La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen
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El filósofo y analista literario elabora esa concepción en su obra, breve pero revolucionaria, El inconsciente estético (2001). En los capítulos primero y tercero, Rancière ofrece una hipótesis esencial a mi planteamiento en este ensayo. En el primer capítulo, titulado “Del psicoanálisis del arte al inconsciente estético”, establece claramente la utilidad para el filósofo, el esteta (y no el psicoanalista), de la teoría psicoanalítica: no se trata “de la aplicación al campo estético de la teoría freudiana [o lacaniana] del inconsciente” (2001, 9; mi traducción); ni tampoco se trata de “psicoanalizar a Freud”. Le interesa “saber lo que [las figuras literarias y artísticas escogidas por Freud] prueban y lo que les permite probarlo” (10).
Rancière concluye que estas figuras
son los testimonios de la existencia de cierta relación entre el pensamiento y el no-pensamiento, de cierto modo de pensamiento en la materialidad sensible. De lo involuntario en el pensamiento consciente y del sentido en lo insignificante. […] si la teoría psicoanalítica del inconsciente es formulable “en cierto momento histórico” es porque existe ya, fuera del terreno propiamente clínico, cierta identificación de un modo inconsciente del pensamiento, y el terreno de las obras del arte y de la literatura se define como el campo de efectividad privilegiada de este inconsciente. (11)
Pero, para seguir con su reflexión, Rancière debe precisar lo que entiende por estética. No se trata de la “ciencia o la disciplina que se ocupa del arte”, como es el sentido tradicional, banal, de la palabra, sino de “un modo de pensamiento que se despliega a propósito de las cosas de pensamiento. […] es un régimen histórico específico de pensamiento del arte” (12). El filósofo subraya que este uso de la palabra estética es reciente y remite a la Estética de Baumgarten (publicada en 1750); esta palabra
designa el campo del conocimiento sensible, de este conocimiento claro, pero todavía confuso que se opone al conocimiento claro y distinto de la lógica […]. [La estética] es una configuración específica del campo del arte […], es una transformación del régimen de pensamiento del arte. (Rancière 2001, 12-14)
En el capítulo tercero, titulado “La revolución estética”, Rancière afirma que el régimen estético se constituye como una revolución en el campo de la literatura y de las artes, que reemplaza al régimen representativo (anterior a la segunda mitad del siglo XVIII), racional, aristotélico, del clasicismo francés (que se ubica entre 1650 y 1750, aproximadamente). En el régimen representativo, el pensamiento es la “acción que se impone a una materia pasiva” (25), y que obedece a reglas que trascienden la obra misma.
La revolución estética que da paso a un nuevo régimen, al régimen estético, es “la abolición de un conjunto ordenado de relaciones entre lo visible y lo decible, el saber y la acción, la actividad y la pasividad”. Este conjunto ordenado es remplazado por “cierto salvajismo existencial del pensamiento en donde el saber se define no como el acto subjetivo de captación de una idealidad objetiva, sino como cierta afección, una pasión y hasta una enfermedad de lo vivo” (26).
Por eso, este régimen se caracteriza por la “identidad de los contrarios [con la cual] la revolución estética define lo propio del arte […]. La obra depende de su propia ley de producción y es en sí misma su propia prueba”. Se trata de “una producción no condicionada” y que, sin embargo, es de una “absoluta pasividad” (27). Reconocemos aquí las características principales del discurso romántico que surge de una interioridad, que no obedece a ninguna regla, ni de concepción ni de expresión, y que desembocará, en el siglo XX, en las obras de James Joyce, de Dadá y del surrealismo (con su característica escritura automática), con un discurso totalmente ajeno a una organización racional.
