu parará en loco, según yo veo, y ayer estuvo aquí todo el día rellenando de paja dos pieles de gallina, con lo cual hace creer a su hija que ha recibido aves frescas de la plaza. Después le da carne de caballo, y echándole discursos escritos le hace comer unas tajaditas. La señora Sumta salió ayer con su fusil y volvió diciendo que había matado no sé cuántos franceses. Los tres chicos no me han dejado respirar en estos ocho días. ¿Querrás creer que ayer se subieron al tejado de la catedral, donde están los dos cañones que mandó poner el gobernador? Yo no sé por dónde subieron, mas creo que fue por los techos del claustro. Lo que no creerás es que Manalet vino ayer muy orgulloso porque le había rozado una bala el brazo derecho, haciéndole una regular herida, por lo cual traía un papel pegado con saliva encima de la rozadura. Badoret cojea de un pie. Yo quiero detener al pequeño; pero siempre se escapa, marchándose con sus hermanos, y ayer trajo un pedazo de bomba como media taza, llena de granos de arroz que recogió en medio del arroyo… Y tú ¿qué has oído? ¿Es cierto que vienen socorros por la parte de Olot? El señor Nomdedeu no piensa más que en esto, y por las noches cuando siente algún ruido en las calles, se levanta y asomándose por el ventanillo del patio, dice: «Vecinita, esa gente que pasa me parece que ha hablado de socorro».
– Lo que yo te puedo decir, Siseta, es que esta noche a la madrugada sale alguna tropa de aquí por la ermita de los Ángeles, y se dice que va a entretener a los franceses por un lado mientras el convoy entra por otro.
– Dios quiera que salga bien.
Esto decíamos, cuanto se sintió fuerte ruido de voces en la calle. Abrí al punto la puerta, y no tardé en encontrar algunos compañeros, que alojados en las casas inmediatas salieron al oír el estruendo de carreras y voces. La señora Sumta se presentó también a mi vista, fusil al hombro, y con rostro tan placentero cual si viniese de una fiesta.
– Ya tenemos ahí los socorros – dijo la matrona, descansando en tierra el fusil con marcial abandono.
Al punto apareció en la ventana alta el busto del Sr. Nomdedeu, quien sin poder contener su alegría gritaba:
– ¡Ya ha llegado el socorro! ¡Albricias, pueblo gerundense! Señora Sumta, suba usted a informarme de todo. ¿Pero ha entrado ya el convoy? Traiga usted inmediatamente todo lo que encuentre a cualquier precio que lo vendan.
Un soldado, amigo y compañero mío, nos dijo:
– Todavía no ha entrado el convoy en la plaza, ni sabemos cuándo ni por dónde entrará.
– Lo cierto es que hacia el lado de Bruñolas se siente un vivo fuego, y es que por allí don Enrique O’Donnell se está batiendo con los franceses.
– También se oye tiroteo por los Ángeles, donde dicen que está Llauder. El convoy entrará por el Mercadal, si no me engaño.
– Señora Sumta – dijo D. Pablo desde la ventana – suba usted a acompañar a mi hija mientras yo voy a enterarme de lo que ocurre; pero deje usted fuera esos arreos militares y póngase el delantal y la escofieta. Entre tanto, encienda el fuego, ponga agua en los pucheros, que si usted va por los víveres yo mondaré luego las seis patatas que compré hoy y haré todo lo demás que sea preciso en la cocina.
Estas conferencias no se prolongaron mucho tiempo, porque tocaron llamada y corrimos a la muralla, donde tuvimos la indecible satisfacción de oír el vivo fuego de los franceses, atacados de improviso a retaguardia por las tropas de O’Donnell y de Llauder. Para ayudar a los que venían a socorrernos se dispararon todas las piezas, se hizo un vivo fuego de fusilería desde todas las murallas, y por diversos puntos salimos a hostigar a los sitiadores, facilitando así la entrada del convoy. Por último, mientras hacia Bruñolas se empeñaba un recio combate en que los franceses llevaron la peor parte, por Salt penetraron rápidamente dos mil acémilas, custodiadas por cuatro mil hombres a las órdenes del general don Jaime García Conde.
¡Qué inmensa alegría! ¡Qué frenesí produjo en los habitantes de Gerona la llegada del socorro! Todo el pueblo salió a la calle al rayar el día para ver las mulas, y si hubieran sido seres inteligentes aquellos cuadrúpedos, no se les habría recibido con más cariñosas demostraciones, ni con tan generosa salva de aplausos y vítores. Al pasar por la calle de Cort-Real, ya entrado el día, encontré a Siseta, a los tres chicos y a D. Pablo Nomdedeu, y todos nos abrazamos, comunicándonos nuestro gozo más con gestos que con palabras.
– Gerona se ha salvado – decíamos.
– Ahora que aprieten los cerdos el cerco – exclamó D. Pablo. – ¡Dos mil acémilas! Tenemos víveres para