Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández

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Ojos de lagarto - Bernardo (Bef) Fernández Ficción

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del Señor”. Desde ese día, Papá dejó de beber. Yo era el único estudiante extranjero del colegio. No era común que llegaran ahí mexicanos. Creo que fui el primero. Todos los gringuitos gozaban molestándome, saboteando mis prácticas. Especialmente un tal Thompson, que también estaba enamorado de la Güera. Él era campeón de atletismo y equitación, hijo de unos ricos ganaderos de aquellos que llegaron desde el norte a ocupar las tierras que años antes habían sido mexicanas. Thompson no vacilaba en humillarme enfrente de todos, en lanzarme agujas de disección y bisturíes afilados, en derramar su café sobre mis tareas y llenar mi pupitre de brea. Solía galantear con la Güera, quien rechazaba amablemente sus lances, mientras yo apenas me atrevía a sostenerle aquella mirada color cielo. Una vez, frente a ella, Thompson me dio un puñetazo en el estómago para hacer reír a su grupo de amigos. Todos celebraron su humorada menos ella, que le dio una bofetada. Se acercó hasta donde yo estaba tendido y acuclillándose me dijo, en español: “nou si dejei, mister Hinoujousa”. Desde que nací me pusieron a jugar con todos mis primos, sin ninguna distinción. Bien pronto me sonaba a los guamazos con los más grandes, al tiempo que ayudábamos al abuelo a cuidar a los animales del rancho. A los demás niños les encantaba ordeñar a las vacas o lavar a los marranos. Yo prefería asistir a mi Papá en sus labores de veterinario. Dicen que él tenía buena mano desde que andaba por mi edad. Recuerdo una vez que la ciudad estaba tomada por tropas villistas. Para calmar su furia, el abuelo les ofreció que torearan unas vaquillas que después asarían a las brasas. Cuando terminó la faena, tras que uno de los animales arrastrara por el suelo a uno de los capitanes de Villa, yo seguí a Papá a donde habían de destazar a las vaquillas. Vi con fascinación cómo parecía que él desarmaba un complicado rompecabezas como los que le gustaban a mi primo Roque. Sólo que éste era un rompecabezas de tripas y carne. Al lunes siguiente llegué a la escuela. Ahí estaba Thompson con sus amigos. Me acerqué tembloroso y le dije: “Mire, Thompson, yo no quiero que haya dificultades entre usted y yo, pero si insiste en molestarme voy a verme en la necesidad de ponerlo en su lugar”, a lo que él contesto riéndose: “What do we have here? Suddenly the beaner’s got brave!” y comenzó a darme de cachetadas. Todos estaban riéndose: Dodgson, Hubert, Connelly y Evans. Hubiera soportado esta nueva humillación de no haber visto llegar a lo lejos a la Güera Smith. Recordé su rostro cuando se inclinó para decirme “nou si dejei”. En ese momento una furia ciega se apoderó de mí. Nunca supe bien qué pasó, lo único que recuerdo es que segundos después, ensangrentado en el piso, Thompson suplicaba llorando que dejara de golpearlo mientras sus amigos me miraban con terror sorprendido. Cuando todo terminó, la Güera Smith corrió hacia mí, me abrazó y me plantó un beso en la mejilla. Un beso que en las noches frías, cuando más me cala su ausencia, sigue reconfortándome. Papá recorría los demás ranchos, dando consulta a vacas y cabras, cerdos y gallinas. Era el único veterinario de la región. Yo siempre lo acompañaba. Lo mismo atendía a la gente muy pobre que a los ricos. En las casas humildes nunca cobraba, aceptaba lo que le dieran. A veces era un taquito de huevo hecho con lo puesto por las mismas gallinas que curaba, otras era queso fresco o mazorcas de maíz tostado. Lo que nunca aceptaba eran botellas de aguardiente, que jamás les faltaban a los campesinos. “El sotol les envenena el alma, cabrones, les derrite el cerebro, de por sí que tienen poco”, les decía. Luego se disculpaba conmigo por decir palabrotas. “Es la única manera de que me entiendan”, decía. En las haciendas de los ricos era otra historia. Cobraba caro y en pesos de oro. Yo, desde que tenía tres o cuatro años, descubrí que podía comunicarme con los animales. Que podía entender cuando algo les dolía. Sabía si era el estómago o los riñones. Papá veía mi don y lo aceptaba aunque no le hiciera mucha gracia, pensaba que algo tenía de brujería. Muchas veces le ayudé a dar un diagnóstico rápido. Siempre que nos íbamos, los animales me agradecían en sus lenguas que les hubiéramos arrancado el dolor. “De nada”, les decía en mi idioma. La tía de la Güera se opuso rabiosamente a que nos casáramos. Fui a su casa en la esquina de Dolorosa Street y la Avenida Dwyer, cerca del cauce del río, para ser recibido por una vieja puritana que no me sonrió ni un momento. Poco la impresionó mi flamante título de veterinario o las