Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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llama Idhún –dijo Shail por fin, en voz baja. Jack parpadeó, perplejo.

      —Nunca lo he oído nombrar.

      Shail no dijo nada. Se levantó y salió de la habitación en silencio. Jack quiso detenerle, pero reaccionó tarde, y cuando intentó incorporarse, las piernas le fallaron. Tambaleándose, logró asomarse al pasillo otra vez. Pero Shail ya se había ido.

      Jack se quedó allí parado, un momento. Entonces, lentamente, se dejó resbalar hasta el suelo y se quedó sentado allí, con la espalda apoyada en la pared. Rodeó las rodillas con los brazos, hundió la cabeza en ellos, encogiéndose sobre sí mismo, y se puso a llorar de nuevo, en silencio.

      Estaba cansado, muy cansado. El miedo y la tensión parecían haberse esfumado, dejando paso a la tristeza y el abatimiento. No sabía si Shail había dicho la verdad ni si realmente estaba a salvo en aquel lugar, pero sí era cierto que resultaba difícil no calmarse con aquella apacible noche silenciosa y estrellada que se veía desde la ventana. Un remanso de paz y tranquilidad. Jack cerró los ojos, deseando descansar, pero su corazón seguía sangrando. En apenas unas horas todo su mundo se había vuelto del revés. Sus padres habían muerto y él no sabía por qué. Estaba atrapado en un lugar desconocido y tampoco sabía por qué. Y había algo muy extraño en todas aquellas personas: los dos individuos que habían irrumpido en su casa... los mismos Alsan y Shail...

      Evocó sin quererlo el momento en que su vida se había hecho añicos. El hombre de la túnica, ese tal Elrion, había matado a sus padres, o tal vez lo había hecho el otro, a quien Shail había llamado Kirtash, el muchacho de... los ojos azules.

      Jack se estremeció involuntariamente...

      Frío.

      Volvió la cabeza con brusquedad. Nunca más vería a sus padres con vida, y esa idea resultaba horrible y angustiosa. Se había quedado huérfano. De golpe.

      Costaba mucho asimilarlo.

      Por un momento creyó que no lo conseguiría, deseó dejarse llevar por la pena, cerrar los ojos y dormir, y dormir para siempre, y no despertar nunca más, para no tener que enfrentarse al miedo y al dolor. Se dejó arrastrar por la marea de sus sentimientos, y estos estuvieron a punto de ahogarlo. Pero poco a poco, lentamente, fue saliendo a flote.

      No habría sabido decir cuánto tiempo había permanecido allí, acurrucado junto a la pared, pero en un momento dado alzó la cabeza y se dio cuenta de que seguía en aquel extraño lugar que Shail había llamado «Limbhad», solo, en aquella habitación. Respiró hondo e intentó pensar con un poco más de claridad. Decidió entonces levantarse y salir de aquella casa, a pesar de lo que le había dicho Shail. Buscaría un teléfono y llamaría a la policía, y entonces trataría de localizar a sus tíos, que vivían en Silkeborg. Seguramente estarían preocupados por él.

      Se levantó, tambaleándose, y avanzó por el corredor en busca de la salida.

      Un poco más allá encontró una puerta entreabierta, de la cual salía un alegre resplandor. Jack se asomó con precaución.

      Había llegado a la cocina, una cocina tan extraña y original como todo lo que había en Limbhad. Al fondo de la sala ardía un fuego cálido y acogedor, y los cacharros, de formas diversas, estaban colocados en una serie de alacenas de cantos redondeados. Pero a la derecha había un frigorífico, un horno eléctrico y una placa de vitrocerámica. Jack no terminaba de habituarse a aquella mezcla de cosas exóticas y electrodomésticos tan absolutamente corrientes. Era un contraste que chirriaba un poco.

      Estaba a punto de marcharse cuando tropezó con algo y oyó un maullido indignado. Una gata de color canela se apartó de su camino y lo miró con altanería antes de subirse a una silla con un elegante salto y acomodarse allí, desde donde le disparó una última mirada ofendida.

      —Lo siento –murmuró Jack.

      Oyó un ruido y se volvió, y vio entonces que, sobre un banco adosado a la pared, había una chica sentada con las piernas cruzadas y un tazón de leche entre las manos. Jack no había reparado antes en ella; tendría unos doce años, el cabello castaño largo y unos ojos oscuros que parecían demasiado grandes para su cara menuda, morena y de nariz pequeña y respingona. Pero aquellos ojos estaban fijos en él, y Jack respiró hondo. Adiós a su intento de pasar inadvertido. Bueno, de todas formas, aquella chica no parecía peligrosa.

      Ella lo miraba con cautela, y Jack levantó las manos como disculpándose.

      —Hola –dijo.

      La chica no lo entendió. Jack probó a saludar en inglés, y en el rostro de ella se dibujó una sonrisa.

      —Hola –respondió.

      —Me llamo Jack –dijo él.

      —Yo me llamo Victoria.

      El inglés de ella no era malo, pero no resultaba tan fluido como el de Jack. Él se percató enseguida de que no lograría sacarle mucha información.

      —¿Eres amiga de Alsan y Shail? –Ella asintió–. ¿Vienes de Idhún, entonces?

      Victoria se lo pensó un poco antes de contestar. La gata saltó sobre la mesa, sobresaltando a Jack, y lo miró con cara de pocos amigos. Él alargó la mano y acarició su sedoso pelaje. La gata agachó las orejas y, momentos después, ya ronroneaba panza arriba. El muchacho sonrió.

      —No lo sé –dijo finalmente la chica, con precaución.

      Jack estaba empezando a sentirse frustrado. Shail sabía más cosas, pero no se las quería contar. Alsan probablemente también, pero solo hablaba su extraño idioma (¿idhunaico, había dicho Shail?); y Victoria parecía algo más comunicativa, pero no dominaba el inglés tanto como para expresarse con total claridad.

      —No entiendo –dijo el chico–. No entiendo nada. Quiero respuestas.

      Victoria le miró y abrió la boca para decir algo, pero calló. Parecía que no encontraba las palabras. Jack se sentó en un taburete, mohíno, y enterró la cara entre las manos.

      Dio un respingo cuando sintió a Victoria junto a él.

      Ella se había levantado y estaba de pie, a su lado, sosteniendo algo. Jack lo miró. Se trataba de una cadena de la que colgaba un amuleto de plata que tenía forma de hexágono, con un extraño símbolo grabado en su interior. La chica le hacía gestos indicándole que se pusiera la cadena en torno al cuello, y Jack obedeció. Sintió de pronto una especie de sacudida, como un cosquilleo que lo recorría por dentro.

      —¿Y ahora? –dijo ella de repente, para sorpresa del muchacho–. ¿Me entiendes ahora?

      Jack parpadeó, perplejo, convencido de que no había oído bien. Victoria no le había hablado en inglés, ni tampoco en danés, pero él la había comprendido a la perfección. Si no hubiese sido porque parecía imposible, Jack habría jurado que le estaba hablando en el extraño idioma de Alsan y Shail.

      —Pe... pero no comprendo... –tartamudeó Jack; no pudo decir nada más; también él acababa de hablar en una lengua que no era la suya.

      Victoria sonrió.

      —Es un amuleto de comunicación –explicó–. Si lo llevas puesto, puedes hablar y entender nuestra lengua. No te preocupes,

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