Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández

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Ojos de lagarto - Bernardo (Bef) Fernández Ficción

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de Nubia hasta acá. Es un auténtico milagro que haya sobrevivido.

      Su mirada era la de un demente, las pupilas vidriosas, desencajadas. Babeaba al hablar, escupiendo espumarajos.

      —Lo que sabemos es que está usted metido en un buen lío, Cassanova. Nuestros animales están enfermos. Tendremos suerte si llegamos a Hamburgo con un puñado de gallinas de Guinea vivas.

      —Eso no es lo que importa, porca miseria —por primera vez nos miró de frente, desafiante. Aun en mitad de su delirio, su tono decidido nos causó inquietud—. ¿Leyó el telegrama?

      —S-sí.

      —Entonces sabe que hay algo para usted. Algo muy especial.

      Así decía su mensaje: “Hallazgo espectacular. Urge presencia en Suez. Peligro de muerte”.

      —¿Qué es ese… hallazgo?

      Cassanova se sentó en su lecho, como animado de pronto. Aunque tembloroso, sus ojos se clavaron en nosotros.

      —Un auténtico leviatán. La bestia más magnífica sobre la que el hombre blanco ha puesto su mirada.

      Cassanova recayó. Estaba cubierto de sudor. Dudábamos que llegara vivo al siguiente amanecer.

      Con los ojos cerrados, su respiración podía ser la de un sueño intranquilo o estertor de agonía. Con lo que pareció ser su último suspiro, dijo algo en árabe a sus hombres. Uno de los moros, al que llamó Seppel, el mismo que nos había llevado hasta él, se acercó a nosotros, pidiendo a señas que lo siguiéramos.

      Sin saber muy bien qué hacer, Dietrich y yo seguimos al sudanés por los pasillos del local. Las bestias, ajenas a nosotros, continuaban con su bacanal.

      El hombre se detuvo frente a una puerta de madera. Rebuscó entre su túnica para sacar una llave. Dio vuelta a la chapa, abrió y se apartó para que pudiéramos entrar al cubil que nos ofrecía.

      Adentro, si eso fuera posible, la pestilencia se volvía aún más insoportable.

      Derrumbado entre paja e inmundicia, un monstruo mitad lagarto y mitad paquidermo respiraba trabajosamente. Su piel llagada estaba reseca. No había brillo alguno en las pupilas con las que nos observó indiferente. Emitía un soplido reseco. Agonizaba, igual que nuestro cazador. Aun así, era una bestia imponente. Nunca habíamos visto nada igual.

      Volvimos con el italiano. Su estado parecía haber empeorado en sólo unos minutos.

      —¿Y bien? —preguntó con los párpados cerrados.

      —¿Y bien… qué?

      —¿Cuánto me va a pagar por el ejemplar?

      Sólo la estricta educación que nos dio Papá nos impidió reírnos frente a un moribundo delirante.

      —Nos parece que no está usted en condiciones de negociar, signore Cassanova. Ni siquiera puede sostenerse en pie.

      —No sea estúpido, Hagenbeck. El dinero no es para mí. Quiero que lo entregue a mi viuda, en Viena. Sé que no pasaré de esta noche.

      No respondí.

      —Hay… más, muchos más animales iguales donde encontramos a éste. Es una cría. Un cachorro.

      Escuchamos, atentos.

      —Una manada. Por lo menos debe haber una docena. Gigantescos. Un hombre podría bañarse dentro de una de las huellas dejadas por la madre de este animal.

      —¿Dónde? —preguntamos sin deslizar ninguna emoción en nuestra voz.

      —¿Cree que este italiano es tan estúpido, Hagenbeck? Eso es lo que le voy a vender. Al lado de esos… dragones, todos los demás animales conocidos palidecerán. Diez elefantes apenas pueden igualar una de estas bestias.

      Asentimos, silenciosos.

      —Piense en los circos. En los jardines zoológicos. ¿Sabe las multitudes que se arremolinarán a las puertas de su negocio en Stellingen para ver a las imponentes fieras antediluvianas, a los seres que el tiempo y Dios olvidaron?

      —¿En dónde? —insistimos, murmurando. Cassanova malgastaba sus últimos suspiros exaltándose.

      —Cien mil marcos, entregados a mi viuda, y el mapa es suyo. Con las coordenadas exactas.

      Hubiéramos reído. No obstante, la situación no era cómica. Podríamos vender aquella cría al circo de Forepaugh en miles de dólares. La madre al de P. T. Barnum, en un millón. Pero Cassanova se moría.

      —¡¿Dónde?! —el estoicismo nos había abandonado. Por primera vez rompimos la regla de oro de Papá: “Con el sombrero en las manos se va a todas partes”. No había tiempo para galanterías.

      —El mapa está aquí —dijo señalándose la cabeza. Su voz era apenas un murmullo. —Déme lápiz y papel, que le escribo las coordenadas exactas.

      Dietrich le alcanzó la libreta que siempre llevaba en la chaqueta. Ya su pulso era laxo. El italiano era incapaz de sostenerla.

      —Puedo imaginar los carteles… Herr Hagenbeck… brillantes, hermosos, en letras enormes: “Vea… a los monstruos… que Noé no pudo… subir al arca…”

      Después, silencio.

      El sudanés tentó el cuello de Cassanova, sin hallar ninguna palpitación. Elevó su mirada hacia nosotros, negando con la cabeza. El italiano se había llevado el secreto a la tumba.

      Sin perder tiempo, corrimos hacia la cámara donde resguardaban al animal prodigioso. Era tarde. Había seguido los pasos de su captor.

      —¿Qué hacer? —preguntó mi hermano, en medio de los rugidos de nuestras bestias. Una gran fortuna se nos había escapado de las manos, como agua entre los dedos.

      Había que actuar rápido. Ahora teníamos un cargamento de animales que llevar hasta Hamburgo. Mejor aún, un cargamento de animales gratuito. En su prisa camino de la tumba, Cassanova olvidó cobrar sus servicios.

      Consideramos cargar con los formidables restos del sauriopaquidermo. Era imposible. Se degradaría rápidamente. Resultaría muy complicado dar con un buen taxidermista en Suez.

      Ordenamos incinerar la gigantesca carroña. Que la rociaran con brea y le encendieran fuego ahí, en medio del patio. Que ardiera hasta que sus cenizas fueran irreconocibles. No queríamos que nadie más supiera de su existencia.

      Por más que buscamos entre las pertenencias de Cassanova, no dimos con nada que nos indicara el lugar donde había capturado al leviatán.

      El tiempo apremiaba. Teníamos que embarcar tres docenas de animales salvajes. Debíamos llevarlos hasta su destino, sanos y salvos.

      Ya encontraríamos la manera de dar con los dragones del Congo. Estaban destinados a convertirse en nuestra obsesión durante las décadas por venir.

      Dragones cuyo nombre científico conocimos muchos años después, mientras visitábamos a P. T. Barnum en los Estados Unidos

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