Réplica. Miguel Serrano

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Réplica - Miguel Serrano Candaya Narrativa

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su infancia, la que recordarán como un hecho incontrovertible, el gran misterio de sus vidas, a medida que envejezcan y se deterioren. Hubo una vez un mundo más sencillo, más limpio, más puro, más intenso, de preocupaciones abstractas y abiertas. Siempre hay alguien a quien echar la culpa de todo lo que vendrá después, alguien que nos obligó a tomar una decisión equivocada.

      Empújalo ahora, basta con lanzar las manos hacia su pecho. Sal a la calle si tienes huevos.

      El balón es como una partícula subatómica, como un electrón, como el único electrón del átomo de hidrógeno, el elemento más común del universo, más del 70 por ciento de la materia visible. ¿Por qué nos decías esas cosas, si no tenías ni puta idea? ¿A quién querías engañar?

      «¡Tres, dos, uno!»

      Farsante, cabrón, farsante. Si ni siquiera terminaste tu triste licenciatura en Filosofía y Letras. ¿Qué relatividad ibas a conocer tú?

      Una vez, durante un entrenamiento, Fernando les dijo: «Aunque pasaseis cien años luz practicando esta jugada no os saldría». ¿Cómo no se dieron cuenta entonces?

      «¡Cero!» Cero.

      Los niños del otro equipo empiezan a dar saltos y a abrazarse y dejan en paz a Ricardo, que lo mira a él y espera el gesto de asentimiento antes de apuntar a su pecho y soltar la pelota. Entonces él recibe el balón. Mira hacia abajo, sus pies, la raya. Piensa que puede tirar a canasta, que tal vez debería hacerlo. Tiene cinco segundos para colocarse, para apuntar, para lanzar el balón hacia el aro. Pero algo lo detiene. Piensa que en realidad el partido ya ha concluido, y que da lo mismo que él tire o no, que enceste o no, que el marcador varíe o no varíe, porque el plazo ya está cumplido. En un ramal de la realidad el partido ya ha finalizado. Ha oído la cuenta atrás, no puede fingir que no ha escuchado las voces de todos arrancando los números uno a uno como pétalos hasta desfigurarlos o desvanecerlos o dejarlos flotando en el aire en una caída demorada. Objetos que caen pero no terminan de caer porque no hacen ruido al golpear el suelo. Sus compañeros huelen su indecisión y le gritan. ¡Tira! ¡Tira! Fernando, en la banda, un pie apoyado sobre el banquillo, también mira en su dirección con una mueca de desprecio o de desinterés o de absoluta confianza.

      Se miran los dos, como si sólo los separasen unos centímetros y no seis metros y pico, una distancia que acaso no sabrán manejar.

      OXITOCINA

      Mi hermana siempre decía que era mucho mejor tener un sobrino que tener un hijo. Supongo que nuestra madre habría estado de acuerdo. Según mi hermana, con un sobrino disfrutabas de todo lo bueno, de todas las alegrías de tener un niño cerca, pero sin ninguno de sus inconvenientes. El embarazo, por ejemplo. Y el parto. Los pañales. Despertar a medianoche. Y, cuando crecen, no tienes que reñirles, ni que educarlos, aseguraba mi hermana. La adolescencia, ese misterio, esa sangría. Puedes limitarte a darles todos los caprichos y a dejarte querer. Puedes comprar un pantalón, por ejemplo, pero no tienes la obligación de comprar todos los pantalones y de supervisarlos y de comprobar cómo se desgastan y cómo se quedan pequeños. Puedes ver cómo crecen los niños, sí, pero con distancia suficiente, a salvo de las explosiones y de los agujeros negros. Por no hablar del tiempo, del tiempo que se escapa, de la sensación de que la vida se desplaza lentamente hacia la nada como un barco a la deriva. Yo no podía estar menos de acuerdo con aquellas afirmaciones, aunque fingía que sí. Un barco a la deriva siempre es mejor que un barco que hace aguas por todas partes, que se va a pique, que ya se hunde sin remedio. Yo quería todos esos inconvenientes que enumeraba mi hermana. Yo quería planchar las rodilleras, limpiar culos, poner el termómetro, ir a las revisiones del pediatra. Dormir siempre mal, con una opresión en el pecho. Siempre es difícil llevarle la contraria a una hermana mayor.

