Réplica. Miguel Serrano

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Réplica - Miguel Serrano Candaya Narrativa

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de interior y exterior se confunden. A veces piensa en eso: ¿se sale a la cancha o se entra?

      Sal a la cancha, a la pista, sal a jugar. ¿Eran esas las palabras que se utilizan?

      Sal, hace frío fuera, ponte la chaqueta, sal si te atreves, a que no hay huevos de salir.

      ¿Qué te pasa? Dime, Gustavo, ¿te pasa algo?

      Todavía podemos ganar el partido, dice una voz a su alrededor, dentro de él.

      Nunca juega el último cuarto. Juega siempre el segundo y el tercero. Hay una norma, o una regla, o una ley: todos los jugadores (todos los niños) tienen que jugar al menos dos periodos, y ninguno puede jugar todo el partido. Así que el equipo se divide en dos grupos, los que juegan dos cuartos y los que juegan tres cuartos. Una clasificación esencial, espiritual. El final del partido nunca lo incluye a él, pero le da lo mismo. Cuando se encienden las luces y hay que barrer o huir. Juegan al aire libre. Una vez jugaron contra un colegio privado que tenía un pabellón cubierto, y vestuarios separados. Equipo local. Equipo visitante. Carteles, rotulador, etiquetas. Les dieron una paliza absoluta, estaban deslumbrados. 70-8, algo así. El chirrido de las zapatillas en el suelo. El eco. La fascinación del eco. Como si todo lo que sucede sucediera dos veces. Él suele pasar el último cuarto animando. Grita, hace bromas con sus compañeros, insulta a los rivales o al árbitro o a la mesa en voz baja. Se empujan. Alguien le explicó el origen o el propósito de esa regla, la de que todos tengan que jugar dos cuartos: evitar la discriminación, evitar que los malos no jueguen. Alguien se preocupa de que los malos también juguemos, piensa, de que también juegue yo. ¿Para qué? ¿Para cagarla?

      El peso de la pelota le parece de repente insoportable. ¿Cómo ha llegado hasta él? ¿Quién ha cometido el error de pasársela a él, el peor de todos? Sólida, esférica, rugosa, llena de manos y de historia, recién inflada.

      Una bomba de mano que sube y baja como un corazón infantil.

      Pelotas desgastadas, pulidas, pelotas de reglamento, oficiales, pelotas sin aire, con poco aire, con el bote demorado, pelotas que hay que golpear con fuerza contra el suelo para que vuelvan a la mano, la intensidad y el fogonazo y el poder de tener una pelota nueva, regalo de cumpleaños, y llevarla al colegio y cuidar de ella y decidir quién juega o cómo.

      Mira a su alrededor y es incapaz de distinguir quién forma parte de su equipo y quién pertenece a los otros, el rival, el enemigo. Sólo hay que mirar las camisetas. El color de la camiseta. No mires las caras, te confundirás. Todos los niños se parecen. Envuelve la pelota con los brazos, para protegerla, para protegerse. Demasiado ruido. Imposible pensar.

      Le gustaría llevarse la pelota a los labios y darle un beso, una de sus bromas habituales en los recreos o en los entrenamientos, pero nunca en los partidos, le gustaría hacerlo ahora, en el momento decisivo, cuando todo está perdido o por decidirse, el último cuarto, el final. Bebérsela, la pelota, pasar la lengua por el borde. No, la pelota no tiene borde, es una esfera, lo que tiene borde es el aro, lo intocable, allá arriba, la perfecta circunferencia. Si cierra los ojos (si parpadea, más bien, no hay tiempo para cerrar los ojos), imagina su lengua recorriendo el borde del aro, frío, metálico, como si fuese cristal. Sabe a limón. Se mira el dorso de la mano. Driblar.

      Sal. Ya he salido. Estoy aquí fuera, aquí dentro, a la intemperie, nadie me mira todavía.

      32-40, cree. No está seguro. Último cuarto. ¿Cuándo fue la última vez que jugó el final de un partido? Todas esas caras desencajadas que lo miran desde el pasado. Acaba de salir. El último partido de la temporada. Tiene frío. ¿De verdad es el último? Ocho puntos. Nos llevan ocho puntos. ¿Tan rápido ha pasado todo, tan pronto se han desvanecido todas sus esperanzas de victoria, de permanencia? Pero si estamos en marzo. ¿En marzo termina todo, antes de las vacaciones de Semana Santa? Los ocho primeros equipos juegan la fase final de la ciudad, después los dos mejores pasan a la fase regional, diez equipos de todo Aragón, dos liguillas de cinco equipos. Pero ellos no, ellos son los penúltimos, todo eso va a suceder sin ellos, allá fuera. Los penúltimos contra los últimos. El que pierda lo pierde todo.

