Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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a Jack, Allegra y Alexander reunidos no lejos de allí. Qaydar y Ha-Din estaban con ellos. Gaedalu se había ido sin duda a tomar un baño.

      —Los feéricos han tejido un fuerte conjuro de protección en torno al bosque –estaba diciendo el Padre–. Es un poder que ni siquiera Ashran puede contrarrestar. Aquí hemos estado a salvo durante quince años... y espero que sigamos estándolo en el futuro.

      —¿Qué sucedió con la Torre de Kazlunn? –preguntó Allegra.

      —Fue todo tan repentino que ni siquiera podría explicar cómo ocurrió –respondió el Archimago con amargura–. Nos atacaron los sheks, y nuestras defensas mágicas cayeron... Parecía que ya no tenían suficiente fuerza como para resistir al poder del Nigromante. Pero fue, sencillamente, que la magia de Ashran se hizo más fuerte. Sin duda la revitalización de la Torre de Drackwen tuvo mucho que ver con ello.

      Victoria desvió la mirada, incómoda. De alguna manera, era culpa suya. Ashran la había utilizado para renovar el poder de la torre, que hasta entonces había sido un bastión muerto y abandonado. Evocar aquella experiencia hizo que el estómago se le encogiera de angustia, y se esforzó por centrarse en el presente.

      —Algunos hechiceros lograron escapar, pero la mayoría murieron en el ataque. Sobre todo aprendices. Eran los más vulnerables.

      »Pensamos que destruirían la torre, tal y como habían destruido las demás. Pero la mantuvieron en pie. Respetaron cada piedra, y lo único que hicieron fue enviar a esos repugnantes hombres-serpiente a saquearla para depositar sus tesoros a los pies de Ashran.

      —Nos tendieron una trampa –murmuró Alexander–. Por eso dejaron la torre intacta.

      —¿Las otras dos han sido destruidas? –preguntó Allegra, aunque ya sospechaba la respuesta.

      —La Torre de Awinor cayó la primera, como ya sabes. El mismo día de la conjunción astral. La Torre de Derbhad no tardó en correr la misma suerte –concluyó el Archimago tras una pausa.

      Allegra entrecerró los ojos. Victoria comprendió cómo se sentía. La Torre de Derbhad había estado a su cargo tiempo atrás, pero ella la había abandonado poco después de la conjunción astral para acudir a la Tierra a buscar al dragón y al unicornio de la profecía.

      —También los Oráculos –añadió Ha-Din–. Los sheks no dejaron piedra sobre piedra. Solo respetaron, por alguna razón que se me escapa, el Oráculo de la Clarividencia, que aún se yergue en lo alto de los acantilados de Gantadd.

      —Sagrada Irial... –murmuró Alexander, y sus ojos despidieron un destello de ira.

      —Por lo demás, los sheks no han causado demasiados destrozos –prosiguió el Padre–. Han dejado vivir en paz a la mayor parte de la población... de los reinos cuyos gobernantes les han jurado lealtad. Aquellos que se han rebelado contra ellos han recibido castigos ejemplares –miró a Alexander significativamente, y el joven se irguió, inquieto–. Hace mucho que nadie se opone a la voluntad de Ashran y los sheks. Se diría que la gente se está acostumbrando a su mandato. Como ya has visto, los refugiados de Awa no somos muchos.

      —¿Y Vanissar? –preguntó Alexander de inmediato–. ¿Qué ha sucedido en el reino de mi padre?

      Shail le había dicho que había caído bajo el gobierno de los sheks, pero no le había dado más detalles; Alexander había dado por supuesto que, o bien no sabía nada más, o bien las cosas no habían cambiado demasiado. De todas formas, enterarse de que en realidad habían transcurrido quince años desde su partida, en lugar de los cinco que él había contado, había supuesto para él un golpe que todavía estaba asimilando, y casi había preferido no preguntar más. Pero ahora consideraba que ya estaba preparado para saber.

      —Muchos reyes acudieron a luchar contra los sheks después de la invasión, príncipe Alsan. El rey Brun fue uno de ellos –Ha-Din hizo una pausa antes de proseguir–. Por desgracia, murió en la batalla.

      Alexander cerró los ojos un momento. Jack colocó la mano sobre el brazo de su amigo, ofreciéndole apoyo.

      —A ti también te daban por desaparecido –continuó el Padre–, de modo que fue tu hermano menor, Amrin, quien subió al trono tras la muerte del rey Brun.

      —Él no fue educado para gobernar –murmuró Alexander–. Tampoco estaba preparado para afrontar una crisis como esta.

      —Lo primero que hizo fue rendirse a los sheks y aceptar sus condiciones.

      El joven desvió la mirada.

      —No se lo reprocho. Supongo que no podía hacer otra cosa, dadas las circunstancias.

      —Sus súbditos sí se lo reprocharon al principio, pero ahora encontrarás a pocos que se quejen. Vanissar disfruta de paz gracias a esa alianza con los sheks.

      —Pero, ¿no se unirán a la Resistencia? Las cosas han cambiado; ahora que el dragón y el unicornio han regresado a Idhún, tenemos alguna posibilidad de vencer.

      —Tendrás que hablarlo con tu hermano, muchacho. Nunca me ha parecido muy dispuesto a ir a la guerra.

      —O tal vez no haga falta –intervino el Archimago–. Alsan, tú eres el legítimo heredero del reino. Cuando vuelvas a Vanissar podrás reclamar el trono.

      Alexander vaciló, y Jack comprendió su dilema. Ya no era la misma persona que había abandonado Idhún, años atrás. Un conjuro fallido lo había transformado en un ser semibestial, y su lado salvaje todavía afloraba en ocasiones. Hacía tiempo que el joven había abandonado la idea de ser rey de Vanissar algún día, simplemente porque no se veía digno de ello. No importaba cuánto le insistiera Jack en que él era digno de aquello y de mucho más, Alexander sentía que no podía presentarse como príncipe en aquel estado.

      En aquel momento llegó volando un pequeño silfo. Se detuvo jadeando ante ellos, indeciso. Por un lado parecía que traía noticias urgentes; pero, por otro, temía interrumpir la conversación, y se sentía cohibido ante la presencia del Archimago, los Venerables, el príncipe de Vanissar y, por supuesto, los héroes de la profecía.

      —Habla –dijo el Padre con amabilidad–. ¿A quién venías a buscar?

      El silfo se posó en el suelo, todavía nervioso; sus alas aún vibraban cuando se inclinó ante Victoria con profundo respeto.

      —Dama Lunnaris –dijo–. Me envía a buscarte Zaisei. Necesitan de tu magia para curar al joven hechicero.

      —¿Shail? –exclamó Victoria, preocupada–. ¿No está bien?

      —Las hadas temen por su vida, dama Lunnaris.

      III

      ¿QUÉ DARÍAS A CAMBIO?

      V

      ICTORIA entró como una tromba en la cabaña y miró a su alrededor. Shail estaba tendido sobre un jergón, y junto a él se encontraba la sacerdotisa celeste que los había rescatado cerca de la Torre de Kazlunn. Tenía cogida la mano del joven mago, y con la otra refrescaba su frente con un paño húmedo. Cuando la mujer celeste alzó hacia ella sus profundos ojos violetas, Victoria tuvo la sensación de haber interrumpido algo muy íntimo, y reprimió el impulso de dar media vuelta y salir de allí.

      —Dama

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