Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández

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Ojos de lagarto - Bernardo (Bef) Fernández Ficción

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no pudo dormir. Nunca había escuchado algo así. Parecía una madre llorando a un hijo muerto.

      Al amanecer fueron a buscar su presa envueltos en la inquietud. Hallaron el agujero rodeado de pisadas frescas; no había huellas de hipopótamos cerca.

      Desde el fondo de la trampa, los quejidos del animal sonaban cada vez más apagados. El italiano pensó en el llanto menguante de un niño que ha berreado por horas.

      —Levántenlo —ordenó, sin atreverse a mirar hacia el agujero. Algo en esos gemidos le producía una inquietud ajena a su oficio de cazador. ¿Acaso era miedo?

      Uno de los hawatis se inclinó sobre el agujero. Retrocedió de inmediato, lleno de espanto.

      —¿Qué demonios…? —el italiano caminó hasta el borde de la trampa, donde aquello que vio lo hizo exlcamar: —Porca Madonna!

      En el fondo del agujero, dos ojillos reptíleos lo observaban implorantes. Estaban clavados en una cabeza afilada que lo hizo pensar en la de una serpiente, si bien era del tamaño de la de un caballo. Ésta era sostenida por un largo cuello que terminaba en un absurdo cuerpo de elefante del que a su vez partía una cola de cocodrilo.

      A lo largo de uno, dos, cinco, quince latidos del corazón, Lorenzo Cassanova se quedó paralizado, observando a la bestia gemir. Cuando logró salir del trance vio que sus cazadores escrutaban al animal con la misma fascinación que él.

      —¿Qué demonios es esto? —preguntó a Seppel, sabedor de lo ofensivas que resultaban sus maldiciones a los oídos musulmanes.

      —Sólo sé que no es un hipopótamo, sahib.

      Con cuidado, los hombres hicieron descender cuerdas de cáñamo que rodearon el corpachón de la bestia. El animal se revolvió inquieto mientras lanzaba chillidos estentóreos que helaron la sangre de los cazadores.

      Lograron izarlo entre dieciocho hombres. A la luz del sol, pudieron apreciar que su piel era suave al tacto. A una orden de Cassanova, Seppel le acercó al hocico un perol lleno de grog, brebaje preparado con ron y azúcar. Era la mezcla con la que solían calmar a los elefantes inquietos. La bestia bebió ansiosa. En pocos minutos cayó en un sopor plúmbeo.

      Mientras lo arrastraban hacia la lancha, un rugido tronó desde la jungla. Bramido furioso que retumbó en la selva como un trueno.

      —Larguémonos de aquí —ordenó Cassanova. No fue necesario el énfasis, los hombres estaban ansiosos por irse.

      Casi habían terminado de subir al animal a la lancha cuando un nuevo rugido tronó desde la espesura.

      —Seppel, el mosquetón.

      El moro obedeció. Comenzó a cargar nervioso el arma mientras todos los demás se afanaban por subir a su presa en la embarcación. No terminó de hacerlo.

      El suelo se sacudió como si una estampida de elefantes cargara hacia ellos.

      El pánico estalló entre los cazadores. Treparon apresurados a las lanchas para remar a toda velocidad. En su miedo, Cassanova intentaba gritar que amarraran bien al animal. Era inútil querer elevar su voz sobre el rugido ensordecedor. Sólo se habían alejado unos cuantos palmos de la orilla cuando un monstruo venido del fondo del infierno surgió de la maleza, y arremetió furioso contra la embarcación.

      Cuentos chinos (1)

       Shanghai, China, 1864

      El recuerdo más antiguo que tenía Pi Ying era el del aroma del té de jazmín llevado todas las mañanas hasta sus aposentos por un criado.

      La habitación del niño estaba en el segundo nivel del edificio señorial del yamen de su familia, en el territorio inglés de Shanghai.

      El yamen consistía en una retícula formada por una hilera de edificios, encontrada en ángulo recto con otra de pabellones que rodeaban un jardín central. En medio se levantaba un estanque lleno de carpas rojas en cuya superficie flotaban nenúfares y juncos.

      La habitación de Pi Ying era la contigua a la alcoba señorial, donde dormía su padre, viudo desde un trágico viaje de negocios a Pekín del que su esposa no volvió.

      El recuerdo de ella era nebuloso para el niño, la presencia de su padre apenas una sombra distante. Su educación había sido confiada al anciano Wang, protegido de la familia desde tiempos del abuelo de Pi Ying, quien también se había encargado de la educación de su padre, Kin Fo.

      Todas las mañanas el criado, de nombre Sun, plegaba las cortinas de bambú de la habitación de Pi Ying al tiempo que el señorito, apenas un niño, se espabilaba en su cama de latón traída desde Brighton.

      Después recibía un baño en una tina de mármol, asistido por Sun, al tiempo que ambos cantaban cancioncillas tradicionales para alegrar la mañana.

      Ya vestido, con pantalones ku de seda negros y blusón pao, idénticos a los usados por su padre, Pi Ying bajaba al comedor para desayunar.

      Sentado en una mesa chaki de madera negra laqueada, Sun le servía un cuenco de arroz con huevos escalfados de pato y frutos de litchi. Al terminar, iba a otro de los pabellones del yamen a recibir la lección de su tutor.

      Wang, un viejo filósofo nacido en Dashanpu, un pueblito en la provincia china de Sichuan, le enseñaba al niño escritura y caligrafía, principios de matemáticas y astronomía, le leía poemas clásicos chinos del Shijing y lo instruía en confucianismo. Lo preparaba, en fin, para que llegado el momento pudiera suplir a su padre al frente de la casa comercial fundada por su abuelo, Tchung Heu.

      Igual que su padre, Pi Ying era un niño de inteligencia asombrosa. Precoz en sus capacidades matemáticas, parecía haber heredado el instinto comercial de sus antepasados, no así la cautela con que éstos solían proceder.

      Pi Ying no era de naturaleza reflexiva. Esa debilidad de carácter, aunada a una ambición desmedida más propia de un viejo, preocupaba a su pedagogo, que con horror reconocía en el niño la astucia de las serpientes.

      —Tu ímpetu es el de una tormenta de verano, cachorro —le decía el anciano Wang, que se estaba quedando ciego, durante un receso—, pero la fuerza bruta debe reunirse con sabiduría en un solo punto para lograr sus objetivos. De otro modo, se diluye.

      Durante las tardes, Pi Ying era libre para jugar con trenes de juguete ingleses, traídos desde Hong Kong, los cuales corrían en un circuito de montañas y lagos liliputienses que ocupaban una habitación entera del pabellón de juegos del yamen.

      Cuando se aburría, podía pedir a Sun que le ayudara a fabricar cometas de papel para volarlos, o que a escondidas de Wang lo llevara a pescar a las orillas del río Huangpu en una frágil panga con la que los criados de su padre iban y venían de compras al mercado aledaño, en los muelles de Shanghai.

      Sin embargo, lo que más fascinaba al pequeño Pi Ying era deambular por los pabellones del yamen destinados a albergar los objetos artísticos que su familia atesoraba: leones de jade, vasijas de porcelana, biombos de seda decorados con flores de loto, máximas morales caligrafiadas en pliegos de fino papel arroz, gigantescos dragones de papel que colgaban del techo y un sinfín más de exquisitas piezas obtenidas por el padre y el abuelo en sus viajes de negocios a lo largo del territorio chino.

      De

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