La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen

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La novela del encanto de la interioridad - Hélène Pouliquen

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propio, de dimensiones reducidas, lejos del mundanal ruido, según la feliz expresión de fray Luis de León, poeta del siglo XVI español, y que sirve de título en español para la cuarta novela de Thomas Hardy: Far from the Madding Crowd (1874). En esta novela, la multitud del mundo es evocada como enloquecedora: estar lejos de esta multitud, en un lugar cerrado, limitado, pequeño, privado, es el ideal. El poema de Alphonse de Lamartine de 1820 titulado “El vallecito” (“Le vallon”) es el ejemplo perfecto, la encarnación pura, del lugar ideal en este tipo de visión de mundo, característica del primer romanticismo europeo.

      La novela de Hardy es una referencia contemporánea de Middlemarch, de Eliot. Aunque su mensaje es bastante diferente del mensaje de la novela de Eliot, vemos en ella los grandes rasgos de la axiología burguesa de un periodo intermedio, marcado por una ideología romántica, en Europa occidental (Inglaterra y Francia, principalmente). Este periodo es ampliamente definido por una frontera superior y una frontera inferior: 1750 y 1930, respectivamente; es decir que se ubica entre la modernidad temprana (16001750) y la modernidad tardía (1930-hoy).4

      Estos son los rasgos, a su vez, del género dominante en este amplio lapso: la novela. Este género toma formas muy diversas y, entre estas, señalo un tipo específico, a su vez múltiple, cuya dimensión afirmativa, positiva, y cuyo origen en un tipo particular de erotismo son característicos: la novela que se aparta del escepticismo radical flaubertiano, la novela del encanto de la interioridad.

      La novela Middlemarch, ya presentada en su axiología esencial, se sitúa, aproximadamente en el centro de la modernidad burguesa (1750-1930). Me centraré ahora, para precisar las características del periodo, en un breve análisis de Candide o el optimismo, de Voltaire, publicado por primera vez en 1759, con adiciones posteriores. Candide tiene, de manera clara y muy afirmativa, una axiológica sencilla y positiva relacionada con el pensamiento (burgués de segunda o tercera generación) de su autor, Voltaire (1694-1778): no preocuparse de asuntos “metafísicos”, no meterse con los asuntos de los poderosos (lo que trae grandes desgracias), contentarse con un trabajo modesto, cultivar nuestro jardín. En la “Conclusión” (capítulo 30) de la obra, los tres héroes (el filósofo metafísico Pangloss, el héroe ingenuo y pasivo Candide y Martin el hombre promedio) “se encontraron con un buen viejo que tomaba el fresco frente a su puerta, bajo un techo de naranjales” (Voltaire [1759] 1861, 153; mi traducción). El anciano y su familia, dos hijos y dos hijas, en perfecta simetría, representan en esa conclusión de la novela el modelo de la sabiduría y del buen vivir, que consiste en no ocuparse de los asuntos ajenos y mucho menos de los asuntos de los poderosos. A Pangloss, quien, curioso como siempre, le pregunta acerca de un muftí, un privilegiado, que acaba de ser ahorcado por una turba popular en Constantinopla, el anciano le contesta:

      Ignoro totalmente la aventura de la cual me está hablando; en general presumo que los que se ocupan de los asuntos públicos acaban a veces miserablemente; pero nunca me informo de lo que se hace en Constantinopla; me contento con mandar vender allí los frutos del jardín que cultivo. (153)

      Este anciano les ofrece a los paseantes sorbetes de su fabricación, una abundancia de frutas, exóticas para sus invitados franceses (naranjas, limones, piñas, pistachos), y café moca. Después, “las dos hijas de este buen musulmán perfumaron las barbas de Candide, de Pangloss y de Martin” (154). Candide le pregunta al turco acerca de sus tierras, que presume vastas y magníficas. El anciano contesta que no tiene sino veinte arpendes (medida mínima de tierra, muy modesta) y que los cultiva con sus hijos. Finalmente enuncia el meollo de su sabiduría (y la receta de la felicidad): “El trabajo aleja de nosotros tres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la necesidad” (ibíd.). Enseguida los tres amigos sacan conclusiones del discurso del anciano. Los dos sabios (Pangloss no puede evitar caer en el discurso vacío) resumen los implícitos de las afirmaciones del turco. Para Candide son dos verdades. Le parece, en primer lugar, que “este buen anciano se ha labrado una suerte mucho mejor que la de los seis reyes con los cuales hemos tenido el honor de cenar”; y, en segundo lugar, formula la moral de la historia: “Debemos cultivar nuestro jardín”. Martin, el hombre común, enuncia la regla de vida esencial: “Trabajemos sin razonar, es la única manera de hacer soportable la vida”.