      Laura era hija de mi hermana, y por lo tanto era mi sobrina. Una niña frágil y fantasiosa que empezó a quedarse en mi casa una vez por semana, después del colegio, cuando acababa de cumplir cuatro años. Nació en octubre. Al principio nos pareció más conveniente que fuera los jueves, que pasara conmigo las tardes de los jueves. Recuerdo la tarde en que Laura, sentada en el sofá, señaló hacia el pasillo con una expresión de goce indudable, con esa mirada brillante que sólo tienen los niños. Era la segunda o la tercera vez que venía a pasar la tarde conmigo, mi hermana aún no había llegado de la sesión y ya empezaba a hacerse de noche, aunque acabábamos de merendar. Seguí la dirección de la mirada de Laura, pero no había nada allí, nadie, sólo mi triste pasillo en penumbra. El suelo estaba lleno de miguitas de pan. Entonces ella me miró fijamente y me dijo, entusiasmada: ¿No lo has visto? ¡Acaba de pasar un fantasma! ¡Estaba asustado como una paloma! Aquel día supe que me había ganado su confianza, porque ya era capaz de inventar junto a mí, de mentirme o de bromear o de ponerme a prueba. Hasta entonces había permanecido en silencio.

      Después de las navidades mi hermana decidió que era mejor que su hija viniese a mi casa los viernes en lugar de los jueves. Ella, mi hermana, salía agotada de las sesiones, así que parecía preferible que fuesen los viernes por la tarde y que Laura se quedase a dormir conmigo. Mi apartamento sólo tenía un dormitorio, pero conseguimos una cama plegable, ya no recuerdo cómo, tal vez la trajimos de la Torre, una cama diminuta con un colchón de apenas diez centímetros de espesor. Aquellos primeros viernes de invierno Laura durmió siempre de un tirón, exhausta por los juegos y la emoción de pasar la noche fuera de casa (nunca antes lo había hecho), tal vez también por el misterio de las actividades adultas y casi clandestinas de su madre. Tardó varios meses en despertarse por primera vez en mitad de la noche, como hacía en su casa de forma habitual, al menos según me contaba su madre. Uno de los momentos más felices de mi vida fue la primera vez que Laura empezó a gritar en mi apartamento a las tres o las cuatro de la mañana. En mi cama, en medio de un sueño profundo, me despertó un llanto infantil situado a sólo dos metros de mí y durante unos segundos creí que quien lloraba era un bebé, mi hijo, un hijo o una hija inexistentes (no he tenido hijos, claro) y en medio de ese desconcierto, antes de ir a consolar a mi sobrina, lloré yo también, de alegría y de intuición y tal vez de rabia. Me sumergí en el llanto de Laura y buceé en él como en la idea de otra vida posible. Después me acerqué hasta su cama en la oscuridad y vi que gritaba dormida, con los ojos cerrados y el labio inferior tembloroso, los dedos rojos agarrados al borde del edredón. Le acaricié el pelo y se calmó poco a poco, como si mis dedos le hubieran inyectado alguna droga.

      Aquellas estancias periódicas duraron dos años. Compré un cepillo de dientes, una almohada rosa con unos dibujos de animales, un pijama, juguetes, galletas de distintas formas y colores. En su casa dormía siempre con un oso de peluche que le había regalado Jaime, así que yo también le compré un muñeco para que tuviera algo a lo que aferrarse por las noches. Encontré un pato de tela que me cayó simpático desde el principio. Tenía la mirada vacía de los animales disecados o falsos, pero no daba demasiado miedo, porque no parecía real. No era sólido, había algo de gelatinoso en sus movimientos, sólo me costó diez euros. Yo lo guardaba en el armario empotrado de mi habitación y todos los viernes por la mañana lo colocaba con cuidado debajo de mi almohada, y lo primero que hacía Laura cuando entraba a mi casa era correr hasta mi cama para destapar al muñeco y saludarlo. Ella creía que el pato pasaba toda la semana allí, que dormía conmigo. Le daba un poco de pena que el muñeco no tuviera niños con los que jugar. Supongo que mi vida le parecía previsible y aburrida, a pesar de todo. Cada vez que Laura veía al pato, saltaba y chillaba de alegría, como si a lo largo de la semana hubiese llegado a dudar de la fidelidad del muñeco, o de la mía. Le inventamos un nombre, Feldespato. ¿Qué tal estás, Feldespato? ¿Me has echado muchísimo de menitos?, decía Laura, mientras le acariciaba el pico naranja o le besaba las patas amarillas y lo llenaba de babas.

      Me encantaba pasar los viernes con mi sobrina. La iba a buscar al colegio con el coche, y pasábamos la tarde escuchando música, pintando, en el parque o en el cine. Hacíamos carreras. Escondíamos objetos. Olíamos hojas y pinturas.

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