La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen
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Nos falta para terminar, en primer lugar, una breve confrontación con Freud y, en segundo lugar, una confrontación con Georges Bataille, cuyo nombre llega a la memoria tan pronto se habla de erotismo.
En cuanto al primer punto, la confrontación con Freud, dejémonos guiar por Comte-Sponville, quien conoce el tema a fondo y es muy pertinente. El filósofo propone, ya lo hemos visto, hablar de erotismo cuando “el deseo apunta a otra cosa que no sea su propio apaciguamiento” (238). Ya que el principio de placer freudiano tiende a la disminución de la tensión sexual, Comte-Sponville, consecuente con su definición y su descripción del goce, de la plenitud erótica, propone, en vez de “un principio de placer, un principio de deseo […], tendiente al mantenimiento o a la aumentación de esta tensión” (239). Y agrega:
Este no anula el principio de placer (el aflojamiento, es decir, el orgasmo o la muerte, tendrá la última palabra o el ultimo silencio), pero posterga voluptuosamente su aplicación. Es mantener el fuego en vez de tender a su extinción: gozar del deseo mismo, más y más largamente que del goce que lo extingue satisfaciéndolo. Sería como una excepción que confirma la regla: todo ser humano tiende a disfrutar lo más posible, a sufrir lo menos posible (principio de placer), incluso gozando —a veces hasta el dolor— de esta tendencia misma (principio de deseo o de inconstancia), que le parece entonces más valiosa que “el resultado final” al cual esta tendencia “lleva” (“más allá del principio de placer”, Freud). Desear gozar, en cuanto erotismo, es ya un goce —ciertamente menos álgido, pero a veces más delicioso, que la voluptuosidad misma—. (239)
El verso del poeta René Char, “el amor realizado del deseo que sigue siendo deseo” (que cita Comte-Sponville del poema “Solo ellos quedan”, 239), es, en opinión del filósofo-esteta “una de las caracterizaciones más evocadoras de la poesía”. También le parece cierta de todo arte esta caracterización por lo que, de esta manera, el erotismo sería un arte, o puede serlo, si es “la poesía de los cuerpos, en cuanto que son sexuados” (ibíd.). Esta reflexión de Comte-Sponville, me parece, señala una dimensión esencial de la novela del encanto, a partir de un enfoque, el enfoque psicoanalítico, que podría aparecer (en algunos textos de Freud) el menos adecuado.
Abordemos ahora, de la mano de Comte-Sponville, el cuestionamiento de la concepción negativa de Bataille (estoy hablando, por supuesto, de la dimensión, determinada históricamente y por el género del autor, de esta concepción). Les diré que Comte-Sponville, antes de la definición admirable que él, con modestia, considera simplemente “necesaria” y que sintetiza con la formula gozar de desear, evalúa, bajo el título de “Erotismo y transgresión”, la obra de Bataille: su primera novela Historia del ojo (1928) y su famosísimo libro sobre El erotismo, de 1957.
Comte-Sponville considera que Bataille esclarece un punto decisivo, el papel de la transgresión en el erotismo; punto que, si bien no es definitivo, debe ser considerado. Bataille, en efecto, afirma que “el erotismo es esencialmente transgresión […], infracción a la regla de las interdicciones” (citado en Comte-Sponville 2012, 233) morales y sociales. Comte-Sponville reconoce que las afirmaciones del escritor coinciden, hasta cierto punto, con nuestra experiencia, pero se rehúsa a seguir “las fantasías de Bataille, tal y como se dan a leer en sus novelas”, ya que, entonces, “nada sería más erótico que el asesinato y la tortura”. Para convencer a su lector, Comte-Sponville recuerda breve pero sustancialmente la intriga de la Historia del ojo, constituida de “transgresiones en cascada, todas extremas y que Bataille, si uno acepta los comentarios del narrador, parece encontrar formidablemente excitantes” (ibíd.).
