Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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      No había sido un sueño. Todo aquello había sucedido de verdad.

      Jack ahogó un grito de rabia y desesperación y, casi sin saber lo que estaba haciendo, se abalanzó contra aquel joven, furioso, tratando de golpearlo. Lo cogió por sorpresa y ambos cayeron al suelo. El muchacho exclamó algo en aquella extraña lengua, pero Jack no atendía a razones. Golpeó con los puños intentando darle a algo, pero de pronto unas manos de hierro lo agarraron dolorosamente por las muñecas y una voz serena, tranquila y autoritaria dijo algo que, para variar, él no entendió. Intentó desasirse, pero no lo logró. Sintió que tiraban de él hacia atrás para separarlo de su oponente. Se resistió; estaba ciego de rabia. Se volvió para ver quién lo tenía atrapado y vio tras él al joven que había peleado contra el muchacho de los ojos azules en su propia casa. Sin duda era muy fuerte y tenía brazos de acero; Jack se dio cuenta de que no le estaba costando ningún trabajo mantenerlo quieto, a pesar de que él se estaba resistiendo con todas sus fuerzas.

      Finalmente Jack, agotado, se rindió. Estaba atrapado.

      Se dejó caer, temblando y sollozando sin poder contenerse.

      Entonces el muchacho moreno al que acababa de atacar se inclinó junto a él y le dijo algo. Jack apartó la cara, furioso y angustiado a la vez. Pero vio, a través de las lágrimas, que él lo miraba fijamente, serio y preocupado. El joven dijo algo más, y esta vez Jack alzó la cabeza. Sonaba a francés. Pero él no sabía francés. El otro frunció el ceño, pensativo, y entonces probó otra vez.

      En esta ocasión, Jack lo comprendió.

      —Eh... sí... hablo inglés –musitó, en la misma lengua; sus propias palabras le sonaban extrañas. Tragó saliva para aclararse un poco la garganta. Volvió la cabeza para frotarse la cara contra el brazo y así secarse las lágrimas, porque todavía lo tenían sujeto por las muñecas y no podía usar las manos.

      El otro chico lo miró, pensativo.

      —Bien. En realidad, a mí no se me da muy bien el inglés, he tenido poco tiempo para aprender –explicó en un inglés vacilante, con un extraño acento–. Pero creo que nos entenderemos.

      Jack asintió, mohíno. Él hablaba inglés casi tan bien como su lengua materna. No en vano su padre era británico... Pensar en su padre le hizo recordarlo, sentado en el sofá, muerto, y cerró los ojos para evitar que volvieran a llenársele de lágrimas. Todo aquello no era más que una pesadilla...

      —No es un buen momento para hablar, lo sé –prosiguió el joven–. Solo quiero que sepas que, pase lo que pase, aquí estarás a salvo.

      —¡A salvo! –repitió Jack con amargura–. ¡Después de lo que les habéis hecho a mis padres...!

      —Te hemos salvado la vida –corrigió el otro–. Si hubiésemos llegado a tiempo, tal vez también habríamos podido salvar a tus padres. Pero ellos se nos adelantaron otra vez.

      Había tal gesto de rabia y frustración en su rostro que Jack no pudo menos que creerle.

      —Mis padres... –repitió, sin poderse quitar aquella idea de la cabeza.

      Trató de recomponer aquel rompecabezas en su mente. Lo que había contemplado en su casa era la lucha entre dos grupos distintos. Dos personas, el hombre de la túnica y el muchacho vestido de negro, habían matado a sus padres. Y probablemente lo habrían matado a él también, de no ser por la intervención de aquellos dos jóvenes con los que estaba hablando, que, de alguna manera, lo habían sacado de allí. ¿Por qué había pasado todo eso? ¿Quiénes eran ellos? ¿Y qué tenían que ver sus padres con todo aquello?

      —¿Por qué? –susurró, desolado–. ¿Por qué a ellos?

      Esta vez no pudo evitar que una lágrima resbalase por su mejilla y volvió la cabeza bruscamente, para que no lo vieran llorar.

      El joven lo miró con pena.

      —Lo siento, de verdad. Lo único que puedo decirte es que te protegeremos y que seguiremos luchando porque no haya más muertes.

      —¿Más... muertes? –repitió Jack, desorientado.

      El otro suspiró.

      —Es mejor que no te mezcles en esto. Cuanto menos sepas, más seguro estarás.

      Algo se rebeló en el interior de Jack.

      —¡No! –gritó–. ¡No, ni hablar, necesito saber qué demonios ha pasado! ¿Me oyes? ¡Y quiero volver a casa! ¿Quiénes sois vosotros? ¿Adónde me habéis traído?

      —A un lugar seguro –insistió el otro–. En cuanto a quiénes somos, solo puedo decirte nuestros nombres: yo soy Shail, y mi amigo es Alsan. No habla inglés –añadió con un suspiro resignado–, ni francés, ni nada que se le parezca.

      Jack se volvió hacia Alsan, que permanecía impasible, junto a él. Shail se encogió de hombros y le dijo algo en su propio idioma. Alsan soltó a Jack, que se frotó las muñecas doloridas, sin entender todavía lo que estaba sucediendo.

      —Yo me llamo Jack –murmuró.

      Se dejó caer al suelo; no tenía fuerzas para levantarse, de manera que se quedó allí, sentado en el suelo, hecho un ovillo y con la cabeza gacha, temblando de miedo, de dolor, de angustia, de rabia, de impotencia... eran tantos los sentimientos que se confundían en su alma que por un momento creyó hallarse en el corazón de un huracán.

      Shail se puso en pie y le tendió una mano para ayudarle a levantarse. Jack alzó la cabeza y lo miró, todavía muy desorientado. Parpadeó para contener las lágrimas.

      —Queremos ayudarte –dijo el muchacho, muy serio.

      Jack titubeó, pero finalmente le dio la mano, y se incorporó. Se volvió hacia Alsan, desconfiado. El rostro del joven seguía pareciendo de piedra, pero en su mirada había simpatía y conmiseración. Jack vaciló.

      —No estás solo –dijo Shail con suavidad.

      Jack sintió que todo le daba vueltas. Las piernas le fallaron como si fueran de gelatina. Apenas notó los brazos de Alsan sujetándolo para que no cayese al suelo.

      Fue vagamente consciente de que lo llevaban hasta una habitación más amplia y lo hacían sentarse en un sillón. Cuando todo dejó de dar vueltas y pudo mirar a su alrededor, se encontró en un salón amueblado al mismo estilo que el cuarto en el que había despertado, y aderezado con una serie de elementos que no parecían encajar allí: lámparas, un equipo de música, un ordenador...

      —Bienvenido a nuestro centro de operaciones –dijo la voz de Shail junto a él.

      Jack dio un respingo y se volvió. Vio al joven apoyado en el quicio de la puerta. Sonreía amistosamente. Se dio cuenta de que llevaba una camisa blanca por fuera de los vaqueros, parecía un muchacho normal. Y sin embargo seguía habiendo en él algo que lo hacía diferente. Jack buscó a Alsan con la mirada, pero descubrió que se había marchado.

      —Te has mareado –continuó Shail–. Estás muy débil, necesitas comer algo. ¿No tienes hambre?

      Jack negó con la cabeza.

      —Tengo el estómago revuelto.

      —No

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