Después de esta aclaración acerca del régimen estético de Rancière, analicemos ciertos apartes de Middlemarch. En el “Preludio”, encontramos una introducción a la heroína —problemática, diría Lucien Goldmann, que actualiza así el metafísico concepto de héroe demónico del joven Lukács—, que vive en un periodo de expansión de la democracia inglesa, de los centros de poder hacia la provincia y la periferia, en las décadas de 1820 y 1830. Esta heroína, Dorothea Brooke, se define en contraste con santa Teresa de Ávila, la reformadora de los conventos de las Carmelitas en el siglo XVII en España, cuya vida es presentada aquí como heroica. Dice Eliot:
La naturaleza apasionada, focalizada en ideales elevados de Teresa, exigía una vida épica […]. Encontró su epos en la reforma de una orden religiosa […]. En los trescientos años siguientes, estos ideales épicos no desaparecieron y muchas Teresas nacieron, pero ya no encontraron ninguna vida épica posible […], tal vez solo una vida de errores, fruto de cierta grandeza espiritual inadecuada a la mediocridad de las oportunidades; tal vez un fracaso trágico que no encontró un poeta sagrado para ser contado y se hundió sin lágrimas, en el olvido. ([1871-1872] 1992, 1-2; mi traducción)
En efecto, para “estas Teresas nacidas muy tardíamente, no hubo la ayuda de un orden social coherente que pudiera cumplir la función de conocimiento para un alma ardiendo de voluntad” (2). Y por eso, así concluye George Eliot el “Preludio”, “se dieron vidas llenas de errores, debido a la indefinición muy inconveniente con la cual el poder supremo diseñó las naturalezas de las mujeres”. Desafortunadamente, si bien “aquí y allá un polluelo de cisne es arreado, con malestar, dentro del grupo de paticos sobre el lago oscuro […], nunca encuentra la corriente viva de compañerismo con su propia clase de patas palmadas” (2).
Sin embargo, esta visión desesperada de la condición de los idealistas que, como el personaje Dorothea, viven en una sociedad banal, en la cual se ausentan cada vez más los altos ideales, se matiza en el “Final”. Allí, George Eliot afirma que
los actos que determinaron su vida no habían sido idealmente bellos. Eran el resultado mezclado de un joven y noble impulso que luchaba dentro de las condiciones de un medio social imperfecto, en el cual los sentimientos elevados tienen con frecuencia la apariencia del error, y una gran fe, el aspecto de una ilusión […]. Una nueva Teresa ciertamente no tendría la oportunidad de reformar la vida de un convento, y tampoco una nueva Antígona de usar su heroica piedad para enfrentarse a todo para dar un funeral a su hermano: el medio en el cual sus hechos ardientes tomaron forma se fue para siempre. Su naturaleza plena […] se regó en canales que no tienen grandes prestigios en la tierra. Pero el efecto de su ser sobre las personas que la rodearon se difundió de manera incalculable: la expansión del bien en el mundo depende parcialmente de actos no históricos; y si las cosas no van tan mal para usted y para mí como pudieran haberlo hecho es en parte gracias a la gente que vivió con fe una vida oculta y que descansa en tumbas que nadie visita. (760-766)
Tenemos aquí, en este final, el planteamiento medido y sutil de una axiología burguesa decimonónica de lo que llamo encanto: el ideal de una vida discreta, oculta, pero satisfactoria para el ser y beneficiosa para la sociedad y el mundo.
Esta posición definía ya a la novela Candide o el optimismo, de Voltaire (1759-1760), obviamente con matices diferentes. Tenemos así dos textos, uno inglés y otro francés, característicos de la ficción en la modernidad europea, con una concepción amable de la condición humana. Esto no quiere decir que no hay, al lado de esta concepción relativamente amable, en su conclusión, un juicio más negativo de la condición humana, sino que nuestra reflexión se sitúa en oposición a la reflexión de la novela radicalmente escéptica (el modelo aquí, recordémoslo, es la novela de Flaubert). Esta reflexión analiza una novela que llamo del encanto, a sabiendas de que entre los dos extremos posibles están todas las obras que Thomas Pavel (2005) llama de síntesis y de que no hay obra literaria (y tampoco condición humana) totalmente positiva, ni siquiera en la posición del idilio, que es radicalmente idealista.
El idilio es una posición incompatible con la posición del encanto, justamente por su idealismo extremo: la