Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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la composición de la atmósfera. Tal vez protege el planeta de los rayos solares con más eficacia que la atmósfera de la Tierra.

      —El aire es más... pesado –asintió Victoria–. No sé qué tiene. De todas formas... me gusta. No sé cómo explicarlo. Huele muy bien.

      Jack sonrió.

      —Se respira muy bien –admitió–. Es como si cada bocanada que dieras te «alimentara», como si te llenara por dentro. Es raro, ¿verdad?

      —¿Piensas que Idhún gira en torno a uno de los tres soles? –preguntó Victoria–. ¿O alrededor de los tres a la vez?

      —Si no fuera así, nunca se haría de noche, ¿no te parece? Victoria alzó la cabeza hacia los astros, con aire soñador.

      —Quizá no tenga sentido intentar aplicar a este lugar las leyes del universo que conocemos –comentó–. Tal vez, al atravesar la Puerta, llegamos no solamente a otro mundo, sino también a otra realidad, otro universo. ¿No crees?

      Jack sonrió.

      —Sinceramente, me intrigan más otras cosas, como el misterio de cómo un espíritu puede introducirse en un cuerpo que no es el suyo, y hacerlo cambiar físicamente para adaptarlo a su verdadera esencia. Por ejemplo, tu cuerpo humano puede transformarse en el cuerpo de un unicornio. ¿No contradice eso todas las leyes físicas?

      —Supongo que sí –sonrió Victoria.

      Segura entre los brazos de Jack, se atrevió a asomarse un poco para contemplar el paisaje.

      Sobrevolaban una inmensa llanura encajonada entre dos sistemas montañosos. Al norte, una ciclópea cordillera gris cuyos altos picos nevados aparecían envueltos en turbulentas nubes violáceas. Al sur, una cadena de montañas pardas de caprichosas formas, que se elevaban hacia el cielo como los pináculos de un gigantesco palacio. Entre ambas discurría un río que regaba una tierra fértil salpicada de poblaciones, pequeños bosques y campos de cultivo.

      —Nandelt –dijo Victoria, recordando los mapas que había visto en Limbhad–. La tierra de los humanos. ¿Vamos a Vanissar?

      Jack se encogió de hombros, pero fue Victoria quien respondió a su propia pregunta:

      —¡No, mira aquello! ¡Esto no puede ser Nandelt!

      Jack miró en la dirección indicada y vio una gran masa verdosa en el horizonte, envuelta en una bruma misteriosa. Parecía un enorme bosque, y la bandada se dirigía hacia él.

      —¿No puede ser eso el bosque de Awa? –preguntó, sin entender la extrañeza de su amiga.

      Victoria negó con la cabeza.

      —Si no recuerdo mal, el bosque de Awa está muy lejos de la Torre de Kazlunn. No podemos haber atravesado Nandelt tan deprisa. Incluso volando, se necesitarían varios días para alcanzarlo.

      Jack sonrió ampliamente.

      —Claro, no te has dado cuenta porque estabas dormida. Los hechiceros nos han hecho avanzar más deprisa gracias a la teletransportación. No han podido llevarnos hasta nuestro destino, pero sí han acortado el viaje. De lo contrario, no habríamos podido dejar atrás a los sheks.

      Victoria asintió, pero no dijo nada. Ambos contemplaron, sobrecogidos, el paisaje del bosque, que se abría ante ellos, salvaje y magnífico. Pronto se dieron cuenta de que, aunque desde lejos se presentaba como una difusa línea verde, en realidad el bosque de Awa era una sorprendente explosión de colorido. Todo allí parecía enorme y, a la vez, delicado como el cristal. Había árboles cuyas copas adoptaban extrañas formas: árboles en punta, árboles en espiral, árboles entrelazados unos con otros como un brillante tejido multicolor, árboles de hojas tan inmensas que un dragón podría haberse posado en ellas. Y había muchísimas flores, flores del tamaño de árboles, flores más pequeñas que se agrupaban formando racimos que de lejos semejaban una única flor; flores que se abrían como sombrillas, flores que parecían erizos, flores esponjosas, flores de todos los colores, blancas, azules, rojas, violáceas, anaranjadas, jaspeadas e incluso flores transparentes como el agua. Había cascadas de plantas semejantes a enredaderas que caían desde los árboles más altos, y lechos de musgo tendidos entre las ramas umbrías. Había colonias de hongos del tamaño de hombres, tan extensas que se distinguían claramente desde el aire, y de tal variedad polícroma que mareaba a la vista. Y había torrentes de aguas cristalinas, cascadas que se adivinaban entre el exuberante follaje, y cuyo sonido llegaba hasta ellos como una refrescante promesa de vida nueva.

