Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández

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Ojos de lagarto - Bernardo (Bef) Fernández Ficción

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(prohibida por el profesor, que era cuáquero).

      Una de esas noches, mientras nos helábamos el trasero, con su perdón señora Buck, en la región de las Tierras Malas, las Badlands en Montana, sólo quedábamos despiertos Louis Cohn y yo.

       En la oscuridad, iluminados tan sólo por la danza fantasmal de las llamas, Cohn dio un largo beso al pico de la botella para después mirarme fijamente. “Esos animales aún existen”, me dijo con rostro torcido en una mueca.

       Dio otro trago mientras yo intentaba hacer como que no había escuchado lo que había dicho. Él continuó su relato. Hacía apenas unos años, tres o cuatro, bebía en Chicago con unos amigos en el granero de la madre de uno de ellos. Los O’Leary. Apostaban al pókar sin que los padres de James los escucharan. “Maldito James”, dijo. Disculpe mi lenguaje, señora Buck, así dijo él.

       Bebían cuando apareció Daniel Sullivan, otro de los muchachos. Venía arreando una vaca cubierta por una manta. Les dijo: “Muchachos, no van a creer lo que traigo aquí” pero estaban muy borrachos para hacerle caso. Además, tenía fama de embustero. “Les va a sorprender lo que le gané a los dados al chino que tiene su lavandería en Van Buren Street.” “¿El anciano ciego?”, dijo Jimmy O’Leary. “El mismo”, contestó Sullivan.

       Yo no hubiera creído ni media palabra de lo que contaba Cohn, ahí en medio de la nada. Habría pensado que se trataba de un cuento de borrachos de no ser por el pavor que le deformaba el rostro.

       El caso es que ya muy bebidos, los muchachos pidieron a Sullivan que les mostrara su vaca, tan especial. “No lo creerás, Sam”, me dijo Cohn, “lo que había debajo de esa manta no era ninguna vaca. Era un danosorio de éstos. Vivo”.

       Quise reírme, señor Buck. Pedirle que no se burlara de mí. Para entonces, Louis Cohn ya estaba muy lejos de ahí, ensimismado en su recuerdo.

       “Era verde”, decía, “de piel escamosa y largos colmillos, como los de estos huesos, pero con alas como de murciélago. Respiraba dificultosamente. Parecía nervioso”.

       Asustado, quise sacarlo de sus cavilaciones. Fue inútil. A lo lejos, un coyote aulló, helándome la sangre. “No lo creíamos”, continuó Cohn, “era un dragón de cuento de hadas. En aquella época no sabíamos nada de los danosorios. Lo empezamos a molestar, como hacíamos a veces con los cerdos del establo de los O’Leary. Sullivan nos decía que lo dejáramos en paz, que el chino ciego le había advertido que eran animales muy nerviosos. No hicimos caso”.

       Cohn, un hombre rudo, curtido en la difícil recolección de huesos en el desierto, rompió a llorar. “El animal se enojó de verdad cuando James O’Leary quebró una botella para picar sus costados. Para ver si su piel era tan dura como la de los cocodrilos. Abrió sus fauces con un gruñido seco y, antes de que pudiéramos reaccionar…”

       Las lágrimas no lo dejaban hablar. No supe qué hacer para consolarlo. “Maldito James, maldito James. Todo ardió hasta los cimientos.”

       Poco a poco sus gemidos se fueron apagando hasta que se quedó dormido, y me dejó solo con mis temores en medio de las penumbras. Esa noche no pude dormir.

       Al día siguiente, Cohn fingió no recordar nada de lo platicado. No hubo manera de sacarle el resto de su relato. Hubiera dejado pasar la historia, señor Buck. De no ser porque Watson, otro de los muchachos de la expedición, me dijo que efectivamente Louis Cohn había estado ahí donde inició el gran incendio de Chicago. Que apenas había salvado el pellejo, pero nunca hablaba del tema.

      Sam Smith dio un largo trago a la taza de café que Ma Buck le había servido. Suspiró con la mirada dirigida al vacío. Estuvo en silencio un rato. Nadie de la familia se atrevió a hablar sino hasta que él mismo rompió el silencio.

