La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen

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La novela del encanto de la interioridad - Hélène Pouliquen

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esencia permanente y generalmente escondida de las cosas se ve liberada y nuestro verdadero yo, el cual parecía muerto, a veces desde hacía mucho tiempo, pero no lo era completamente, se despierta, se anima, recibiendo el celeste alimento que le llega. (228)

      El texto de Proust no solo establece claramente, en un nivel filosófico, el aporte particular (estético) de la literatura, sino que subraya, como segundo punto, la dicha, la plenitud de felicidad, el disfrute absoluto que es susceptible de aportar al escritor (quien lo transmite al lector, de manera concreta). Adicionalmente, se propone, como tercer punto, profundizar en las múltiples relaciones que se establecen, en el proceso, entre disfrute y dolor; elementos opuestos, pero necesariamente interrelacionados de múltiples maneras. Estas relaciones, de carácter complejo, entre lo positivo y lo negativo son también relaciones entre lo masculino y lo femenino, no solo en el texto literario (lo estético), sino en el ser humano (lo ético). De esta manera, Proust se acerca así a las revelaciones de una nueva disciplina en pleno desarrollo, mientras él escribe su obra: el psicoanálisis.

      Estoy sugiriendo así la existencia de una línea de novelas marcadas por la búsqueda del polo positivo en la experiencia del ser humano y en sus productos estéticos evocada, hasta ahora en mi propuesta, por Candide, de Voltaire (siglo XVIII); Middlemarch, de George Eliot (siglo XIX); Lejos del mundanal ruido, de Thomas Hardy (siglo XIX), y El tiempo recobrado, de Proust (durante el primer tercio del siglo XX), pero en la cual retrocederé más adelante, para evocar el arte de Henry James y seguir, cronológicamente, con las novelas de Virginia Woolf (La señora Dalloway, de 1930) y Marguerite Duras (El encanto de Lol V. Stein, de 1964). No quiero olvidar ni la experiencia de la dicha y la plenitud, ni la experiencia de la negatividad y el dolor, ni la dimensión estética, ni la mezcla entre lo masculino y lo femenino, solo temo el desarrollo incontrolable de la problemática, pero espero así renovar a mi manera, desde mi punto de vista particular (como mujer, francesa, relativamente arraigada en Colombia y con una larga experiencia), la reflexión sobre la novela, nutrida de las ideas del joven Lukács, de Theodor W. Adorno, de Lucien Goldmann, de Julia Kristeva, de Thomas Pavel, de Jacques Rancière y de Alain Badiou. Por lo pronto, en este capítulo, me falta evocar la reflexión de Proust sobre la función y el lugar del dolor y de la negatividad, en su novela.

      En El tiempo recobrado, Proust se propone elaborar la manera como “la obra a la cual nuestras penas han colaborado puede ser interpretada […] a la vez como un signo nefasto de sufrimiento y como un signo feliz de consuelo” (266). Un ejemplo de este proceso, planteado en una nota de la página 268 y aparentemente alejado del texto, es, de hecho, absolutamente central para la obra. Se trata de lo que Proust llama “estos grandes dolores útiles”, que no faltan en la vida y que, por el dolor de los celos, por ejemplo, permiten acceder de “un insignificante deseo físico” a la plenitud, a la dicha del amor (por supuesto, hasta que, a través del matrimonio —Un amor de Swann— volvamos a la indiferencia inicial: hay mucho humor, si no mucho cinismo, o realismo, en la obra de Proust, también). Citemos la nota:

      En amor, nuestro rival feliz, es decir, nuestro enemigo, es nuestro bienhechor. A un ser que no excitaba en nosotros sino un insignificante deseo físico agrega inmediatamente un valor inmenso ajeno a él, pero que confundimos con él. Si no tuviéramos rivales, el placer no se transformaría en amor. (268)

      Más adelante, Proust afirma que:

      Las ideas son los sucedáneos de las penas; en el momento en que estas últimas se transforman en ideas, pierden una parte de su acción nociva sobre nuestro corazón e incluso, en este primer instante, la transformación misma descarga súbitamente la dicha. (269)

      Para precisar el mecanismo de la transformación de un afecto en otro y el paso, casi instantáneo, de la dicha a la desdicha (y viceversa), es decir, el carácter voluble del ser humano, cuando no es controlado, sometido, por las axiologías sociales, Proust agrega:

