La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen
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En este periodo final de la obra de Lacan, sigue Thurston, se establece “el verdadero estatuto del sinthome como inanalizable […], el sinthome está inevitablemente más allá del sentido”. Thurston señala cómo “Lacan fue un entusiasta lector de James Joyce desde su juventud” y cómo
en el Seminario de 1975-1976, la escritura de Joyce es leída como un extenso sinthome […], [y] Joyce logró evitar la psicosis desplegando su arte como suplencia, como cordel suplementario en el nudo subjetivo. Lacan pone el foco en las “epifanías” juveniles de Joyce (experiencias de una intensidad casi alucinatoria que después eran registradas en textos enigmáticos, fragmentarios) […]. El texto joyceano —desde las epifanías hasta Finnegan’s Wake— entraña una relación especial con el lenguaje, su remodelación como sinthome, la invasión del orden simbólico por el goce privado del sujeto […]. Es así como Joyce pudo inventar un nuevo modo de usar el lenguaje para organizar el goce. (181)
En otro lugar del Diccionario, Dylan Evans ([1996] 1997), autor del artículo “Goce”, alude, después de citar la afirmación de Lacan según la cual “el goce es esencialmente fálico”, a una admisión lacaniana: “Hay un goce específicamente femenino, un ‘goce suplementario’ […] que está ‘más allá del falo’, un goce del Otro. […] Este goce femenino es inefable, pues las mujeres lo experimentan, pero no saben nada sobre él” (103). Pero yo creo que sí, como mujer y como crítica literaria, puedo decir algo sobre el goce, y quiero hacerlo con la novela del encanto, como las novelistas y los novelistas lo hacen, tal vez de manera diferente. La reflexión sobre este punto lo mostrará.
Para esto, en este libro analizo un corpus de novelas tanto colombianas como europeas, rusas o norteamericanas, en conexión con las reflexiones teóricas acerca del inconsciente estético planteado por Jacques Rancière (1998); con una resolución novedosa del problema edípico propuesta por Julia Kristeva (1994); con un tipo de novela de transición entre idealismo y realismo, en el siglo XIX, propuesto por Thomas Pavel (2003), así como con una reflexión sobre el amor del filósofo Alain Badiou. El corpus es abierto y depende de la iniciativa de investigadores que quieran unirse al desarrollo de un trabajo investigativo amplio. Las novelas son tipificadas como novelas del encanto de la interioridad, que difieren de la novela escéptica, cuya tipología estableció, de manera brillante y todavía impactante, el joven Lukács en su Teoría de la novela.
Estoy agradecida, muy especialmente, en primer lugar, con los novelistas e intelectuales que contribuyeron de manera central a mi formación: Jane Austen, George Eliot, Fiódor Dostoievski, Lev Tolstói, Henry James, Marcel Proust, Virginia Woolf, Marguerite Duras, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, en cuanto a novelistas; Georg Lukács, Lucien Goldmann, Theodor W. Adorno, Julia Kristeva, Pierre Bourdieu, Sigmund Freud, Jacques Lacan, Jacques Rancière, Alain Badiou y André Comte-Sponville, en cuanto a teóricos y críticos.
De igual manera, agradezco a los directivos y estudiantes del Instituto Caro y Cuervo, quienes me apoyaron en el último tramo de este proceso de formación, y a la Editorial Pontificia Universidad Javeriana, por acoger en su catálogo este libro.
Estoy especialmente en deuda con Armando Rodríguez Bello, quien me apoyó en todo momento y en todos los niveles; con Marcel Roa, con Graciela Maglia y con Nicolás Morales —quien siempre será para mí “el hijo de Florence”—, porque me motivaron, dándome el último impulso, milagrosamente, para la producción de este libro.
