Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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quien temíamos.

      La sonrisa de Shail se hizo más amplia.

      —Estoy bien. Solo un poco cansado, pero creo que puedo levantarme.

      Y, antes de que Zaisei pudiera detenerlo, retiró las mantas que lo cubrían e hizo ademán de incorporarse.

      El tiempo pareció congelarse durante un eterno segundo.

      Jack y Victoria llegaron a la cabaña de Shail, siguiendo al hada, justo cuando salía Zaisei. El bello rostro de la sacerdotisa estaba dominado por la pena. Sus ojos estaban húmedos.

      —No quiere ver a nadie –dijo en voz baja; le temblaba la voz.

      —¿Qué? –se sorprendió Jack–. Nos habías mandado a buscar...

      —Está... Quiere estar solo –simplificó Zaisei; no tenía sentido contarles la reacción de Shail, no serviría de nada preocuparlos más–. Ha sido un duro golpe para él.

      Victoria sintió que se le encogía el corazón.

      —Pero a nosotros puedes dejarnos pasar. Somos sus amigos...

      —Marchaos, por favor –se oyó la voz de Shail, cansada y rota, desde el interior de la cabaña–. No quiero ver a nadie.

      —Pero...

      —Victoria, por favor. Dejadme solo.

      Jack y Victoria cruzaron una mirada y, lentamente, dieron media vuelta. Jack pasó un brazo en torno a los hombros de Victoria, para reconfortarla.

      —Es normal que esté así –le dijo– Piensa en lo que le ha pasado. Necesita hacerse a la idea...

      Pero ella, desolada, fue incapaz de hablar.

      —Voy a buscar a Alexander –decidió Jack–. Tal vez Shail sí quiera verle a él. ¿Vienes?

      Victoria negó con la cabeza, todavía conmocionada.

      —Tengo un mal presentimiento –dijo de pronto.

      —¿Acerca de Shail?

      —No, acerca de... Es igual –concluyó, desviando la mirada, incómoda.

      Jack la miró y adivinó lo que pensaba. Estuvo a punto de decir algo, pero lo pensó mejor. Oprimió suavemente la mano de su amiga y le susurró al oído:

      —Ten cuidado.

      Después, dio media vuelta y se alejó hacia el arroyo, en busca de Alexander. Victoria lo vio marchar, suspiró y, tras dirigir una mirada apenada a la cabaña de Shail, se fue en dirección contraria, internándose en la espesura.

      Christian se había alejado del poblado porque necesitaba estar solo. Se sentía cada vez más confuso, y no estaba acostumbrado a experimentar ese tipo de sensaciones.

      Era la gente. No le gustaba estar rodeado de gente, pero, desde que se había unido a la Resistencia, encontraba difícil hallar un momento para estar a solas. Echaba de menos la soledad... no obstante, y esto era lo que más le preocupaba, al mismo tiempo la temía, cada vez más.

      Encontró una roca solitaria sobre el río, y se sentó allí, para reflexionar.

      Percibió entonces una presencia tras él, y se volvió a la velocidad del relámpago para acorralar al intruso contra un árbol. Apenas unas centésimas de segundo después, el filo de su daga rozaba la garganta de un hada de seductora belleza.

      Christian la reconoció. No le sorprendió que hubiera logrado traspasar la principal defensa del bosque de Awa, un escudo invisible tejido por feéricos, que solo podía ser contrarrestado por ellos. A nadie le había parecido que eso pudiera ser un problema, dado que a ningún feérico se le habría ocurrido venderlos a Ashran.

      Era obvio que nadie se había acordado de Gerde.

      —¿Es así como recibes a los amigos, Kirtash? –preguntó ella con voz aterciopelada, sin parecer en absoluto preocupada por su situación de desventaja.

      Christian ladeó la cabeza y la miró con un destello acerado brillando en sus ojos azules.

      —Dame una sola razón por la que no deba matarte –siseó.

      —En el pasado, Kirtash, no habrías detenido esa daga, me habrías matado sin vacilar. Si no lo has hecho es porque te recuerdo a lo que eras antes... esa parte de ti que esa chica te está robando poco a poco... y que, en el fondo de tu alma, añoras.

      El filo del puñal se clavó un poco más en la suave piel de Gerde.

      —¿Qué es lo que quieres?

      —Te he traído un regalo.

      Christian no dijo nada, pero tampoco retiró la daga.

      —Sabes de qué se trata –prosiguió Gerde, con suavidad–. La dejaste abandonada en la Torre de Drackwen, cuando saliste huyendo... cuando nos traicionaste para protegerla a ella.

      —Haiass –murmuró Christian.

      —Es eso lo que has venido a buscar, ¿no es cierto? Porque, de lo contrario, no comprendo cómo te has atrevido a regresar a Idhún. Ashran ha puesto un precio muy alto a tu cabeza.

      Christian retiró el puñal y se separó de ella.

      —No lo dudo. Por eso me sorprendería que hubiera decidido devolverme mi espada. Sería todo un detalle por su par te... un detalle que no creo que esté dispuesto a tener conmigo, dadas las circunstancias.

      —Y, sin embargo, aquí está. Mírala. La has echado de menos, ¿no es verdad?

      Gerde alzó las manos, y entre ellas se materializó la esbelta forma de una espada que Christian conocía muy bien. A pesar de que la vaina protegía su filo, el joven la reconoció inmediatamente. Miró a Gerde con desconfianza.

      —¿Qué me vas a pedir a cambio?

      El hada dejó escapar una suave risa cantarina. Se acercó más a él, y el muchacho percibió su embriagador perfume.

      —¿Qué estarías dispuesto a darme? –susurró.

      Christian entrecerró los ojos.

      —No voy a traicionar a Victoria. No la entregaré a Ashran otra vez.

      Gerde rió de nuevo.

      —Qué patético que no seas capaz de dejar de pensar en ella ni un solo momento, Kirtash. Estás perdiendo facultades. Tiempo atrás habrías adivinado enseguida cuáles son mis intenciones.

      —No pongas a prueba mi paciencia. Dime qué quieres a cambio de mi espada.

      —Nada que no puedas darme –Gerde se acercó más a él y alzó la cabeza para mirarle directamente a los ojos–. Bésame.

      —¿Cómo has dicho?

      —No es tan difícil de entender.

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