La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen

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La novela del encanto de la interioridad - Hélène Pouliquen

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de la víspera, a ser un gran novelista o, simple-mente, un novelista. No le quedan, entonces, sino estos tipos de “placeres frívolos” de un mundano. Piensa que no hay razón para renunciar a estos, ya que él no sirve para algo más valioso, más elevado, como lo constató con una decepción mayúscula:

      Tenía ya la prueba de que no servía para nada, que la literatura ya no podía causarme ninguna dicha, bien sea por mi culpa, porque no tenía talento, bien sea por la suya, si ella era mucho menos cargada de realidad de lo que había creído. (220)

      El narrador concluye: “¡Qué poca dicha en esta lucidez estéril!”. Y sigue: “En cuanto a las dichas de la inteligencia, ¿podía llamar así estas frías constataciones que un ojo lúcido o mi razonamiento correcto producían sin ningún placer y se mantenían infecundas?” (220). Así, en este momento, se observa cómo está planteada la problemática: la dicha que procura la literatura en el creador no viene ni de la lucidez ni de la capacidad de un razonamiento correcto. Las frías constataciones no la generan.

      Pero cuando todo parece perdido para él, casualmente, la puerta de la plenitud se abre: un movimiento reflejo para evadir un vehículo le procura una dicha que hace que se desvanezca instantáneamente el descorazonamiento que le embargaba por la constatación de la inutilidad de su vida. Ya había experimentado este tipo de dicha, en diversas épocas de su vida: con la vista de árboles que creyó reconocer durante un paseo en coche alrededor de la pequeña ciudad costera de Balbec; con la vista de los campanarios de otra localidad, Martinville; al probar el sabor de una magdalena mojada en una infusión. Y en muchas otras ocasiones, “como por encanto […], sin que haya hecho ningún razonamiento nuevo, encontrado argumento decisivo alguno, las dificultades, insolubles hace poco, habían perdido toda importancia […], toda inquietud acerca del porvenir, toda duda intelectual, se había desvanecido” (221).

      Y así como en el pasado “había postergado la búsqueda de las causas profundas” de estas vivencias inesperadas de una dicha plena, total, ahora el narrador está “absolutamente decidido a no resignar[se] a ignorar por qué”. Pero antes de buscar la causa de esta dicha, precisa las sensaciones que la acompañan: “Un azul profundo embriagaba mis ojos, impresiones de frescura, de deslumbrante luz se arremolinaban alrededor mío” (220). Piensa que repitiendo el gesto que provocó las maravillosas sensaciones, focalizándose en estas sensaciones y no en el movimiento material que las disparó (se tropezó involuntariamente contra unos adoquines mal alineados en el patio del hotel particular de los Guermantes), la visión maravillosa se repetirá. Y así será, pero solo brevemente.

      Lo que quiere es “resolver el enigma de felicidad”, planteada por la repetición de la emoción sentida en Venecia, cuando tropieza sobre unos adoquines desiguales del baptisterio de San Marcos y que le había dado una dicha semejante a una certeza y suficiente, sin más pruebas, “para hacer que la muerte me pareciera indiferente” (222). Esta vivencia, totalmente fortuita e inesperada, pertenece a lo que es fundamental y particular para el escritor, lo que justifica su obra y su existencia, aquello que las hace bellas y significativas, lo que las hace pertenecer al régimen estético (Rancière 1998).

      Proust se declara resuelto a encontrar la solución al enigma que se le plantea nuevamente, luchando contra la tendencia común a “pasar el papel que representamos antes de la tarea interior que tenemos que hacer” (217). Felizmente el mismo tipo de dicha se repite muy pronto cuando un empleado de la princesa trata, infructuosamente, de no hacer sonar una cuchara contra un plato durante el concierto, produciendo un sonido idéntico al escuchado durante la parada del tren, la víspera, cuando el pretendiente a novelista se esforzaba por describir la línea de separación entre la luz y la sombra en una fila de árboles (esfuerzo en vano, puesto que el espectáculo es aburrido, así como su descripción por el novelista potencial).