tierras de mi familia, al sur de ése que los gringos nombran río Grande pero que todos sabemos que se llama Bravo. Ni siquiera la intervención de un pastor, amigo de la familia, sirvió para ablandar su corazón. “I’m sorry, Mr. Hinojosa”, me dijo la vieja sin el menor asomo de emoción en sus palabras, “but Mexicans had been our enemies since the war. Do you remember the Alamo? Well, I do”, y dio por zanjada la conversación. Desconsolado, mandé un telegrama a México. “MANO NOVIA NEGADA, ¿QUÉ HAGO?”, decía. La familia estaba al tanto por las cartas que enviaba a Silao. Cartas que a veces tardaban hasta tres meses en llegar. A los dos días llegó una respuesta de mi padre. Casi me voy de espaldas al leer las cinco palabras: “RÓBESELA. ¿QUÉ NO ES HOMBRECITO?” Esa misma noche llegué a caballo a la casa de los Smith, muerto de miedo, sólo para descubrir a la Güera esperándome en el porche, con un rifle en el regazo y sus pocas pertenencias en un bulto atado. “What took you so long?”, dijo mientras se subía detrás de mí. Tres días después cruzábamos la frontera en Laredo. Si la tía intentó buscarla nunca lo supimos, porque al poco tiempo estalló la Revolución y las líneas de comunicación con el extranjero se rompieron. No creo que a la Güera le haya importado mucho. La Revolución dejó devastada la hacienda de los Hinojosa, el casco fue reducido a cenizas. Perdieron más de la mitad de sus tierras pero al menos lograron que respetaran a sus mujeres y niños. Sin embargo, estaban arruinados. No fueron las tierras y el dinero lo único que la Revolución le arrancó al abuelo. Dos de mis tíos mayores, Alfonso y Guillermo, fueron reclutados a la fuerza durante aquellos años, y si a Papá se le permitió quedarse en Silao fue porque curó la herida de un capitán villista al que una bala le atravesó la mandíbula. Años después, cuando yo era un poco más grande y el abuelo se iba haciendo viejito, lo acompañaba todas las tardes a la estación de Silao para ver llegar los trenes. Tenía la esperanza de que alguno de sus dos hijos volviera a su tierra una vez que la guerra había terminado. Nunca volvimos a saber nada de Guillermo, que fue levantado por las tropas de Carranza para salir marchando del pueblo rumbo al olvido. La guerra fue el infierno, sólo la suerte extraordinaria de mi padre, que él llamaba Divina Providencia, nos permitió ir pasándola. Ello no impidió que dos de mis hermanos fueran llevados a combatir, uno en cada bando. Yo evité ser reclutado, y de paso que las mujeres de la casa fueran ultrajadas gracias a una coincidencia que el abuelo de Ary insistió en llamar un milagro hasta el fin de sus días. La ciudad estaba tomada. Los villistas lograron repeler un ataque de las tropas federales, no sin muchas bajas. Nosotros, encerrados a cal y canto en el casco de la hacienda, escuchamos mermar a lo lejos los ruidos del combate. Pensábamos que todo había acabado, que por esa noche la habíamos librado cuando oímos acercarse el inconfundible estruendo de la bola. El pánico se adueño de los habitantes de la casa. Intranquilos, los hombres contamos el parque sólo para comprobar que era insuficiente para defender el más modesto avance militar. Nos quedamos paralizados, viéndonos unos a otros mientras el sonido de los caballos se aproximaba. La sorpresa fue enorme cuando alguien tocó a la puerta educadamente preguntando por el doctorcito. Recelosos, abrimos para descubrir que traían un herido de gravedad. “Sálvelo, doctor. Se lo suplicamos”, pidió un rudo general villista. El herido era un hombre blanco, muy alto. Por un momento temí que se tratara de Villa mismo, hasta que la Güera comenzó a hablar con él en inglés. “This man is an American”, me dijo. “His jaw’s badly hurt, we got to hurry.” Era cierto, una bala le había rozado la mandíbula. Era una herida muy aparatosa. Si no actuábamos rápido, se le infectaría. Moriría en medio de horribles dolores. “Let’s make it”, dije en mi inglés espantoso e improvisamos en la cocina un precario consultorio ante la mirada implorante de los villistas. Hervimos agua para curar con fomentos, rasgamos sábanas para hacer gasas. A falta de anestesia pedí que le dieran un buche de aguardiente, mismo con el que desinfecté antes de suturar. Hacia el amanecer el hombre estaba fuera de peligro, dormía tranquilo en la mesa de la cocina. Sólo entonces supe que se trataba de Sam Dreben, polaco judío metido a villista, al que todos llamaban el Judío Bélico. Era un hombre clave en ese momento, su muerte hubiera desmoralizado a la bola. Cuando horas después despertó, adolorido pero vivo, nos agradeció a la Güera y a mí, en una mezcla de inglés y español, el haberlo salvado, e inmediatamente ordenó que se respetara a las mujeres y propiedades de la familia

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