Réplica. Miguel Serrano

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Réplica - Miguel Serrano Candaya Narrativa

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la derecha el edificio en ruinas. El cartel había perdido algunas letras, las ventanas estaban rotas, punteadas por viejos aparatos de aire acondicionado perfilados por el óxido. El taxista, un hombre de unos sesenta años con cara de sueño, trataba de convencerla de que no se bajara allí. ¿No ve todo esto?, le decía, haciendo un gesto con la mano que barría el antiguo aparcamiento. Además, no lleva usted maletas. ¿Dónde va a ir así? ¿No prefiere que la lleve al aeropuerto, o a un bar, o a su casa? Sara insistía, pagaba con un puñado de monedas que había llevado apretadas en la mano durante todo el viaje, y el hombre se despedía de ella con un gesto de incredulidad. El reloj cuadrado de la fachada marcaba las cinco y veinte de la mañana, y Sara se decía que no podía olvidar esa hora, que era importante que la recordase en el futuro. Entraba al vestíbulo, bajaba al andén abandonado y pensaba que cuando llegara a Logroño y tuviera todo controlado, se compraría ropa. ¿Cuánto tiempo tendría que permanecer allí, en el hospital? ¿Habría un sofá para dormir? ¿Existiría alguna posibilidad de que trasladaran a su hija a Zaragoza? Y, en ese caso, ¿tendría que pagar la ambulancia? Su hija, en el sueño, se llamaba Zaira. En el andén había un tren parado, y un revisor que le hacía señas desde el vagón de cola, junto a la única puerta abierta. El revisor vestía corbata y chaleco sobre camisa blanca y un traje gris oscuro. En la mano llevaba un banderín. Los zapatos estaban manchados de barro, al igual que la placa metálica de la gorra de plato. Le hacía gestos para que se apresurase. Cuando llegaba junto a él, Sara se daba cuenta de que su rostro era el mismo que el del taxista, aunque había sustituido la sospecha y el gesto hosco por una amabilidad socarrona. ¡Vamos, que no tenemos todo el día, señorita!, le decía.

      Sara tiene grabada a fuego en su memoria una fecha, el 28 de abril de 1990, sábado. Uno de sus compañeros de colegio celebraba su cumpleaños y había invitado a toda la clase. Llevaban semanas, toda una vida, pensando en esa fiesta, en los detalles. Irían a patinar. Comerían los primeros helados de la temporada (parecía que llevaban décadas sin probar un helado). El chico que cumplía años se llamaba Juan, y Sara no tenía demasiado trato con él, no era uno de sus mejores amigos, podría decirse que apenas lo conocía (Sara jugaba casi siempre con las chicas, se encontraba en esa época de distanciamiento que preludia la gran colisión). Sin embargo, habían imaginado la fiesta al margen de Juan, que era el chico que cumplía los años, trece. Como si aquel despliegue de anticipación no tuviera nada que ver con él, con Juan, como si el motivo de la fiesta fuese un accidente. Pero aquella misma semana, el martes, los padres de Sara le dijeron que ella no podía ir a la fiesta, que no iría, porque también era el cumpleaños de su abuela y tenían que ir a Calaceite a visitarla, pasar allí todo el fin de semana. Ella protestó como se protesta contra lo inevitable, con más rabia que convicción. Salieron el viernes en el Peugeot 505 de la familia. Aquella vez, durante ese viaje de dos horas, Sara sintió por primera vez la sensación de que no era ella la que se desplazaba, sino todos los alumnos de 7º B. Ella estaba quieta dentro del coche, y al mismo tiempo su abuela se desplazaba hacia ellos, corría a su encuentro, y todos los niños de su clase viajaban alejándose de ella, hacia un lugar desconocido, como si ya se hubieran puesto los patines y se deslizaran sobre la superficie de la realidad, casi como si flotaran. Yo no me muevo, mis padres no se mueven, el coche está parado, pensó, es todo lo demás lo que cambia de posición, el paisaje, la gente, todo.

      Sara tardó mucho en empezar a perder los dientes de leche. El primero no se le cayó hasta los ocho años. Para entonces ya no creía en los Reyes Magos, y a sus padres les pareció absurdo poner en escena la farsa del Ratoncito Pérez. Sin embargo, según la versión de toda su familia, de la que no tenía por qué dudar, Sara se negó a no creer en el Ratoncito Pérez y dejó bajo la almohada todos los dientes que se iban desprendiendo de su boca. Todos menos el último, una muela, que se le cayó en el comedor del colegio, mientras masticaba una albóndiga: se la tragó sin darse cuenta.