      —Han pasado unos quince años. Dejé de trabajar con el profesor Marsh para unirme al grupo del profesor Cope. No era lo mismo, Cope no era ni de lejos lo buena persona que era Marsh. Ni tenía más dinero, lo cual no servía para que nos pagara a tiempo. Se vinieron malas épocas. El gobierno dejó de subsidiar las expediciones geológicas. Cope se quedó en la ruina. Marsh se retiró a dar clases. Pero yo no olvido la mirada de Louis Cohn aquella noche, en las Tierras Malas. Me pregunta usted que a qué me dedico, señor Buck. A buscar a esos “mostros”, que están escondidos en algún lado. A encontrarlos porque aquel que los exhiba al mundo habrá de volverse rico, ¿me oye? Obscenamente rico. A eso me dedico.

      Sin decir palabra, Sam Smith se levantó de la mesa. Agradeció la caridad con un murmullo. Tomó su sombrero y salió a la noche, para perderse en la oscuridad.

      Nunca nadie volvió a verlo en Gainesville.

      El pequeño Buck, sin embargo, nunca olvidó aquella historia.

      0

      Polvo y sangre

      Venimos huyendo. Al norte, siempre al norte. Hasta que lleguemos a Vermont, donde vive la familia de Mamá. Papá era veterinario. Lo fue durante muchos años en Silao, antes de que yo naciera. Conoció a Mamá mientras estudiaba en los Estados Unidos. Ella nació en Vermont. Dicen que sus ojos eran del color del cielo cuando acaba de llover y su cabello del mismo tono que los campos de trigo. Yo no la conocí, murió el mismo día en que nací. Yo asistí el parto. Silao estaba tomada, no había más médico que yo mismo. Eran tiempos de la Revolución. La Güera, así le decía a mi esposa, la mamá de Ary, ya tenía nueve meses de embarazo. No había manera de salir del pueblo. Hubiera deseado llevarla hasta Guanajuato pero los caminos eran peligrosos. Mi abuelo era el juez del pueblo. Mandó a todos sus hijos a estudiar a los Estados Unidos. Mi tío Alfonso era médico, el tío Chicho, ingeniero civil, el tío Javier, abogado, y así. Papá quiso ser veterinario. Lo mandaron a una escuela en San Antonio, Texas. Ahí trabajaba Mamá. La Güera Smith. Dicen que quedó prendado apenas la vio, que ella sintió lo mismo por este señorito moreno de manos finas y ademanes de caballero, que hablaba con fuerte acento mexicano, lo cual desentonaba con su aspecto de dandy. “Ái lobyu”, le decía a Mamá. “Yóu ti amou”, contestaba ella. Los Hinojosa venían de España, llegaron de algún lugar en Asturias hace tanto tiempo que ya nadie recordaba de dónde. Papá tuvo veintidós hermanos; sólo doce llegaron a adultos. La Güera era laboratorista en la escuela donde estudié. Una señorita decente. Su familia era de agricultores en el norte, al otro lado del mundo, casi en la frontera con Canadá. La habían mandado con una tía solterona, hermana del papá, que era maestra de la University of the Incarnate Word, un internado para señoritas. Por intermediación de la tía fue aceptada ahí. Como no eran ricas, ella siguió estudiando becada hasta hacerse enfermera. Poco tiempo después consiguió trabajo en la escuela de veterinaria como responsable del laboratorio. Decía que le gustaban los animales. Lo primero que recuerdo era el color verde de las montañas que rodeaban la hacienda de los Hinojosa. “Antes, todo lo que ves era nuestro, Ary”, me decía el abuelo con la mirada llena de nostalgia “¿Hasta dónde abarcaban nuestras tierras?”, le preguntaba, y él me contestaba que hasta más allá de donde alcanzara mi mirada. Lo segundo que recuerdo es el cadáver de un soldado federal colgado de la plaza mayor del pueblo. Miles de moscas zumbaban alrededor de su cabeza, sus pies oscilaban lentamente de un lado hacia el otro. Las hermanas solteras de Papá, las tías Rosario y Pepa, dicen que yo me dormía con el arrullo del zumbido de los obuses y los disparos de las carabinas. Desde que murió Mamá, Papá dejó de dedicarse a la veterinaria. Dicen que le dio por la bebida. Que se quedaba tirado en la única cantina de Silao. Mis abuelos me cuidaron durante ese tiempo hasta una vez en que harto de sus borracheras, el abuelo se plantó en la cantina

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