En cuanto a él, Comte-Sponville afirma que “tiene todo el derecho, mientras no sea sino literatura”. Y concluye:
Pero imagino que no soy el único en juzgar estas escenas más bien repulsivas. Cualquier amante de literatura erótica podría citar mil textos mucho más eróticos que este, en donde la transgresión es infinitamente menor. ¿Qué se puede concluir si no es que la transgresión no puede, por sí sola, definir ni cuantificar el erotismo? Por otro lado, muchas transgresiones no tienen nada de erótico […] y muchas de nuestras noches más eróticas no tienen nada que ver con el asesinato, es obvio, pero tampoco, ni siquiera en la fantasía, con la violación, la violencia o cualquier transgresión extrema. Bataille, como Sade, se equivoca: la transgresión, si bien forma parte del erotismo, no sabría agotar ni su contenido ni sus encantos. Necesariamente, allí, hay otra cosa. (235)
Esta cosa es, ya lo hemos visto, otra definición del erotismo, afirmativa, apta para captar la naturaleza del goce, de la dicha y de la novela del encanto: gozar del deseo. Esta definición podría, también, vencer el poder simbólico (Bourdieu), disfrutado durante tanto tiempo por tantos partidarios de la negación, de la negatividad, por razones históricas susceptibles de ser analizadas, en cada caso.
1 Julia Kristeva teoriza, con algo de confusión (¿o de arrepentimiento?), ese paso del concepto de texto, lingüístico formal, al concepto de experiencia, impresionista, en su curso de 1994, publicado en 1996 con el título Sentido y sin sentido de la revuelta. Literatura y psicoanálisis. Kristeva dice: “Se trata de introducir otra apuesta de este curso. Una apuesta que consiste en superar la noción de texto, en cuya elaboración contribuí con tantos otros y que se transformó en una suerte de dogma en las mejores universidades francesas, sin hablar de los Estados Unidos y de otras más exóticas todavía. Trataré de introducir, en su lugar, la noción de experiencia que incluye el principio de placer, así como el de re-nacimiento del sentido para el otro” ([1996] 1998, 15; mi traducción).
2 Propongo aquí distinguir entre ideología (burguesa), en su sentido tradicional de falsa conciencia, y axiología, en el sentido sugerido por Mijaíl Bajtín (Valentín Volóshinov) en El marxismo y la filosofía del lenguaje de 1929 (1992), puesto que, para Bajtín, la dimensión ideológica (axiológica) es un sesgo inevitable de todo acto de lenguaje, de todo signo. En el primer capítulo titulado “El estudio de las ideologías y la filosofía del lenguaje”, los autores —así como Bajtín (Pável Medvédev) en El método formal en los estudios literarios. Introducción crítica a una poética sociológica ([1928] 2002)— subrayan cómo “todo lo ideológico posee una significación sígnica” (1992, 33) y viceversa, por supuesto. Pero si todo signo es ideológico, ninguno lo es, en el sentido que tiene la falsa conciencia, puesto que no puede haber una conciencia cierta, es decir, libre de ideología. Se ve así claramente que para no tener que limpiar siempre la palabra ideología de sus connotaciones negativas, polémicas, es prudente seleccionar una palabra más neutra, como axiología.
3 La palabra femenil, así como se dice varonil, connota la posición propia de una mujer que vive lucidamente su condición; aunque, por supuesto, las connotaciones de varonil suelen ser bien diferentes: el mito las informa en gran medida.
4 Soy plenamente consciente del hecho de que mi tesis entra en contradicción con la del filósofo e historiador René Girard, en su famosa obra de 1961, Mentira romántica, verdad novelesca. Aunque esta obra me parece convincente en muchos aspectos, no estoy convencida de la oposición radical establecida por Girard: no creo que la posición romántica, históricamente, pueda ser calificada de mentirosa. Cada momento histórico tiene su lucidez posible (Goldmann, que sigue a Marx, diría su conciencia posible, Zugerechte Bewusstsein, en alemán). Para valorar un momento histórico, hay que reconocer los límites de esta lucidez; es decir, reconocer qué cambios pueden producirse en la conciencia de los sujetos que existen en él, sin que estos modifiquen sus características esenciales. Para Girard, el Romanticismo produce obras ilusorias en la medida que estas solo se ocupan del deseo espontáneo y original; obras que al obviar el objeto que media en la producción del deseo, mistifican su verdad. En definitiva, Girard considera que el Romanticismo “no es un movimiento literario, sino una manera de engañar —y de autoengañarse—” (Pouliquen 1985, 23). Este juicio demuestra su falta de