Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández

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Ojos de lagarto - Bernardo (Bef) Fernández Ficción

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de que habían caído redonditos en la más vieja de las estafas.

      Fue inútil exigir la presencia de la policía. La búsqueda de los estafadores estaba destinada a resultar infructuosa.

      Para ese momento, embarcados en un ferri, el doctor Rolando Hinojosa-Smith y Ary contaban el dinero recaudado durante la jornada, camino a la Paz, al otro lado del mar de Cortés.

       Bring ‘Em Back Alive (1)

       Gainesville, Texas, 1889

      Nadie supo de dónde vino. Llegó hasta Gainesville sin que alguien viera si montaba un caballo o venía en algún vagón de carga del tren. En aquellos años nadie hacía muchas preguntas. Menos en un paso de tren perdido al este de Texas.

      Era un viejo curtido vestido con ropas ajadas, dueño de una mirada de loco y un sombrero que hacía muchos años había perdido la forma. Cualquiera lo hubiera tomado por un loco, uno de esos gambusinos venidos desde California, derrotados por la quimera del oro.

      En cualquier caso, el hombre deambulaba por las calles de Gainesville con la mirada extraviada, balbuciendo incoherencias y provocando lástima.

      Fueron Howard D. Buck y su esposa Ada, piadosos cristianos, quienes finalmente se animaron a dar refugio al hombre cuando lo vieron deambulando errático a la salida del servicio religioso en la iglesia presbiteriana de la calle Lindsay.

      Acompañados del pequeño Frank, su hijo, los Buck llevaron al sujeto hasta su casa, donde le ofrecieron un baño y ropa limpia. Después, previa oración de agradecimiento al Señor, compartieron el sencillo almuerzo.

      Una vez limpio el viejo tenía un aspecto casi humano. Con las barbas afeitadas por el señor Buck, parecía rejuvenecer al menos quince años. Sólo entonces la familia pudo ver que debajo de los mechones desordenados de cabello negrísimo había un rostro afable, casi guapo.

      La suya era una mirada azul que delataba una ingenuidad temerosa más propia de un niño.

      Cuando terminaron de comer, cerdo asado acompañado de panecillos de maíz, Pa Buck comenzó a rellenar su pipa de tabaco rubio mientras Ada y el niño levantaban la mesa.

      —Así que, ¿de dónde dijo usted que venía, señor…?

      Se identificó como Smith, Sam Smith, “de las Montañas Rocallosas”.

      —Hurm —gruñó Pa Buck mientras encendía la pipa con un cerillo—, ¿y qué es lo que lo trae por este humilde rincón del Señor?

      Smith farfulló una retahíla de incoherencias. Dijo haber trabajado en las minas de California y haber sido explorador en los desiertos de Colorado.

      —Pero además, señor mío, sépase que este humilde gambusino ha sido también un importante cazador.

      Los ojos del pequeño Frank se iluminaron. A sus cinco años, las historias de cacería lo fascinaban.

      —¿Y qué es lo que cazaba usted, señor Smith? —preguntó Pa Buck, la boca humeando con cada palabra.

      —Fósiles —dijo orgulloso el viejo.

      —Disculpe. No recuerdo haber oído nunca nombrar a esos animales.

      —No son animales, señor Buck…

      La expresión de Frank se llenó de decepción.

      —… se trata de huesos.

      —¿Huesos? —Pa rio—. ¿Como los que acabamos de roer? ¿Cazaba usted para los perros, señor Smith?

      —No me entiende usted, señor Buck. Los huesos que yo recolectaba eran unos de muy especial clasificación.

      Sólo entonces la expresión bovina de Sam Smith pareció recuperar un brillo inteligente. Enderezó el espinazo, carraspeó para aclarar la voz y comenzó su relato:

       Sé que lo que voy a contar los sorprenderá. No es fácil de entender para nosotros, la gente sencilla, la gente del pueblo.

       Hace muchos años, más de los que puede contar usted o yo, antes de que nacieran nuestros tatarabuelos, quizás antes de que hubieran Adán y Eva, el mundo fue gobernado por bestias gigantescas llamadas danosorios.

       Los danosorios eran, ¿cómo explicarlo? Imagine un reptil cruzado con un elefante. No, señor Buck, no me vea con esos ojos. Le juro por la gloria eterna de mi madre que no estoy diciéndole mentiras. No, usted nunca ha visto un danosorio porque todos murieron. ¿Por qué razón? ¡Lo ignoro! Ni siquiera los grandes sabios lo tenían muy claro.

       Como se dará cuenta, el estudio nunca fue mi fuerte. Pero sí que era la especialidad del profesor Cope, con el que trabajé. ¿Nunca oyó de él? Edward Drinker Cope, el gran naturalista, miembro del Servicio Geológico de la nación. ¿No? ¿Y del profesor Othniel Marsh, su archienemigo, presidente de la academia de ciencias? Bueno, es que ellos son grandes personajes, allá en las universidades. Difícilmente se mezclan con gente como nosotros.

       Yo conocí al profesor Cope en Fort Bridger cuando solicitó mis servicios como guía, probablemente antes de que esa región se conociera como Wyoming. Cuando me explicó lo que íbamos a hacer no podía creerlo. Se trataba de desenterrar huesos, sí, como dijo usted, señor Buck, como si fuéramos unos malditos perros. Disculpe mi lenguaje, señora Buck. Entonces el profesor nos explicó que no eran huesos normales, sino que se trataba de esqueletos muy antiguos de animales que habían desaparecido hace mucho.

       Algo habría de cierto, porque bastaba ver el tamaño de los huesotes que desenterrábamos, además de que salían convertidos en piedra. No daba uno crédito. No siempre salían completos, la mayor parte de las veces tan sólo recuperábamos una caja torácica o una pierna. El profesor los mandaba por tren a la universidad y allá los volvían a armar.

       Lo malo es que el profesor Cope no se podía ver ni en pintura con el profesor Marsh. Dizque se conocían desde Europa. Siempre andaban malhablando uno del otro y cada que podían se hacían alguna trastada.

       Una vez, por ejemplo, el profesor Marsh, que era rico, compró la concesión para explotar las tierras donde andaba excavando Cope y nos corrieron de ahí. Sin embargo, lo que yo quiero contarle no es eso, señor Buck. Usted me preguntaba qué ando haciendo. A dónde voy. Yo le voy a contestar.

       Bastaba ver esos huesos para que se le helara a uno la sangre. Una vez desenterramos el cranio, así le decían, de lo que parecía un caballo pero que tenía dientes tan largos como cuchillos. ¡No le miento, señor Buck, se lo juro! Y no es que quiera asustar aquí al pequeño Frank, pero lo último que yo hubiera deseado es encotrarme alguna vez con uno de esos mostros.

       En cierta ocasión le pregunté al profesor Cope si no andarían rondando por ahí algunos de ellos. Rio y me dijo, así como quien le explica algo a un niño (sin ofender, Frankie) que no, que aquellos animales habían desaparecido del mundo hacía más tiempo del que cualquiera de nosotros era capaz de imaginar, que sólo existían en forma de fósiles, así dijo.

       ¡Pero ello no me tranquilizaba! ¿Cómo saber si a Dios nuestro Señor no se le había olvidado llamar ante Su presencia a alguna de esas bestias?

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