Réplica. Miguel Serrano

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Réplica - Miguel Serrano Candaya Narrativa

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Manejaba oscuras referencias bibliográficas que parecían inventadas. Su afán mitificador era voraz, y todo lo teñía de pornografía (la política, por ejemplo, o incluso las asignaturas de la carrera de Sara: Teoría de circuitos, Fundamentos de la termodinámica, Introducción a la mecánica de fluidos, Elasticidad y resistencia de materiales I). Era, a su modo, o al menos eso decía él, un materialista ortodoxo. Aseguraba que su padre, que ya estaba jubilado (había trabajado durante casi cincuenta años en una ferretería del barrio de Jesús) era homosexual, y que se había casado con su madre, veinte años más joven que él, porque ella llevaba el pelo corto y tenía cara de chico. Al principio a Sara no le importaron las obsesiones de Rafael (algunas de sus amigas se escandalizaban o fingían escandalizarse), incluso escuchaba las peroratas de su novio con verdadera curiosidad, pero no tardó en verse inmersa en una superposición de realidades que la dejaba sin puntos de referencia, descompensada. Curiosamente, Rafael era muy convencional en la cama (siempre en la cama), y bastante cariñoso. Sara se reía mucho con él. Pero vivía en un mundo de jadeos, de dobles sentidos, de desfloramientos cursis, de fontaneros que se follan a la mujer de la casa mientras el marido está en la oficina. Sara pasaba muchas tardes y muchas noches estudiando en la mesa del salón mientras Rafael, con una libreta sobre el regazo y un lapicero en la mano derecha, veía películas que había descargado de internet o pasaba con una delicadeza obscena las páginas de viejos libros de fotografía erótica.

      Una vez su profesor de Filosofía de COU les habló de la relación entre la ciencia y la idea de Dios. Primero, por culpa de Galileo, se supo que la Tierra no era el centro del universo, les dijo. Después, por culpa de la física moderna, se supo que en el universo no existía ningún lugar privilegiado, y que por lo tanto carecía de centro. Sin centro no puede haber Dios. Y eso, les aseguró con cierta tristeza, lo cambió todo.

      En el sueño del viaje en tren, Sara no recordaba quién le había comunicado la noticia de que su hija había tenido un accidente y estaba en coma en Logroño. ¿Y si todo es una broma de mis padres?, pensaba. Después, poco antes de subir al vagón que le señalaba el revisor, se daba cuenta de que había un enorme letrero junto a la puerta. En el vagón, escrita con rotulador, en mayúsculas, aparecía la palabra ZARAGOZA.

      Una vez vieron una escena de una película alemana de los años setenta. Un joven risueño se follaba a tres mujeres igualmente risueñas, dos morenas y una rubia sobre una manta de picnic, en medio de un prado. Al principio, mientras una de ellas se la chupaba al hombre, las otras dos se acariciaban a un par de metros de distancia, ya desnudas, arrodilladas. Después se la chupaban las tres, y después las dos rubias besaban en la boca al hombre mientras la morena cabalgaba sobre él y se acariciaba las tetas. Nunca dejaban de reír, los cuatro. Las risas superaban a los gemidos. Parecía una hermosa tarde de primavera. Había muchos primeros planos del pene entrando desde distintos ángulos en las vaginas sin depilar. Tras diversas combinaciones, el hombre se corría sobre la mujer que tenía las tetas más grandes (una de las rubias, la que parecía menos joven), y entonces Sara se dio cuenta de que, a pesar de que todos estaban desnudos, el hombre llevaba un reloj en la muñeca izquierda. Por algún motivo, el reloj la incomodó, y le dijo a Rafael que ese reloj, completamente visible en el momento del orgasmo, había desviado su atención del semen que caía sobre el vientre y las tetas de la mujer. Tendrías que hacer tu tesis sobre ese reloj, le dijo, eso sí es una auténtica aberración.

      Sara pidió una beca Erasmus. Pero no viajó hasta Alemania, fueron las ciudades europeas, sucesivas, las que se desplegaron bajo el avión o junto a la ventanilla del tren y después se marcharon mostrando la misma indiferencia hacia su vida.

      Cuando terminó la carrera encontró trabajo en Barcelona. Pero Barcelona y Zaragoza eran lo mismo, un único espacio, como Berlín, las ciudades en las que ella había vivido. Trabajó diez años en una multinacional, y después la multinacional sufrió una reestructuración, o la compró una empresa aún mayor (no fue capaz de comprender bien los detalles) y la destinaron a otra oficina con otras siglas, otros jefes, un espacio que era el mismo, y localizado en el mismo lugar, pero más pequeño, como una reforma misteriosa que hubiera reducido el tamaño de las mesas y de los ordenadores, incluso de los servicios y de la sala del café, de un día para otro.

