Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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demás asintieron, sombríos. Sabían que aquella batalla sería la última, pero estaban dispuestos a librarla. De modo que prepararon las armas y esperaron a sus enemigos, y cuando los sheks se abatieron sobre ellos, las manos de Jack y Victoria se buscaron y se estrecharon, con fuerza, quizá por última vez.

      Victoria alzó el báculo, lista para pelear. Sus ojos se detuvieron un momento en Christian, que aguardaba un poco más lejos, con la vista fija en los sheks que descendían sobre ellos. El joven percibió su mirada y se volvió hacia ella.

      «Lo siento muchísimo, Christian», pensó Victoria. «Es culpa mía». Él captó aquel pensamiento y le dedicó una media sonrisa.

      «Fui yo quien tomé la decisión de traicionar a los míos, Victoria», respondió telepáticamente. «Y estoy aquí porque así lo he querido».

      A Victoria se le encogió el corazón. Por Jack, por Christian, por Shail, Allegra y Alexander, y por ella misma. Y alzó el báculo, dispuesta a morir luchando.

      Pero entonces Christian entrecerró los ojos, alzó la cabeza, como escuchando algo que solo él pudiera oír, y se volvió hacia el este, donde aparecían las primeras luces del alba.

      —¡Allí! –exclamó.

      Sus compañeros miraron en la dirección que él señalaba, y vieron unas formas doradas que volaban hacia ellos. Los ojos de Allegra se llenaron de lágrimas.

      —Estamos salvados –dijo solamente.

      Los momentos siguientes fueron muy confusos. Victoria solo recordaría que la maga los había reunido a todos en torno a ella para realizar, una vez más, el hechizo de teletransportación. No llegarían muy lejos, y en otras circunstancias solo habría servido para retrasar unos minutos más el enfrentamiento contra los sheks; pero la salvación se acercaba desde la línea del alba, y si tenían una oportunidad de alcanzarla, debían aprovecharla.

      Victoria hizo funcionar el báculo, forzándolo a extraer toda la magia posible del ambiente, y ella y Allegra combinaron su poder para arrastrar a la Resistencia lo más lejos posible, en dirección al este. La muchacha recordaría haberse mareado, haber sentido que las fuerzas la abandonaban, haberse materializado un poco más lejos, un kilómetro o dos, tal vez, y unas fuertes garras que la aferraron con fuerza y la levantaron en el aire. Victoria vio que el suelo se alejaba de ella... y perdió el sentido.

      Cuando despertó, volaba a lomos de un enorme pájaro dorado. Tras ella montaba Jack, sujetándola entre sus brazos, lo que impidió que la muchacha se cayera del susto al verse en aquella situación. Tardó un poco en situarse; cuando lo hizo, se volvió para mirar a su amigo.

      —¿Jack? ¿Qué ha pasado?

      El muchacho la miró, sonriente a pesar del cansancio que se adivinaba en sus facciones. El viento revolvía su pelo rubio, y parecía claro que a Jack le encantaba aquella sensación.

      —Volamos lejos de la torre. Han venido a rescatarnos, y hemos dejado atrás a los sheks. Mira.

      Victoria miró a su alrededor. Había visto antes aquellos pájaros dorados, semanas atrás, cuando los magos idhunitas habían intentado rescatarla del Nigromante en la Torre de Drackwen. Ahora había cerca de una docena de aquellas aves, montadas por hechiceros de distintas razas. El pájaro que montaban Allegra y Alexander volaba cerca de ellos, y Victoria descubrió, un poco más allá, al ave sobre la que cabalgaba Christian, completamente solo.

      —¿Dónde está Shail? –preguntó, inquieta, recordando que su amigo se debatía entre la vida y la muerte.

      —Allí, míralo. Va montado en el pájaro que guía la bandada.