HÉLÈNE POULIQUEN
Instituto Caro y Cuervo
Yerbabuena (Chía), 23 de mayo de 2018
1 A menos que se indique lo contrario, todas las cursivas en las citas son mías.
I. EL EROTISMO Y EL AMOR COMO PRINCIPALES FUERZAS GENERADORAS DE LA NOVELA DEL ENCANTO DE LA INTERIORIDAD
En este capítulo me propongo llegar a varias posibles definiciones (como todas las definiciones —en el campo de las ciencias humanas y sobre todo en el arte y la literatura—, parciales, falibles, temporarias) de un tipo de novela que resolví designar como del encanto de la interioridad o, en su forma breve, del encanto (más adelante explicaré cómo he llegado a esta formulación), para oponerla a la novela radicalmente escéptica. Para precisar, para poner grandes puntos de referencia, me gustaría referirme a la novela de Gustave Flaubert La educación sentimental, ejemplo claro de novela radicalmente escéptica que el joven Lukács, todavía “metafísico” en su Teoría de la novela —escrita al principio de la Primera Guerra “Mundial” (entre 1914 y 1915)—, designaba como novela ejemplar del romanticismo de la desilusión (su tercer gran tipo del género novelesco, después de la novela del idealismo abstracto, ejemplificado por Don Quijote, y de la novela de educación —el Bildungsroman—, ilustrada por Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe).
Como mi segundo gran punto de referencia estaría En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y sobre todo el último volumen de su larga obra, El tiempo recobrado, ejemplo claro, rotundo, de lo que considero una novela no escéptica, no flaubertiana, una novela del encanto de la interioridad. Los momentos perfectos, cuyo análisis es la meta de este último volumen de la obra de Proust, son un tipo de representación artísticamente lograda, perfecta también, del tipo de novela que trataré si no de definir, por lo menos de evocar con suficiente claridad.
La principal dificultad a la cual se enfrenta el relato, breve o largo (la novela), como también la condición humana (para usar la expresión de André Malraux) es, por supuesto, el tiempo, la duración, en el cual el carácter voluble del hombre se hace patente en figuras múltiples. Proust, obviamente, era extremadamente sensible al carácter voluble y destructor del paso del tiempo —es su problemática esencial—. En mi sentido, resolvió el problema objeto de este breve ensayo planteando la problemática de la ausencia histórica de valores —de todos los valores— en el primer tercio del siglo XX en Francia, en los siete tomos de su larga novela, siendo objetiva y detalladamente negativo, pero reservando para el último volumen las explosiones de los momentos perfectos. Los momentos perfectos son una suerte de diamantes, de joyas insertadas en el tejido banal de la vida, que constituyen lo que Alain Badiou (en Metafísica de la felicidad real [2015]) llama encuentros. Los momentos perfectos de Proust, o los encuentros de Badiou, transforman el individuo en sujeto, feliz, dichoso; el héroe de Proust (Marcel) experimenta la mágica eliminación del paso del tiempo destructivo, fuente de angustia por la anticipación inconsciente de la muerte, gracias a la conjunción extratemporal de dos momentos en el tiempo. El momento actual desencadena el mecanismo, maravilloso por su coincidencia —fuera del reino de la razón o la lógica—, automática, podría decirse, con un momento del pasado. El tiempo así abolido permite la vivencia de un momento perfecto bañado por una luz azul. Sin embargo, la vida no ofrece más que un número muy limitado de estos momentos perfectos, que son parte esencial pero muy escasa de la experiencia.
Para la crítica y la teoría literarias de final del siglo XX, el concepto de experiencia que aparece en la obra de Martin Jay, con el ejemplo de Cantos de experiencia ([2005] 2009), de Jacques Lacan (2005), con su concepto tardío del sinthome (véase Thurston [1996] 1997, 180-181), o en la obra de Julia Kristeva —así como la realidad que le corresponde, la vivencia— migra tardíamente, después de haber vencido el concepto de texto heredado de la preeminencia de la lingüística estructuralista formal como modelo para las ciencias humanas, entre las que se incluye el psicoanálisis lacaniano.1
La experiencia, por supuesto, puede ser vivida en distintas tonalidades, las unas violentas o negativas (el rojo, el negro), las otras soleadas (el naranja, el amarillo, el azul) y finalmente en tonos más neutros (el gris,