      En cuanto a la felicidad, esta no tiene, casi, sino una utilidad: volver la desgracia posible. Es necesario que, en la felicidad, formemos lazos bien dulces y bien fuertes de confianza y cercanía para que su ruptura nos cause el desgarre tan valioso llamado desgracia. (271)

      Después de estos análisis de antecedentes históricos de formas particulares del encanto en la novela europea de los siglos XVIII y XIX, en donde la sistematización psicoanalítica de la problemática no surge todavía, vuelvo a considerar el planteamiento de André Comte-Sponville. Se trata del planteamiento de un filósofo contemporáneo particularmente sensible a las dos temáticas centrales del psicoanálisis: la sexualidad y el amor. De manera algo curiosa, cuando el filósofo decide el ordenamiento de los tres ensayos que componen su libro —“El amor”, “Ni el sexo ni la muerte (filosofía de la sexualidad)” y “Entre la pasión y la virtud (sobre la amistad y la pareja)”, además de dos apéndices muy sustanciales (uno sobre Blaise Pascal y otro sobre Simone Weil)— acerca de problemáticas, si bien divergentes, bastante complementarias, resuelve, en primer lugar, considerar no tanto la sexualidad, sino el erotismo y, en segundo lugar, empezar la reflexión con su compleja problemática del amor, en sus tres vertientes (eros, philia y ágape).

      Lo aclaro, porque deseo ir directamente al punto del texto que me permite argumentar mi hipótesis propia acerca de las principales fuerzas generadoras de la novela del encanto de la interioridad. Ya hemos visto, a través de la reflexión de George Eliot, que la toma de posición de la novelista es el fruto de dos fuerzas opuestas: la fuerza de la axiología dominante de su época y la fuerza de la inconformidad en su personalidad, que tiende hacia el ideal y se constituye en un flujo de bondad, de positividad, susceptible de producir, a la larga y con otros flujos, cambios positivos tanto en seres humanos particulares como en conjuntos sociales. Volvamos ahora a la problemática del erotismo (y no de la sexualidad, ni del amor, ya lo he planteado brevemente) como fuerza generadora de la novela del encanto. Para esto, ya he recordado un aporte importante de Julia Kristeva ([1996] 1998), y que analizaré largamente más adelante. Por el momento, voy a seguir con la reflexión de Comte-Sponville de la segunda parte de su libro Ni el sexo ni la muerte. Tres ensayos sobre el amor y la sexualidad (2012). El segundo capítulo de este ensayo se refiere al discurso de algunos filósofos sobre la sexualidad: Platón, san Agustín, Montaigne, Schopenhauer, Feuerbach, Nietzsche, Kant. Pero no es la sexualidad la meta de su propuesta, ni siquiera la filosofía de la sexualidad, sino el erotismo (225-265).

      Del erotismo no son tampoco las versiones negativas (la violación, la prostitución, la pornografía, el erotismo como transgresión, versiones evocadas entre las páginas 226 y 234) a las cuales quiere llegar. Comte-Sponville quiere llegar justamente a un punto de la problemática, cuya formulación me parece muy novedosa y plenamente satisfactoria, a la cual me adhiero totalmente, y a la cual quiero llegar también como la formulación más adecuada para definir la principal fuerza generadora de la novela del encanto. El término amor, en efecto, es demasiado vago, polisémico y usado sin reflexión en todos los contextos, como para ser susceptible de corresponder, para cada persona particular, a una experiencia propia, irrepetible, si no inefable.

      Ese punto es el último del capítulo tercero, titulado “El erotismo”, de la segunda parte del libro, que se titula “Gozar de desear”. Comte-Sponville define el erotismo como

      la actividad sexual de uno o varios seres humanos, en cuanto se toma a sí misma por meta, lo que significa que apunta a otra cosa que a la reproducción, obviamente, pero también a otra cosa que al goce del orgasmo (el cual marca su término, con frecuencia, pero no su meta). (237)

      Y luego precisa:

      El deseo de los amantes, en el erotismo en acto, o del lector-espectador, en el erotismo literario o cinematográfico, deviene a sí mismo su propio fin: tiende menos a su propia satisfacción (el orgasmo) que a su propia perpetuación, su propia exaltación, su propia degustación. Una relación sexual es erótica cuando los amantes hacen el amor por el placer

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