      Victoria estiró el cuello para mirar hacia adelante, y Jack instó a su montura a volar un poco más rápido, para llegar más cerca del primer pájaro. Victoria vio entonces a Shail, mortalmente pálido, inconsciente, en brazos de la persona que guiaba al ave, y que vestía una túnica verde y plateada. El jinete detectó su presencia, porque se volvió para mirarlos, y Victoria vio que se trataba de una mujer de piel de un suave color azul celeste y cuyo cráneo, ligeramente alargado, carecía de cabello. Sus ojos, de un violeta intensísimo, se clavaron en Victoria un breve instante, y después descendieron hacia el rostro inerte de Shail. La joven no sabía quién era ella, pero sí supo, de alguna manera, que su amigo estaba en buenas manos.

      Volvieron a quedar un poco más rezagados, y Jack respondió a la muda pregunta de Victoria:

      —Ella ha guiado a los magos hasta aquí. Me imagino que es una hechicera importante.

      —No, no es una hechicera –negó Victoria, que había estudiado las costumbres de los distintos pueblos idhunitas con más interés que Jack–. Es una sacerdotisa, y por los colores de su túnica, creo que sirve a Wina, la diosa de la tierra.

      —¡Una sacerdotisa celeste! Creía que el dios de los celestes era Yohavir, el Señor de los Vientos, ¿no?

      —Sí, pero Yohavir pertenece a la tríada de dioses, y las mujeres no pueden entrar como sacerdotisas en la Iglesia de los Tres Soles.

      Mientras hablaba, Victoria buscó de nuevo a Christian con la mirada. Lo vio un poco más allá. Detectó que el pájaro dorado que montaba no parecía muy satisfecho con el jinete que le había tocado en suerte, pero no se atrevía a desobedecerle. La muchacha se estremeció; el ave había adivinado que cargaba con un shek, uno de sus enemigos. Y por primera vez se preguntó qué sucedería cuando los magos, y especialmente los sacerdotes de los seis dioses, descubrieran la verdadera naturaleza de Christian.

      Jack se había dado cuenta de que Victoria estaba mirando a Christian y, una vez más, se sintió fuera de lugar. Recordó cómo había intentado transformarse en dragón, sin conseguirlo, y quiso comentarlo con Victoria, hablarle de sus dudas, de su miedo a no estar a la altura de lo que se esperaba de él y, sobre todo, de no merecerla. Pero no dijo nada. A pesar de que Victoria todavía parecía sentir algo muy intenso por él, en el fondo Jack estaba convencido de que era demasiado tarde; de que, no importaba cuánto se esforzara, Victoria terminaría marchándose con Christian, antes o después. Y era algo de lo que no quería hablar con ella porque, por mucho que le doliera, si tenía razón, no debía poner trabas en su camino, no debía retenerla a su lado contra su voluntad.

      Desvió la mirada, incómodo. Victoria lo notó.

      —Jack, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?

      —Sí –mintió él–. No es nada, solo estoy un poco cansado. En serio –insistió, al ver que ella no estaba convencida–. Relájate y disfruta del viaje –añadió con una sonrisa.

      Victoria asintió, sonriendo a su vez. Se recostó contra Jack, cuyos brazos rodeaban su cintura, y echó un vistazo al cielo, donde relucían los tres soles de Idhún. Sus nombres eran Kalinor, Evanor e Imenor, tres esferas clavadas en el firmamento como joyas refulgentes. El más grande, Kalinor, era una enorme bola roja, casi el doble de grande que el sol que iluminaba la Tierra. Evanor e Imenor eran estrellas gemelas, blancas, y se situaban debajo del sol rojo, de manera que los tres formaban un triángulo en el cual Kalinor ocupaba el extremo superior.

      —Da calor solo de mirarlos –opinó Victoria, sobrecogida–. ¿Cómo es que no nos achicharramos todos?

      Jack contempló los soles, pensativo.

      —No sé mucho de estas cosas –reconoció–, pero el sol más grande

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