      La puntería es un milagro, lo único con lo que cuenta, el enigma de lo inesperado.

      Practica su tiro a solas, su mecánica de tiro. Pasa horas solo frente a la canasta, tirando desde lejos. Intenta no pensar, sigue el consejo de Fernando, «no pienses», a pesar de lo que diga su padre. Tira una y otra vez, indiferente al resultado, da igual que la pelota entre o no. De verdad no le importa. Trata de predecir el comportamiento de la pelota, del rebote, sobre todo cuando falla, cuando no hay canasta, corre porque correr es la mejor forma de volver a tirar lo antes posible, la forma perfecta de optimizar el tiempo. Corre, coge la pelota, se para, se gira si es necesario girarse, tira. A veces hace cálculos acerca del número de tiros que puede hacer en una tarde. Una tarde los contó, pero ya no recuerda cuántos fueron, hasta dónde fue capaz de llegar. ¿Mil tiros? ¿Dos mil? ¿Tres mil? Sin embargo no cuenta las canastas, ni los porcentajes, aunque en algunos momentos hay rachas en las que todos los tiros entran, uno detrás de otro, y le provocan una euforia inexplicable, metódica.

      Sal. La sal de la carretera, que brilla como si fuese hielo. Los viajes al pueblo en invierno. Ir al pueblo significa perderse el partido. Diminutas formas perfectas. La sal en la mano, o en el borde del vaso o en el borde de la pelota. La pelota es una esfera, no tiene borde.

      La superficie desgastada de una pelota que en otro momento fue nueva, recién comprada. Esos puntitos en relieve que se van difuminando. Coger la pelota con una sola mano, como Igor. Si la pelota está desgastada, ni siquiera Igor puede cogerla con una mano. Botar con la punta de los dedos para acumular electricidad y soltarla como un relámpago y reír. Dar garrampa. No me des garrampa. Ir botando por la calle, por la acera, contra las paredes de los garajes, caminar y no detenerse, hacia casa, en invierno, a las seis de la tarde, mientras oscurece o ya ha oscurecido, o a las ocho después del entrenamiento y con la noche en toda la sombra que recorre la pared y avanza como otro día perdido. Botar y sentir en la boca un sabor a goma o a tierra.

      ¿Ves? ¿Has visto eso? La inoperancia de la acción, de lo milagroso, si no hay un testigo que lo propague. Mira, he hecho esto, he tirado así, desde aquí atrás, ¡y ha entrado!

      ¿Ves a ese tío de ahí, el mayor, el canoso? Se llama Fernando.

      ¿Quién?

      Ese, ese.

      Debe de tener ya cincuenta años.

      A principio de curso hubo una selección. Sólo había doce plazas para el equipo de futbito y había veinte niños que querían jugar, once de séptimo y nueve de octavo. Una mañana, en el recreo, los pusieron en fila y después a hacer pases y a correr con la pelota en los pies y a chutar a portería desde la línea de puntos.

      En el último ejercicio tienen que salir desde el centro del campo de dos en dos y tratar de meter gol. Sienten que es la prueba definitiva. El portero es David, todo el mundo sabe que David va a ser el portero titular del equipo, es el mejor, las para todas. La portería parece diminuta cuando David se pone de portero. A él le toca con Carlos, Carlos y él, una pareja absurda. Acaba de comenzar el curso. Avanzan hacia la portería pasándose la pelota, un toque, dos toques, se dirigen hacia allá lentamente, como si fuese un juego, y después llegan hasta la portería, David sale del área y Carlos se la pasa en el último momento y él chuta con el interior y mete gol. Saltan, se abrazan. Piensan que los cogerán a los dos, han metido gol, pero después hay una lista en la puerta del colegio y sus nombres no aparecen.

      El equipo de baloncesto. El vertedero de los torpes y voluntariosos.

      El área. La zona. El núcleo, el hueso, el interior. Tres segundos

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