      Una vez uno de los profesores de Berlín les contó en clase que el vidrio en realidad era un líquido subenfriado, no un sólido, pero que tenía una viscosidad muy alta, tardaba muchísimo en fluir, y por eso no nos dábamos cuenta de sus propiedades líquidas. Si introdujésemos un trozo de vidrio dentro de un recipiente verdaderamente sólido, les dijo, el vidrio, como sucede con el agua, por ejemplo, o con la cerveza, acabaría adaptándose a la forma del recipiente debido a la gravedad. Eso sí, a temperatura ambiente el proceso tardaría muchos miles de años en completarse.

      Una tarde, dos meses después de la absorción (o la fusión) de su empresa, una compañera le dijo que cumplía cuarenta años y que iban a salir a tomar unas copas después del trabajo. ¿Le apetecía unirse a ellos? Lo pasarían bien. En esa afirmación no había ninguna condescendencia, la frase no anticipaba nada, era más bien una forma de resignación. Sara respondió que sí, por supuesto. Pero yo no lo sabía, no te he comprado ningún regalo, se excusó. ¡No pasa nada!, respondió la compañera, con una euforia misteriosa. Tengo todo lo que necesito.

      Fueron a un bar de moda, muy amplio, muy oscuro, en la zona del Born. Las chicas que servían las mesas llevaban patines, como en algunas películas estadounidenses. Sara bebió demasiado, y en algún momento de la noche tuvo la sensación de que no sólo las camareras llevaban patines, sino también sus compañeros de trabajo y todos los clientes del local, y las propias mesas, que se deslizaban lentamente de un lado a otro, acercándose a las otras mesas o alejándose de ellas con trayectorias imprevisibles, caóticas (al menos en apariencia: tiene que haber alguna fórmula que prediga estos movimientos, pensó, aunque yo no sea capaz de comprenderla, ni siquiera de intuirla).

      Durante un instante se sintió feliz, ingrávida. Se acordó de sus compañeros de colegio. A casi todos les había perdido la pista. Nieves era la única a la que todavía veía de vez en cuando, porque era vecina de su tía Charo. Yo también cumpliré cuarenta años algún día, pensó. Me gustaría que fuera ahora mismo, que esta fuera mi fiesta y estos mis amigos, me gustaría ser yo quien invitara a una botella de cava. El remolino de voces giraba a su alrededor. No comprendía lo que decían, pero el rumor de frases la acunó, y se quedó dormida allí mismo, la mejilla apoyada en una mano. Fueron sólo unos segundos, tal vez ni siquiera eso, despertó de pronto y se levantó, avergonzada. Al parecer, nadie se había dado cuenta. Recogió su abrigo, se despidió de todos y se dirigió hacia la puerta. Era tarde. Al día siguiente tenía que madrugar. Salió a la calle. Dudó entre volver a casa caminando o coger un taxi. La temperatura era agradable, y no estaba demasiado lejos. Trató de calcular cuánto tardaría. ¿Cuarenta minutos? ¿Cuarenta y cinco? Se quedó parada en la acera, tratando de decidir.

      Se casó con Fermín y tuvieron una hija, a la que llamaron Manuela. Manuela hizo que Sara cambiase sus prioridades y su perspectiva del espacio: Manuela se movía.

      Pizarras llenas de fórmulas matemáticas. Ordenadores siempre encendidos.

      Según Rafael, toda la literatura contemporánea y el arte contemporáneo y todo el cine de su época, y las series de televisión, cualquier manifestación cultural, incluso los libros de autoayuda, trazaban círculos en torno a la pornografía. Había artistas, unos pocos, que se atrevían a acercarse un poco más, a rozar el núcleo pornográfico del mundo moderno. Los demás evitaban ese agujero negro (y se reía cuando decía «agujero negro»), tal vez porque intuían que lo succionaba todo y que era imposible regresar. Así que el arte, en general, se convertía en una especie de juego del escondite, o de gallina ciega. El objetivo consistía en acercarse a la pornografía tanto como fuese posible (para que hubiese arte) y salir corriendo antes de la que la fuerza gravitatoria del porno provocase un colapso en el discurso. Sara le preguntaba si se refería al sexo, y Rafael

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