      Finalmente, todo termina bien: la receta de Martin (meollo de la sabiduría burguesa, centrada en el trabajo) se pone en práctica entre el grupo de amigos:

      Toda la pequeña sociedad abrazó este loable propósito; cada uno empezó a ejercer sus talentos. El pequeño terreno produjo mucho. Cunégonde era en verdad muy fea; pero resultó ser una excelente pastelera; Paquette bordaba; la vieja se ocupaba de la ropa. (Ibíd.)

      Candide corta la palabra a Pangloss, especialista de los discursos metafísicos y verbosos, reiterando: “Debemos cultivar nuestro jardín”. Es decir, debemos sacar todo el provecho posible de nuestro pequeño espacio propio: allí está la felicidad posible y la medida justa de la satisfacción que se puede lograr en la tierra.

      Esta fórmula es el meollo del tipo central de la axiología de la burguesía triunfante en el centro de Europa, entre 1750 y, como lo dije, 1930. Para terminar y justificar este límite inferior del periodo dibujado, señalaré aquí una última variante histórica de la forma del encanto, en donde el novelista mismo se propone, en su texto, descubrir y analizar el origen íntimo de esta forma. Esta variante se encuentra en El tiempo recobrado, último momento de la larga obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, publicada entre 1913 y 1927.

      Proust se refiere a su experiencia íntima esencial, la experiencia que da sentido a su vida y a su obra, como a momentos perfectos. Estos momentos y su amplia descripción y análisis son el objeto no solo de El tiempo recobrado, sino la meta de toda la novela: son el modo de recobrar el tiempo. Si bien los volúmenes anteriores de En busca del tiempo perdido son novelas críticas que muestran que en el mundo el amor verdadero no existe (Un amor de Swann) y tampoco la amistad ni, en general, ningún sentimiento genuino; si bien los momentos perfectos son pocos y no duran (están fuera del tiempo), para Proust, estos justifican la vida y producen una felicidad absoluta y una plenitud sin falla. A su vez, el análisis y la explicación de estos momentos perfectos, en El tiempo recobrado, son la dimensión propiamente estética de la obra: tenemos aquí un cuestionamiento del realismo en la novela o, mejor, una ilustración de la oposición establecida por Jacques Rancière, a nivel conceptual, entre un régimen mimético (racionalista, realista) y un régimen estético (cuya ilustración y explicación se encuentra, de manera muy amplia, magnífica, insuperable, aquí, en el texto de Proust). Voy a tratar de sintetizar este texto magistral, que no se presta realmente a la síntesis. Pero por su brevedad, este ensayo, sin embargo, exige la síntesis.

      El análisis de los momentos perfectos, de la verdadera experiencia humana central y tema sustancial de una genuina creación estética, empieza en la página 219 de mi edición para concentrarse en las sesenta páginas siguientes: corazón y cerebro de En busca del tiempo perdido, en su conjunto, y, a la vez, su punto de llegada en El tiempo recobrado.

      En primer lugar, el narrador en primera persona cuenta cómo llega en carruaje a una matinée musical, en la casa de la princesa de Guermantes, gran aristócrata parisiense. El narrador anota el primer elemento de su análisis: “El cansancio y este aburrimiento” que lo acompañaron, solo, en la víspera, en un viaje en tren de regreso a París; su esfuerzo de novelista potencial por fijar “la línea que, en uno de los campos considerados más bellos de Francia, separaba, sobre los árboles, la sombra de la luz” (Proust [1927] 1954, 219; mi traducción). Se trata del tipo de esfuerzo que Rancière señalaría como característico del régimen mimético o realista y que Proust, aquí, designa como si llevara a simples “conclusiones intelectuales”, poco reconfortantes e incluso deprimentes, mas no a la creación literaria, exaltante.

      Al siguiente día,

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