      Los pájaros iniciaron la maniobra de descenso, y Jack y Victoria se sujetaron con fuerza a las plumas del ave para no caer. Jack llegó a ver algo que se elevaba desde los árboles como un surtidor de agua dorada, y se dio cuenta de que la bandada torcía el rumbo para dirigirse hacia allí, por lo que dedujo que se trataba de una especie de señal. Al acercarse más, vio que era en realidad un chorro de polvo dorado, polen tal vez, que se alzaba hacia las alturas. Pero sí era una señal, porque el primer pájaro, con un graznido, se zambulló entre las copas de los árboles, justo en el lugar indicado. «Por ahí es por donde tenemos que entrar», entendió Jack. Pronto, todas las aves siguieron a la primera, sumergiéndose en el bosque. A Jack y Victoria les pareció que bajaban durante mucho rato entre el follaje de los árboles, y en más de una ocasión tuvieron que apretarse contra el lomo del ave para no ser derribados por las ramas. Parecía imposible que la bandada encontrara huecos para atravesar aquel laberinto vegetal y, sin embargo, lo estaban haciendo con sorprendente facilidad. Minutos después, aterrizaron en un claro del bosque que se abría junto a un arroyo.

      Jack bajó del lomo del pájaro de un salto, todavía sonriendo exultante tras el vuelo, y tendió la mano a Victoria para ayudarla a descender. Cuando ella lo hizo, y ambos miraron a su alrededor, se quedaron sin aliento.

      Varias docenas de personas se habían reunido en torno a ellos y los miraban en un silencio sepulcral, casi con adoración. Había humanos entre ellos, pero también hadas, celestes, silfos, gnomos, duendes, varios yan, los habitantes del desierto, y dos varu, la raza anfibia, que los observaban desde el río, asomando únicamente sus cabezas escamosas fuera del agua. Muchos de ellos eran magos; vestían túnicas bordadas con símbolos místicos y se adornaban con diversos abalorios; pero algunos eran también sacerdotes, como la mujer celeste que había organizado su rescate, y había también un buen grupo de guerreros y mercenarios. Sin embargo, Jack vio a otros muchos que parecían, simplemente, refugiados: campesinos, granjeros, mercaderes o artesanos, que habían huido de sus tierras, temerosos de los sheks, para ir a ocultarse en el bosque de Awa.

      Entonces, tres personajes se adelantaron y se detuvieron ante ellos: un hechicero humano y dos sacerdotes: un celeste y una varu. Ambos ceñían sus sienes con diademas doradas. Jack y Victoria detectaron enseguida que se trataba de gente importante, porque se movían con autoridad y cierta majestuosidad, y porque todo el mundo parecía estar conteniendo el aliento, a la espera de que hablaran. Jack se dio cuenta de que hasta Alexander, que en Idhún era el príncipe heredero de un gran reino, había bajado la cabeza ante ellos. Cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, incómodo. El mago los miraba fijamente; era de mediana edad, y llevaba el cabello, de un extraño color verdeazulado, recogido en una larga trenza detrás de la cabeza. Sus ojos oscuros parecían haber visto mucho, y los observaban con cierta suspicacia.

      —¿Sois vosotros aquellos de quienes habla la profecía? –preguntó con algo de brusquedad.

      Jack no supo qué decir. Victoria se adelantó unos pasos, sujetando el Báculo de Ayshel, y respondió con suavidad:

      —Soy Lunnaris,

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