Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández

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Ojos de lagarto - Bernardo (Bef) Fernández Ficción

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sobre cojines de seda. Cuando el niño preguntaba a su tutor por ellas, el anciano sólo contestaba con elegantes evasivas.

      La apacible rutina de Pi Ying hubiera continuado intacta de no haber sido por el estallido de la rebelión de Taiping. Cuando los rebeldes quisieron tomar Shanghai, el yamen de Kin Fo fue una de las primeras propiedades del territorio inglés atacadas por los cristianos.

      El asalto llegó de madrugada. Muchos años después Pi Ying recordaría que un rumor sordo interrumpió su sueño. El avance caótico de la tropa llegó hasta las puertas del yamen donde no pudo ser contenido por los criados de su padre, mismos que fueron aplastados bajo el avance de los rebeldes.

      Desde su ventana, Pi Ying observaba aterrorizado cómo los soldados prendían fuego a los edificios. Las llamas devoraron en minutos el conjunto. Paralizado por el miedo, el niño no era capaz de salir de su habitación.

      Lo siguiente se volvía nebuloso en los recuerdos del señorito. El sonido de pasos subiendo por las escaleras. El inconfundible estruendo de una pelea cuerpo a cuerpo en la habitación de su padre. Acaso un grito, el último proferido por Kin Fo a la hora de ser degollado por sus enemigos.

      La reconstrucción de lo sucedido enseguida se fundía en una atmósfera onírica en la que Pi Ying nunca logró discernir fantasía de realidad.

      Era claro que un soldado entró a su habitación blandiendo una antorcha. Y que aparentemente se sorprendió de encontrarse con un niño. Pocos segundos después, el hombre salió de su asombro para prender fuego a los tapices de seda que colgaban de las paredes. En ese momento, Pi Ying lo recordaría con claridad casi sesenta años después, el individuo sacó una daga de entre sus ropajes y se aproximó al niño con un cruel fulgor asesino en los ojos.

      Fue cuando Wang entró al cuarto a salvar a su amo.

      El anciano peleó con el soldado. Al niño le sorprendió ver que el viejo miope era un guerrero feroz, quien luchó por la vida de Pi Ying como un tigre.

      Sin embargo, el desenlace del combate era borroso en los recuerdos del joven amo. Lo siguiente que lograba evocar con claridad era la huida, en medio de la noche, por el río: Wang remando sobre la misma lancha en que Sun llevaba al niño a pescar.

      Lo que nunca olvidó Pi Ying fue la orden que le dio su tutor mientras se acercaban a los muelles de Shanghai. El viejo se inclinó sobre un bolso de seda del que extrajo las tres misteriosas esferas de marfil.

      —Éste es nuestro último secreto. Pase lo que pase, habrás de protegerlo con tu vida —Wang volteó hacia atrás, donde a lo lejos las llamas que consumían el yamen se elevaban hacia el cielo en una columna.

      Por unos minutos el filósofo pareció perderse en sus recuerdos, mientras Pi Ying acariciaba la suave superficie de las perlas gigantes. Cuando el anciano salió de su ensimismamiento, continuó:

      —Tu padre y tu abuelo hicieron muchos enemigos. Sabía que esto acabaría así.

      La expresión confusa de Pi Ying no pasó inadvertida para el viejo.

      —Lo entenderás, llegado el momento.

      Después, los recuerdos de Pi Ying se fundían en la oscuridad de aquella noche, con la imagen del viejo Wang que lloraba en la panga sobre el río Huangpu.

      Cuando los enemigos de Kin Fo hicieron pesquisas en los embarcaderos de Shanghai al día siguiente, buscando a un niño acompañado por un anciano, nadie pudo darles razón. Un coolie opiómano tirado sobre los muelles insistió a gritos en que los había visto la noche anterior, mientras subían a un barco con destino a los Estados Unidos, sin que nadie le hiciera caso.

      Nunca más se volvió a saber de ellos en Shanghai.

      De animales y hombres:

      páginas inéditas del diario de Carl Hagenbeck

       Alejandría, Egipto, 1870

      Aún no terminábamos de descender del barco cuando la pestilencia del puerto llenó mis fosas nasales. Un aroma nauseabundo, mezcla de podredumbre, almizcle y lubricidad envolvía Suez como una bruma pegajosa.

      Habíamos acudido al llamado urgente de Lorenzo Cassanova, uno de nuestros agentes recolectores de animales. Nuestro hombre de confianza en el África.

      Apenas dos semanas atrás, un escueto telegrama entregado en nuestro jardín zoológico en Stellingen solicitaba ayuda urgente. Nuestro cazador se hallaba postrado en cama, víctima de una enfermedad tropical, en algún lugar del puerto de Suez. Con los animales recolectados en su expedición al corazón de Nubia dejados a la buena de Dios. Nuestros animales.

      Acudimos de inmediato. Dejamos a Papá al frente del negocio y, con la sola compañía de Dietrich, el menor de nuestros hermanos, carta de crédito en mano, iniciamos el camino hacia la costa septentrional egipcia.

      Con la guerra francoprusiana en su apogeo, las rutas directas al norte de África se habían interrumpido. Era necesario hacer un rodeo por todo el mediterráneo para llegar a la costa norte de Egipto y avanzar a través del canal para recalar en las aguas del Mar Rojo.

      Y por si lo anterior no fuera suficientemente complicado, la tensión religiosa crecía en la región, con líderes carismáticos al frente de las facciones mahometanas, que parecían esperar una orden para rebanar el cuello de todo aquel cristiano que encontraran en territorio africano.

      Ese fue el escenario que nos recibió aquel mediodía. Apenas pusimos pie en suelo firme, Dietrich y yo nos registramos en el Hotel de Suez. Sin perder más tiempo que el necesario para acicalarnos minuciosamente, salimos a las callejuelas laberínticas en busca de aquello que nos pertenecía.

      No fue difícil dar con los animales. Es imposible mantener oculto un rebaño de cabras, antílopes, leones, avestruces, aves, monos y elefantes en un puerto bullicioso. Muy pronto ubicamos la bodega donde Cassanova había guarecido a los animales.

      Guarecer es un verbo inexacto para llamar el hacinamiento al que el sucio italiano había confinado a nuestros animales. El humor concentrado de sus heces y orines flotaba a varias calles del lugar. El escándalo de sus bramidos y cacareos podría escucharse hasta Trípoli.

      El júbilo de encontrar nuestra mercancía se vio opacado por el caos salvaje que reinaba en el local. Avestruces y okapíes rondaban sueltos. Los simios, libres de las jaulas, se lanzaban cáscaras de fruta podrida en medio de un coro de chillidos enloquecedores. Las jaulas de los leones no habían sido limpiadas en semanas. Dos de los elefantes yacían enfermos en medio de sus excrecencias.

      —¿Dónde está el italiano? —preguntamos al primer hombre que apareció en medio de ese caos, un egipcio gordo de color aceitunado.

      El salvaje era incapaz de hablar ninguna lengua civilizada. Manoteaba al parlotear en árabe, sin que nuestros rostros de azoro lo conmovieran.

      Al ver que no podíamos entender sus balbuceos guturales, pidió que lo siguiéramos a la trastienda del lugar.

      Ahí, postrado en un lecho miserable, consumido por la malaria, Cassanova se retorcía, sudoroso, sin que los cuidados de otro moro que limpiaba sus pústulas sangrantes parecieran aliviarlo.

      —Herr Hagenbeck, bendito el Señor —saludó con un hilo de voz.

      —¿Qué ha pasado

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