      A medida que se hacía mayor la sensación de aquel viaje de 1990 se fue volviendo más concreta, más real. En el instituto la centralidad se hizo, por momentos, insoportable. Se trasladaba el instituto, se trasladaba el piso de sus padres, todo fluctuaba a su alrededor y ella no podía avanzar o retroceder, ni siquiera un milímetro. Era como si moviera los objetos mediante telequinesia, y los objetos se acercaban a su mano. Una cuchara, por ejemplo. Cuando llegaba el verano, todos sus amigos se iban de viaje: ella se quedaba en la playa, o en Calaceite, o en Lisboa. En COU oyó hablar por primera vez de los sistemas de referencia inerciales (en las clases de física) y del empirismo de Locke y de Hume (en las clases de filosofía): aquellos conceptos deberían haberle hecho entender que otros habían sentido antes lo mismo que ella, pero le parecieron demasiado abstractos, no hubo empatía, se trataba de ideas a posteriori, intelectualizadas, que no reflejaban su experiencia inmediata del mundo.

      Muchos años después, cuando murió su madre, Sara repitió el viaje a Calaceite y estuvo a punto de salirse en una curva a la altura de Híjar.

      A los diecisiete años Sara tuvo un novio, Antonio. A veces Antonio le reprochaba que ella fuera incapaz de tomar ninguna iniciativa en su relación. Siempre era él el que iba a su encuentro, siempre quedaban cerca del piso de los padres de Sara. Da lo mismo, pensaba ella, no hay ninguna diferencia. Pero no se atrevía a decirlo. Un día de finales de verano, justo antes de entrar en la universidad, tuvieron una larga conversación. Sara dijo que se aburría con él, que no le veía sentido a lo que hacían juntos. Un detalle le irritaba especialmente: ya no le apetecía contarle nada a Antonio. Si Sara leía algo divertido (o si alguien le contaba una anécdota memorable, o si de pronto creía descubrir cuál era la explicación que se escondía detrás de alguna idea trivial o fabulosa), ya no pensaba que se lo contaría a Antonio cuando se vieran (cuando él pasara a buscarla), ya no tenía ningún interés en compartir con él su descubrimiento, o lo que le había hecho reír. ¿Me estás dejando?, preguntó Antonio. ¿Es eso, ya no quieres que sigamos saliendo juntos? A Sara le sorprendió esa pregunta, trazada con algo de rencor. También le sorprendió, por supuesto, el rencor. Nunca había pensado que pudiera provocar en nadie ninguna sensación que no fuera flotante, imprecisa. Aquella noche, cuando se separaron (cuando él se fue, llorando), Sara se quedó con la sensación de que Antonio la había abandonado, que la había dejado a la deriva, y sin embargo anclada en una tristeza que ya no podría sacudirse nunca porque estaba junto a ella, a sus pies, como la basura que evoluciona lentamente en los vertederos, inmóvil, hacia su descomposición.

      Sara estudió una ingeniería, pero podría haber estudiado cualquier otra carrera. Sintió algún interés por los materiales, por el álgebra y, sobre todo, por las estructuras. A veces pensaba que tendría que haber estudiado arquitectura. Si veía por casualidad un edificio medieval (si llegaba hasta ella, por ejemplo, de forma del todo imprevista, una iglesia del siglo XIII, se emocionaba. Le conmovía la permanencia móvil de los muros, la vieja voluntad de las piedras que se arrastraban hasta ella, porosas, para mostrarse, para abrirse. Sara colocaba las puntas de los dedos sobre cualquier superficie rugosa, trabajada por el tiempo, y la acariciaba, aunque en realidad era la piedra la que se arqueaba como un gato para adaptarse a los diminutos pliegues de sus yemas.

      Durante muchos años creyó que seguía enamorada de Antonio. Le envió cartas desesperadas, correos electrónicos desesperados, después SMS desesperados y por último mensajes de WhatsApp desesperados. Desde Berlín le envió una postal con una fotografía en blanco y negro en la que se veía a una pareja joven, de la edad que tenían ellos cuando salían juntos (o eso le gustaba pensar a ella), corriendo de la mano para tratar de saltar el muro. En el otro lado escribió un mensaje con rotulador, en grandes letras mayúsculas: «ACHTUNG!»

      Uno de sus novios de la época de la universidad era muy aficionado a la pornografía. Se llamaba Rafael, estudiaba Historia del Arte y justificaba su afición desde presupuestos teóricos más o menos improvisados. Le gustaba decir que era un coleccionista, un erotómano ilustrado, que tenía el alma de un aristócrata decadente. Llevaba sombrero en primavera, y botines durante todo el año. Sara nunca lo vio en pantalón corto, ni en bañador. Decía que quería hacer la tesis sobre la novela erótica española del siglo dieciocho, y que sería

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