Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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sin necesidad de acercarse demasiado a ellas; pero Alexander se encontraba con los mismos problemas que Jack a la hora de luchar contra aquellas formidables criaturas. Sin embargo, el combate había despertado en él de nuevo la furia animal que lo poseía las noches de luna llena, pero también cuando se veía incapaz de controlarla. Los ojos del líder de la Resistencia relucían en la oscuridad, y Jack lo oía gruñir, y lo veía golpear con fiereza y saltar de un lado para otro con una agilidad sobrehumana.

      Mientras, Allegra seguía intentando echar abajo la puerta, y su voz sonaba sobre ellos, serena y segura, recitando sus conjuros más poderosos. Pero la puerta resistía.

      Jack percibió un movimiento sobre él y alzó la espada por instinto. Oyó un siseo furioso y olió la carne quemada cuando el filo de Domivat alcanzó el cuerpo escamoso de uno de los sheks. Lo vio retirarse un momento y sonrió, satisfecho, pero se le congeló la sonrisa en los labios al mirar hacia arriba.

      Había docenas de sheks. Tal vez medio centenar. Sobrevolaban aquel lugar en círculos, como buitres, esperando simplemente que la Resistencia se rindiera o fuera destruida, preparados para descender hasta ellos en el improbable caso de que sus compañeros fueran derrotados. El terror invadió al muchacho cuando comprendió que no tenían ninguna posibilidad de vencer, y que la única salida era escapar... hacia el interior de la torre, cuyos muros los protegerían, o hacia cualquier otra parte... Jack se preguntó, desesperado, por qué Shail y Allegra no habían empleado todavía el hechizo de teletransportación. En cualquier caso, no había nada que pudiera hacer.

      —¡Jack! –gritó entonces Christian.

      Jack se volvió, como en un sueño, y lo vio allí, de pie, desarmado. Había perdido su espada tiempo atrás, y se había negado a empuñar otra. Pero no parecía asustado.

      —¡Transfórmate, Jack! –le gritó Christian–. ¡Así no puedes luchar contra ellos!

      Jack comprendió. En su interior albergaba el espíritu de Yandrak, el último dragón, y en teoría podía transformarse en él, si así lo deseaba. En teoría. Porque no lo había conseguido aún. Ni una sola vez.

      Lanzó a Christian una mirada dubitativa.

      —¡Hazlo, maldita sea! –insistió el shek–. ¡Te necesitamos! Jack asintió. Vio cómo Christian le daba la espalda e iniciaba su propia transformación. Apenas unos instantes después ya no había allí un chico de diecisiete años, sino una enorme serpiente alada. Christian lanzó un chillido de ira y libertad y alzó el vuelo para enfrentarse, como shek, a los que antes habían sido sus compañeros, su familia, su gente. Jack apretó los dientes y se esforzó por encontrar al dragón en su interior.

      Victoria lo vio, y corrió hacia él para cubrirle mientras se concentraba. El campo de protección de Shail seguía allí, pero estaba empezando a fallar, y de vez en cuando algún shek lograba traspasarlo. Victoria y Alexander peleaban para hacerlos retroceder.

      Mientras, en el aire, Christian tenía todas las de perder. Como shek era poderoso, pero se enfrentaba a muchos como él, y estaba en inferioridad de condiciones.

      —¡No puedo! –exclamó entonces Jack, desalentado–. ¡No sé lo que he de hacer!

      —¡No te distraigas, chico! –gritó Alexander–. ¡Pelea aunque sea con la espada!

      Jack asintió, aliviado, y se dispuso a obedecer. Era cierto que, como dragón, habría tenido más posibilidades de derrotar a algún shek, pero lo de luchar con la espada al menos sabía hacerlo. Oyó la voz de Allegra, retumbando sobre ellos, pero la puerta seguía sin abrirse.

      —¡Christian! –gritó entonces Victoria; Jack vio el largo cuerpo de azogue del shek ondulando sobre ellos; lo reconoció porque era el único que peleaba contra los demás–. ¡Vuelve! ¡Ven aquí!

      Jack dudaba de que Christian pudiera haberla oído; pero, de alguna manera, lo hizo, puesto que hizo un quiebro en el aire y descendió en picado, esquivando a dos serpientes que se abalanzaron sobre él. Cuando se posó junto a Victoria, Jack apreció que estaba herido.

      La muchacha corrió hacia él y trepó a su lomo.

      —¡Victoria! –la llamó Jack, perplejo–. ¿Qué haces?

      Ella no contestó. Jack vio, impotente, cómo Christian alzaba de nuevo el vuelo, llevando a Victoria sobre su lomo. La vio pelear desde el aire, con el extremo de su báculo iluminado como una estrella. Era una imagen hermosa, pero aterradora, la joven del báculo resplandeciente, como una heroína de leyenda a lomos de la serpiente alada. Christian y Victoria. Luchando juntos, volando juntos.

      Jack percibió entonces lo sólido y real que era el vínculo que los unía a ambos, e intuyó lo mucho que debía de haberle costado al Nigromante forzar a Christian para que traicionara a Victoria. Seguro que había puesto en juego todo su poder; y, sin embargo, ahí estaba, el shek, el hijo de Ashran, luchando junto a la Resistencia... solo para proteger a Victoria.

      Jack se sintió pequeño e insignificante comparado con ellos, y por primera vez deseó, ardientemente y de todo corazón, poder transformarse en un dragón.

      Pero seguía sin conseguirlo.

      Varios metros por encima de ellos, Victoria se sentía inmersa en un extraño sueño. Por un lado, la presencia de las serpientes aladas la aterrorizaba; por otro, volar sobre el lomo de Christian era una experiencia única, mágica, y lamentaba no poder disfrutar de ella.

      Se dio cuenta de que algunos de los sheks habían abandonado la lucha contra los otros miembros de la Resistencia y volaban ahora tras ellos. Victoria percibió el intenso odio que alentaban los ojos de hielo de aquellas formidables criaturas, por lo general impasibles como rocas.

      —¿Qué les pasa? –murmuró, alzando el báculo por encima de la cabeza–. ¿Por qué están tan furiosos?

      Le bastó desearlo para que el extremo del artefacto dejase escapar un anillo de energía que alcanzó a varios sheks y los hizo retroceder, siseando de dolor y furia.

      «Soy yo», respondió Christian telepáticamente. «Me consideran un traidor a nuestra raza, he cometido un crimen imperdonable para los sheks, y por ello están deseando acabar conmigo. No debería haber permitido que montaras sobre mi lomo. Estabas más segura con Jack y los demás».

      —No se trata de mí –respondió ella casi con fiereza–. Tenemos que distraerlos todo lo que podamos para que Shail y mi abuela abran esa puerta.

      «La puerta no se abrirá, Victoria, y lo sabes».

      Victoria sintió un escalofrío y apretó los talones contra el cuerpo del shek, consciente de que tenía razón, de que se enfrentaban a un enemigo demasiado formidable y que, casi con toda seguridad, ambos morirían allí.

      Pero, si había de morir, decidió, lo haría luchando. Para que, si existía la más mínima posibilidad de que sus amigos escaparan, pudieran tener la oportunidad de ponerse a salvo.

      Para que al menos Jack saliera con vida de aquella locura.

      —No lograremos entrar –anunció entonces Allegra–. Es inútil: mi magia no puede, ni podrá, romper el sello de esta puerta.

      Había hablado a media voz, pero Jack que, enarbolando a Domivat, peleaba contra un shek que había traspasado la barrera, la oyó, y sintió como si sus palabras fueran una sentencia de muerte.

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