      Luego se multiplican los “signos” (223) del mecanismo, involuntario y misterioso, que lo llena de dicha: mientras sigue esperando en la biblioteca para no interrumpir el recital, el mayordomo de la princesa le trae una colación, acompañada de una servilleta almidonada, “que tiene exactamente el tipo de tiesura y de almidonado que la toalla” con la cual pudo, a duras penas, secarse a su llegada a Balbec, hace tiempo. Con esta coincidencia de sensaciones separadas por un largo periodo de tiempo, surge de nuevo la dicha:

      Y no solo disfrutaba de estos colores, sino de todo un instante de mi vida que los sostenía y que, sin duda, había sido aspiración hacia ellos, pero que algún sentimiento de cansancio o de tristeza me había impedido disfrutar en Balbec, pero que ahora, limpiado de lo que hay de imperfecto en la percepción exterior, puro y desencarnado, me hinchaba de alegría. (224)

      Finalmente, Proust llega a “la causa de esta felicidad, del carácter de certeza con el cual se imponía” (226). Permítanme citar el pasaje maravilloso en donde encuentra la causa de esta dicha, cuyo descubrimiento fue tan postergado, y que no es otra sino la abolición del tiempo, el tiempo recobrado:

      En efecto, esta causa la adivinaba comparando estas diversas impresiones felices, que tenían en común que las experimentaba a la vez en el momento actual y en un momento alejado en el tiempo, de tal manera que el pasado traslapaba el presente y me hacía dudar en cuanto a en cuál de los dos me encontraba; de hecho, el ser en mí que disfrutaba de esta impresión, la disfrutaba en lo que tenía en común en un día antiguo y ahora, en lo que tenía de extratemporal, era un ser que no aparecía sino cuando, por una de estas identidades entre el presente y el pasado, podía encontrarse en el único medio en el cual pudiese vivir, disfrutar de la esencia de las cosas, es decir, fuera del tiempo. Esto explicaba que mis inquietudes acerca de mi muerte hubieran cesado en el instante mismo en el que había reconocido inconscientemente el gusto de la pequeña magdalena, ya que, en este momento, el ser que había sido era un ser extratemporal y, en consecuencia, no preocupado por las vicisitudes del porvenir. Este ser nunca había venido hacia mí, nunca se había manifestado sino fuera de la acción, fuera del disfrute inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me había hecho escapar del presente. Solo él tenía el poder de hacerme recobrar los días antiguos, el tiempo perdido, ante el cual los esfuerzos de mi memoria y de mi inteligencia fracasaban siempre. (226-227)

      Pero Proust quiere ir mucho más allá de la dicha, de la plenitud personal momentánea (aunque esta plenitud de los momentos perfectos es la única justificación, además del disfrute, de la vida y la única manera de evadir la angustia de la muerte) para plantear la problemática estética. En efecto, no se trata solo de revivir un momento del pasado, sino de

      mucho más, tal vez; algo que, común al pasado y al presente, es mucho más esencial que ambos. Tantas veces, a lo largo de mi vida, la realidad me había decepcionado porque, en el momento en que la percibía, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable según la cual no se puede imaginar sino lo que está ausente. Y, de pronto, el efecto de esta dura ley se veía neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que había hecho brillar una sensación —ruido del tenedor y del martillo, mismo título del libro, etc.— a la vez en el pasado, lo que permitía a mi imaginación disfrutar de ella, y en el presente en donde el estremecimiento efectivo de mis sentidos por el ruido, el contacto de la tela, etc., había agregado a los sueños de la imaginación aquello de lo cual están habitualmente desprovistos, la idea de existencia y, gracias a este subterfugio, había permitido a mi ser obtener, aislar, inmovilizar —la duración de un rayo— lo que nunca aprehenda: un poco de tiempo en estado puro. El ser que había renacido en mí, con semejante estremecimiento de dicha, cuando había oído […], ese ser no se nutre sino de la esencia de las cosas, solo en esta encuentra su subsistencia, sus delicias. Languidece en la observación del presente en donde los sentidos no pueden aportarle, en la consideración de un pasado que la inteligencia reseca, en la espera de un porvenir que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado, a los cuales le quita todavía más de su realidad, no conservando de ellos sino lo que conviene al fin utilitario, estrechamente humano, que les asigna. Pero si un ruido, un olor,

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